—¿Te disparó? Te disparó el rufián, ¿verdad? —preguntó, volviéndose enfurecido hacia Tano que, con más paciencia que un santo, permanecía de pie con los brazos en alto, a la espera de que las fuerzas de la ley pusieran un poco de orden en todo el alboroto que estaban armando.
—No, no me disparó. Yo me di contra la pared —consiguió decir Galluzzo.
Tano no miraba a nadie; se estaba estudiando la punta de los zapatos.
«Está por largarse a reír», pensó Montalbano y de inmediato dio una orden perentoria a Galluzzo:
—Colócale las esposas.
—¿Es él? —preguntó Fazio en voz baja.
—Es él, ¿acaso no lo reconoces? —replicó Montalbano.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Métanlo en el coche y llévenlo a la jefatura de Montelusa. Por el camino, llamas al jefe, se lo explicas y le preguntas qué tienen que hacer. Procuren que nadie lo vea y lo reconozca. Por el momento, la detención tiene que mantenerse en absoluto secreto. Ya pueden irse.
—¿Y usted?
—Yo echo un vistazo a la casa y la registro, nunca se sabe.
Fazio y los agentes, con Tano en medio ya esposado y Germanà sosteniendo en la mano el
kaláshnikov
del detenido, se dispusieron a salir. Sólo entonces Tano el Griego miró por un instante a Montalbano. El comisario se dio cuenta de que la mirada «de estatua» había desaparecido y de que ahora los ojos estaban más animados y parecían casi risueños.
Cuando el grupo de policías desapareció al llegar al final del sendero, Montalbano volvió a entrar en la cabaña para dar comienzo al registro. Y, en efecto, abrió de nuevo el aparador, tomó la botella de vino que aún estaba medio llena y se la llevó a la sombra de un olivo para bebérsela con toda tranquilidad. La captura del peligroso prófugo de la Justicia se había llevado a cabo con todo éxito.
Mimì Augello, que estaba de un humor de los mil demonios, en cuanto vio aparecer a Montalbano en el despacho, se le puso delante hecho una furia.
—Pero ¿dónde estabas? ¿Dónde te habías escondido? ¿Dónde carajo están los otros? ¿Qué maneras son ésas, mierda puta?
Debía de estar francamente enfadado para hablar con tanta crudeza: en los tres años que llevaban trabajando juntos, el comisario jamás había oído al subcomisario soltar palabrotas. Mejor dicho, sí: la vez que un mal nacido le pegó un tiro en las tripas a Tortorella había reaccionado de la misma manera.
—Pero ¿qué mosca te ha picado, Mimì?
—¿Cómo que qué mosca me ha picado? ¡Me he pegado un susto tremendo!
—¿Te has asustado? ¿De qué?
—Aquí han llamado por lo menos seis personas. Diciendo cosas que diferían en los detalles, pero concordaban en la esencia: un tiroteo con muertos y heridos. Uno hablaba de una matanza. Tú no estabas en casa, Fazio y los demás habían salido con el coche sin decir nada a nadie. He atado cabos. ¿Me he equivocado?
—No, no te has equivocado. Pero no tienes que tomártela conmigo sino con el teléfono... La culpa es del teléfono.
—¿Qué tiene que ver el teléfono?
—¡Vaya si tiene que ver! Porque hoy en día el teléfono lo puedes encontrar incluso en el más remoto pajar del campo. ¿Y qué hace la gente que tiene un teléfono al alcance de la mano? Pues llamar. Contar cosas verdaderas e inventadas, cosas posibles y cosas imposibles, cosas soñadas como en aquella comedia de Edoardo de Filippo, ¿cómo se llama?, ah, sí, «Las voces interiores», inflan y desinflan las cosas sin decir jamás su nombre y apellido. ¡Largan lo que quieren en un sitio donde uno puede decir las peores estupideces que se le antojen sin asumir la responsabilidad! Y entre tanto, los expertos en cuestiones de la mafia se entusiasman: ¡en Sicilia disminuye la
omertà
[1]
, disminuye la complicidad, disminuye el miedo! No disminuye una mierda, lo único que aumenta es la factura del teléfono.
—¡Montalba, no me enredes con tus historias! ¿Es cierto que hubo muertos y heridos?
—No es cierto nada. No hubo ningún conflicto, sólo hemos efectuado unos disparos al aire, Galluzzo se partió él solito la nariz y el otro se rindió.
—¿Y quién es el otro?
—Un prófugo de la Justicia.
—Sí, pero ¿quién?
La llegada de Catarella, sin resuello, lo salvó de la respuesta embarazosa.
—
Dottori
, está al teléfono el señor jefe.
—Después te lo cuento —dijo Montalbano, y entró de prisa en su despacho.
—Mi queridísimo amigo, quiero darle mi más calurosa enhorabuena.
—Gracias.
—Ha dado usted un buen golpe, ¿sabe?
—Hemos tenido suerte.
—Al parecer, el personaje en cuestión es mucho más importante de lo que él mismo siempre ha querido dar a entender.
—¿Dónde está en estos momentos?
