Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
—Yo soy la Rociíto.
A sus pies el tipejo intentaba incorporarse y recuperar el aliento. Antes de que el equilibrio de fuerzas dejase de serle favorable, Fermín optó por poner distancia con el escenario de la confrontación.
—Habría que migrar con cierta premura —anunció Fermín—. Perdida la iniciativa, la batalla está en nuestra contra…
La Rociíto lo tomó del brazo y lo guió a través de una red de callejuelas angostas que desembocaba en la plaza Real. Una vez al sol y en campo abierto, Fermín se detuvo un instante a recuperar el aliento. La Rociíto pudo ver que Fermín palidecía por momentos y no ofrecía un buen aspecto. La joven intuyó que las emociones del encuentro, o el hambre, habían inducido una bajada de tensión en su valiente campeón y lo acompañó hasta la terraza del hostal Dos Mundos, donde Fermín se desplomó en una de las sillas.
La Rociíto, que tendría diecisiete años pero un ojo clínico que ya hubiese querido para sí el doctor Trueta, procedió a pedirle un surtido de tapas con el que revivirle. Cuando Fermín vio llegar el festín, se alarmó.
—Rociíto, que no llevo ni un céntimo…
—Esto lo pago yo —atajó con orgullo—. Que de mi hombre me cuido yo y lo tengo bien
alimentao.
La Rociíto lo iba empapuzando a golpe de choricillos, pan y patatas bravas, todo ello bañado en una monumental jarra de cerveza. Fermín fue reviviendo y recuperando el tono vital ante la mirada satisfecha de la chica.
—De postre, si quiere, le hago una especialidad de la casa que se queda tonto —ofreció la joven relamiéndose los labios.
—Pero, chiquilla, ¿tú no tendrías que estar en el colegio ahora, con las monjas?
La Rociíto le rió la gracia.
—Ay, tunante, qué labia que tiene el señorito.
A medida que discurría el festín, Fermín comprendió que, si de la muchacha dependiese, tenía ante él una prometedora carrera de proxeneta. Sin embargo, otros asuntos de mayor calado reclamaban su atención.
—¿Cuántos años tienes, Rociíto?
—Dieciocho y medio, señorito Fermín.
—Pareces mayor.
—Es la delantera. Me salió a los trece y gloria da verla, aunque me esté mal decirlo.
Fermín, que no había visto una conspiración de curvas comparable desde sus anhelados días en La Habana, intentó recobrar el sentido común.
—Rociíto —empezó—, yo no me puedo hacer cargo de ti…
—Ya lo sé, señorito, no se crea que soy tonta. Ya sé que usted no es hombre para vivir de una mujer. Que seré joven, pero he
aprendío
a verlos venir…
—Me tienes que decir dónde te puedo enviar el dinero de este banquete, porque ahora me pillas en un momento económico delicado…
La Rociíto negó.
—Tengo una habitación aquí, en el hostal, a medias con la Lali, pero ella está fuera todo el día porque se hace los barcos mercantes… ¿Por qué no sube el señorito y le doy un masaje?
—Rociíto…
—Que invita la casa…
Fermín la contemplaba con un deje melancólico.
—Tiene usted los ojos tristes, señorito Fermín. Deje que la Rociíto le alegre la vida, aunque sea un ratito. ¿Qué mal hay en eso?
Fermín bajó la mirada avergonzado.
—¿Cuánto hace que el señorito no está con una mujer como Dios manda?
—Ya ni me acuerdo.
La Rociíto le brindó la mano y, tirando de él, se lo llevó escaleras arriba a un cuarto minúsculo en el que apenas había un camastro y una pila. La habitación tenía un pequeño balcón que daba a la plaza. La muchacha corrió una cortina y se desprendió en un tris del vestido de flores que llevaba y bajo el que sólo estaba su piel. Fermín contempló aquel milagro de la naturaleza y se dejó abrazar por un corazón que era casi tan viejo como el suyo.
—Si el señorito no quiere no hace falta que hagamos nada, ¿eh?
La Rociíto le acostó en la cama y se tendió a su lado. Lo abrazó y le acarició la cabeza.
—Shhh, shhhh —susurraba.
Fermín, con el rostro sobre aquel pecho de dieciocho años, se echó a llorar.
Al caer la tarde, cuando la Rociíto tenía que incorporarse a su turno de oficio, Fermín recuperó el pedazo de papel con la dirección del abogado Brians que Armando le había entregado un año atrás y decidió ir a su encuentro. La Rociíto insistió en prestarle algo de calderilla para que tuviese para coger tranvías y tomarse un café y le hizo jurar y perjurar que volvería a verla, aunque sólo fuera para llevarla al cine o a misa, porque ella era muy devota de la Virgen del Carmen y le gustaban mucho los ceremoniales, sobre todo cuando cantaban. La Rociíto lo acompañó hasta abajo y al despedirse le dio un beso en los labios y un pellizco en el culo.
—Bombonaso
—le dijo al verle partir bajos los arcos de la plaza.
Cuando cruzó la plaza de Cataluña, un lazo de nubes cargadas empezaba a arremolinarse en el cielo. Las bandadas de palomas que habitualmente sobrevolaban la plaza habían buscado el cobijo de los árboles y esperaban inquietas. La gente podía oler la electricidad en el aire y apretaba el paso hacia las bocas del metro. Se había levantado un viento desapacible que arrastraba una marea de hojas secas por el suelo. Fermín se apresuró y para cuando llegó a la calle Caspe ya empezaba a diluviar.
E
l abogado Brians era un hombre joven con cierto aire de estudiante bohemio y trazas de alimentarse a base de galletas saladas y café, que era a lo que olía su despacho. A eso y a papel polvoriento. Sus oficinas quedaban en un cuartucho suspendido en el ático del edificio que albergaba el gran teatro Tívoli, al final de un pasillo sin luz. Fermín lo encontró allí todavía a las ocho y media de la noche. Brians le abrió en mangas de camisa y al verlo se limitó a asentir y a suspirar.
—Fermín, supongo. Martín me habló de usted. Ya empezaba a preguntarme cuándo pasaría por aquí.
—He estado un tiempo fuera.
—Claro. Pase, por favor.
Fermín le siguió al interior del cubículo.
—Menuda nochecita, ¿verdad? —preguntó el abogado, nervioso.
—Es sólo agua.
Fermín miró a su alrededor y comprobó que sólo había una silla a la vista. Brians se la cedió. Él se acomodó sobre una pila de tomos de derecho mercantil.
—Todavía me tienen que traer el mobiliario.
Fermín calibró que allí no cabía ni un sacapuntas, pero prefirió no decir nada. Sobre la mesa había un plato con un pepito de lomo y una cerveza. Una servilleta de papel delataba que la opípara cena del abogado había venido del café de abajo.
—Me disponía a cenar. Con gusto lo comparto con usted.
—Coma, coma, que ustedes los jóvenes tienen que crecer y yo vengo cenado.
—¿No puedo ofrecerle nada? ¿Café?
—Si tiene un sugus…
Brians hurgó en un cajón en el que podría haber habido de todo menos caramelos sugus.
—¿Pastillas Juanola?
—Estoy bien, gracias.
—Con su permiso.
Brians soltó una dentellada al bocadillo y masticó con fruición. Fermín se preguntó quién de los dos tenía más aspecto de muerto de hambre. Junto al escritorio había una puerta entreabierta que daba a un cuarto contiguo en el que se vislumbraba un camastro plegable por hacer, un perchero con camisas arrugadas y una pila de libros.
—¿Vive usted aquí? —preguntó Fermín.
Claramente el abogado que Isabella había podido costear para Martín no era de altos vuelos. Brians siguió la mirada de Fermín y ofreció una sonrisa modesta.
—Éste es, temporalmente, mi despacho y vivienda, sí —respondió Brians, inclinándose para cerrar la puerta de su dormitorio.
»Debe de pensar usted que no tengo mucha pinta de abogado. Que conste que no es el único, mi padre opina lo mismo.
—No haga usted ni caso. Mi padre siempre nos decía a mí y a mis hermanos que éramos unos inútiles y que íbamos a acabar de picapedreros. Y aquí me tiene, más chulo que un ocho. Triunfar en la vida cuando la familia cree en uno y lo apoya no tiene mérito.
Brians asintió a regañadientes.
—Visto así… La verdad es que hace poco que me establecí por mi cuenta. Antes trabajaba en un bufete de renombre a la vuelta de la esquina, en el paseo de Gracia. Pero tuvimos una serie de desacuerdos. Las cosas no han sido fáciles desde entonces.
—No me diga. ¿Valls?
Brians asintió, despachando la cerveza en tres sorbos.
—Desde que acepté el caso del señor Martín, no paró hasta conseguir que me dejasen casi todos mis clientes y me despidieran. Los pocos que me siguieron son los que no tienen un céntimo para pagar mis honorarios.
—¿Y la señora Isabella?
La mirada del abogado se ensombreció. Dejó la cerveza sobre el escritorio y miró a Fermín, dudando.
—¿No lo sabe usted?
—¿Saber el qué?
—Isabella Sempere ha muerto.
L
a tormenta descargaba con fuerza sobre la ciudad. Fermín sostenía una taza de café en sus manos mientras Brians, de pie frente a la ventana abierta, contemplaba la lluvia azotando los tejados del Ensanche y relataba los últimos días de Isabella.