—Camino de Palermo. Los de la Lucha Contra la Mafia así lo han querido, no hubo manera. Sus hombres ni siquiera han podido detenerse en Montelusa, han tenido que seguir viaje. Yo he añadido un vehículo de escolta con cuatro de los míos.
—¿O sea que usted no ha hablado con Fazio?
—No he tenido ni tiempo ni ocasión de hacerlo. Lo ignoro casi todo acerca de este asunto. Por consiguiente, le agradecería muchísimo que esta tarde pasara usted por mi despacho para facilitarme también los detalles.
«Éste es el impedimento», pensó Montalbano, recordando una traducción del
Ottocento
del monólogo de Hamlet. Pero se limitó a preguntar:
—¿A qué hora?
—Digamos a las cinco. Ah, en Palermo nos recomiendan silencio absoluto acerca de la operación, por lo menos de momento.
—Si eso dependiera sólo de mí...
—No lo decía por usted, lo conozco muy bien y puedo atestiguar que, comparados con usted, los peces son una raza locuaz.
El jefe hizo una pausa; a Montalbano no le gustaba escucharlo hablar, pues en su cabeza se había disparado un timbre de alarma ante la frase encomiástica: «Lo conozco muy bien».
—Escuche, Montalbano... —añadió el jefe con cierta vacilación. El titubeo hizo que el timbre de alarma sonara todavía con más fuerza.
—Dígame.
—Creo que esta vez no conseguiré evitarle el ascenso a subjefe.
—¡Virgen santa! Pero ¿por qué?
—No sea ridículo, Montalbano.
—Disculpe, pero ¿por qué me tienen que ascender?
—¡Vaya pregunta! Por lo que ha hecho esta mañana.
Montalbano experimentó una sensación simultánea de frío y calor. Le sudaba la frente y tenía la espalda helada. La perspectiva lo aterrorizaba.
—Señor jefe, yo no he hecho nada que se diferencie de lo que hacen todos los días mis compañeros.
—No lo dudo. Pero esta detención en concreto será muy sonada cuando se dé a conocer.
—¿No hay ninguna esperanza?
—Vamos, no sea infantil.
El comisario se sintió como un atún en la cámara de la muerte; le empezó a faltar el aire, abrió y cerró inútilmente la boca y buscó una salida desesperada.
—¿No podríamos echarle la culpa a Fazio?
—¿Cómo la culpa?
—Perdone, me equivoqué... Quise decir el mérito.
—Hasta luego, Montalbano.
Augello, que lo estaba esperando detrás de la puerta, lo miró con expresión inquisitiva.
—¿Qué te ha dicho el jefe?
—Hemos hablado de la situación.
—¡Vamos! ¡Pones una cara!
—¿Qué cara pongo?
—Abatida.
—No he digerido bien la cena de anoche.
—¿Qué comiste de bueno?
—Un kilo largo de mostachones de vino cocido.
Augello lo miró atónito y Montalbano, que ya estaba viendo venir la pregunta acerca del nombre del prófugo de la Justicia, lo aprovechó para cambiar de tema y desviar a su interlocutor hacia otro camino.
—¿Encontraron al vigilante nocturno?
—¿El del supermercado? Sí, lo encontré yo. Los ladrones le habían propinado un golpe fuerte en la cabeza, lo habían amordazado y atado de pies y manos y lo habían metido en el interior de un refrigerador de gran tamaño.
—¿Murió?
—No, pero creo que él no se siente demasiado vivo. Cuando lo sacamos, parecía un bacalao gigante.
—¿Tienes alguna idea sobre lo ocurrido?
—Yo tengo una media idea y el teniente de carabineros tiene otra distinta, pero una cosa es segura: para llevarse todo aquel material han utilizado un camión de gran tonelaje. Y lo tiene que haber cargado una cuadrilla de por lo menos seis personas a las órdenes de un profesional.
—Oye, Mimì, voy un momento a casa, me cambio de ropa y vuelvo.
Cerca de Marinella se dio cuenta de que el piloto del tanque de combustible estaba parpadeando. Se detuvo en una gasolinera en la que tiempo atrás se había producido un tiroteo y él se había visto en la necesidad de detener al empleado para obligarlo a decir lo que había visto. El hombre, que no le guardaba rencor, lo saludó con aquella voz de timbre agudo que a él le provocaba escalofríos. Tras llenar el tanque, el empleado contó el dinero y después miró al comisario.
—¿Qué pasa? ¿Te he dado de menos?
—No, señor, el dinero está bien. Le quería decir una cosa.
—Pues dímela —replicó impaciente Montalbano. Como el empleado siguiera hablando, le estallarían los nervios. —Mire aquel camión.
El hombre señaló un enorme vehículo con remolque estacionado detrás del surtidor de gasolina, con las lonas bajadas para ocultar la carga.
—Esta mañana temprano —añadió— cuando abrí, el camión ya estaba allí. Han pasado cuatro horas y aún no ha venido nadie a recogerlo.
—¿Has mirado si hay alguien durmiendo en la cabina?
—Sí, señor, no hay nadie. Y hay otra cosa rara, las llaves están puestas en su sitio y el primero que pase puede ponerlo en marcha y robarlo.
—Voy a ver —dijo Montalbano, súbitamente interesado.
Bajito, con bigotito de cola de ratón, sonrisita antipática, gafas con montura dorada, zapatos marrones, pantalones marrones, camisa marrón, corbata marrón, todo él una pesadilla en marrón, Carmelo Ingrassia, el propietario del supermercado, se estiró con los dedos la arruga de la pernera derecha que tenía cruzada sobre la izquierda y repitió por tercera vez su sintética interpretación de los hechos.
—Ha sido una broma, señor comisario. Han querido gastarme una broma tonta.
Montalbano contempló el bolígrafo que sostenía en la mano, se concentró en el capuchón, lo retiró, examinó su interior como si jamás hubiera visto un artilugio semejante, sopló en el interior del capuchón para eliminar las invisibles motas de polvo, lo volvió a examinar, no pareció satisfecho del resultado, volvió a soplar, lo depositó sobre la superficie del escritorio, desenroscó la punta de metal, la estudió un ratito, examinó atentamente la parte central que sostenía en la mano, la colocó al lado de las dos piezas restantes y lanzó un profundo suspiro. De esta manera consiguió serenarse y frenar el impulso repentino de levantarse, acercarse a Ingrassia y partirle la cara de un puñetazo.
—Dígame con toda sinceridad, ¿en su opinión, estoy bromeando o actuando en serio? —le preguntó luego.
Tortorella, que estaba presente en la entrevista y conocía algunas reacciones de su jefe, se relajó visiblemente.
—A ver si lo entiendo... —dijo Montalbano, totalmente dueño de sí mismo.
—¿Qué quiere usted entender, señor comisario? Todo está más claro que la luz del sol. La mercancía robada estaba en el interior del camión que han encontrado, no faltaba ni siquiera un palillo. Por consiguiente, si no lo han hecho para robar, ha sido una broma, una bobada.
—Mire, yo soy un poquito corto de entendederas, tenga paciencia, señor Ingrassia. Vamos a ver, hace ocho días, en un estacionamiento de Catania, es decir, en la parte diametralmente opuesta a la nuestra, dos personas se adueñaron de un camión de remolque de la empresa Sferlazza. En aquellos momentos, el camión estaba vacío. Por espacio de siete días tuvieron el camión escondido en algún lugar del tramo Catania-Vigàta, puesto que no se lo vio circular por ningún sitio. Lo cual significa en buena lógica que el único motivo por el cual habían robado y escondido el camión era el de sacarlo en el momento oportuno para gastarle una broma a usted.
»Sigo. Ayer por la noche el camión aparece sobre la una cuando en la carretera no había casi nadie, y se detiene delante del supermercado. El vigilante nocturno cree que se trata de una entrega de mercancía, aunque la hora fuera un poco insólita. No sabemos muy bien cómo ocurrieron los hechos, el vigilante aún no se encuentra en condiciones de hablar; el caso es que lo dejan fuera de combate, le quitan las llaves y entran. Uno de los ladrones desnuda al vigilante y se pone su uniforme: ésta es una auténtica jugada genial. Segunda jugada genial, los demás encienden las luces y empiezan a trabajar sin tomar ninguna precaución, se podría decir que a plena luz, si no fuera de noche. Muy ingenioso, no cabe duda. Porque a un extraño que se encontrara por los alrededores y viera al vigilante vestido de uniforme mientras otras personas trabajan en la carga de un camión no le pasaría ni siquiera por la antesala del cerebro que se trataba de un robo. Ésta es la reconstrucción que ha hecho mi compañero Augello, confirmada por la declaración del
cavaliere
Misuraca, medalla al mérito en el trabajo, que estaba de regreso a su casa.
—¿Misuraca...?
—Sí, el que trabajaba en el Registro Civil.
—¡Pero si es un fascista!
—No veo qué tienen que ver las ideas políticas del
cavaliere
con el asunto de que estamos hablando.
—¡Pues claro que tienen que ver! Porque, cuando yo me dedicaba a la política, él era mi enemigo.
—¿Y ahora ya no se dedica a la política?
—¿A qué se puede uno dedicar? ¡Con estos cuatro jueces de Milán que han decidido cargarse la política, el comercio y la industria!
—Mire, lo que me ha dicho el señor no es más que un simple testimonio que confirma el
modus operandi
de los ladrones.
—Me importa una mierda lo que confirme el
cavaliere
. Yo lo único que digo es que se trata de un pobre y estúpido viejo que pasa mucho de los ochenta. Es capaz de ver un gato y decir que es un elefante. Y además, ¿qué hacía a aquella hora de la noche?
—No lo sé, ya se lo preguntaré. ¿Volvemos a nuestro asunto?
—Volvamos.
—Una vez efectuada la carga en su supermercado después de por lo menos dos horas de trabajo, el camión se va. Recorre cinco o seis kilómetros, desanda el camino, se estaciona en la gasolinera y se queda allí hasta que llego yo. ¿Y según usted, montaron todo este número, cometieron media docena de delitos y corrieron el peligro de ser condenados a varios años de cárcel sólo para reírse un poco o hacerlo reír a usted?