—Enfermó de repente, sin explicación. Si la hubiera conocido usted… Isabella era joven, llena de vida. Tenía una salud de hierro y había sobrevivido a las miserias de la guerra. Todo ocurrió como quien dice de un día para otro. La noche que usted consiguió huir del castillo, Isabella volvió tarde a casa. Cuando su esposo la encontró estaba arrodillada en el baño, sudando y con palpitaciones. Dijo que se encontraba mal. Llamaron al médico, pero antes de que llegase empezaron las convulsiones y vomitó sangre. El médico dijo que era una intoxicación y que debía seguir una dieta estricta durante unos días, pero a la mañana siguiente estaba peor. El señor Sempere la envolvió en unas mantas y un vecino taxista los acompañó al hospital del Mar. Le habían salido unas manchas oscuras en la piel, como llagas, y el pelo se le caía a puñados. En el hospital estuvieron esperando un par de horas pero al fin los médicos se negaron a verla, porque había alguien en la sala, un paciente al que aún no habían atendido que dijo conocer a Sempere y le acusó de haber sido comunista o alguna estupidez por el estilo. Supongo que para colarse. Una enfermera les dio un jarabe que, según dijo, le iría bien para limpiar el estómago, pero Isabella no podía tragar nada. Sempere no sabía qué hacer. La llevó a casa y empezó a llamar a un médico tras otro. Nadie sabía qué le sucedía. Un practicante que era cliente habitual de la librería conocía a alguien en el servicio del Clínico. Sempere la llevó allí.
»En el Clínico le dijeron que podía ser cólera y que se la llevase a casa, porque había un brote y ellos estaban saturados. Varias personas habían muerto ya en el barrio. Isabella cada día estaba peor. Deliraba. Su marido se desvivió y removió cielo y tierra, pero al cabo de unos días ya estaba tan débil que no pudo ni llevarla al hospital. Murió a la semana de enfermar, en el piso de la calle Santa Ana, encima de la librería…
Un largo silencio medió entre ellos sin más compañía que el repicar de la lluvia y el eco de truenos que se alejaban a medida que el viento amainaba.
—No fue hasta un mes después cuando me dijeron que la habían visto una noche en el café de la Ópera, frente al Liceo. Estaba sentada con Mauricio Valls. Isabella, desoyendo mis consejos, lo había amenazado con desvelar su plan de utilizar a Martín para que reescribiese no sé qué birria con la que creía que se iba a hacer célebre y le iban a llover medallas. Fui allí a preguntar. El camarero se acordaba de que Valls había llegado antes en un coche y me dijo que le había pedido dos manzanillas y miel.
Fermín sopesó las palabras del joven abogado.
—¿Y cree usted que Valls la envenenó?
—No puedo probarlo, pero cuantas más vueltas le doy más claro lo tengo. Tuvo que ser Valls.
Fermín arrastró la mirada por el suelo.
—¿Lo sabe el señor Martín?
Brians negó.
—No. Después de su fuga, Valls ordenó que Martín fuese confinado a la celda de aislamiento en una de las torres.
—¿Y el doctor Sanahuja? ¿No los pusieron a los dos juntos?
Brians suspiró, derrotado.
—A Sanahuja lo sometieron a un consejo de guerra por traición. Lo fusilaron dos semanas después.
Un largo silencio inundó la sala. Fermín se levantó y empezó a caminar en círculos, agitado.
—¿Y a mí por qué nadie me ha buscado? Al fin y al cabo, yo soy la causa de todo…
—Usted no existe. Para evitar la humillación ante sus superiores y la ruina de su prometedora carrera en el régimen, Valls hizo jurar a la patrulla que envió en su busca que lo habían alcanzado de un disparo cuando se escapaba por la ladera de Montjuic y que lanzaron su cuerpo a la fosa común.
Fermín saboreó la rabia en los labios.
—Pues mire, estoy por plantarme ahora mismo en el Gobierno Militar y decir «éstos son mis cojones». A ver cómo explica Valls mi resurrección.
—No diga tonterías. Así no iba a arreglar nada. Lo único que conseguiría es que se lo llevasen a la carretera de las Aguas y le pegasen un tiro en la nuca. Esa sabandija no lo vale.
Fermín asintió, pero la vergüenza y la culpa se lo comían por dentro.
—¿Y Martín? ¿Qué va a ser de él?
Brians se encogió de hombros.
—Lo que sé es confidencial. No puede salir de estas cuatro paredes. Hay un carcelero en el castillo, un tal Bebo, que me debe más de uno y de dos favores. Le iban a matar a un hermano pero conseguí que le conmutasen la pena por diez años en una cárcel de Valencia. Bebo es un buen hombre y me cuenta todo lo que ve y oye en el castillo. Valls no me deja ver a Martín, pero a través de Bebo he podido saber que está vivo y que Valls lo tiene encerrado en la torre y vigilado las veinticuatro horas del día. Le ha entregado papel y pluma. Bebo dice que Martín está escribiendo.
—¿El qué?
—A saber. Valls cree, o eso me dijo Bebo, que Martín le está escribiendo el libro que le ha encargado basado en sus notas. Pero Martín, que usted y yo sabemos que no está muy en sus cabales, parece que está escribiendo otra cosa. A veces repite en voz alta lo que escribe, o se levanta y empieza a dar vueltas por la celda recitando trozos de diálogo y frases enteras. Bebo hace el turno de noche junto a su celda y cuando puede le pasa cigarrillos y terrones de azúcar, que es lo único que come. ¿Martín le habló a usted alguna vez de algo llamado
El Juego del Ángel?