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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (61 page)

Viéndolos así, golpeteando la tierra, azotando las hierbas, recordaban un ejército en marcha. Un ejército con una misión: acosando, buscando, rastreando al enemigo. Parecían también pequeños brujos buscando agua con su varita. «Son niños. Tienen la pureza de los diamantes más perfectos. No hay sombras, no hay inclusiones, no hay fallos. Pero su pureza es la del Mal.»

Con el corazón ardiendo, el cuerpo bañado en sudor, Volo miró hacia delante. La meseta, hasta perderse en el horizonte. Si seguía corriendo acabaría por encontrar una aldea. O una carretera asfaltada. Pero no había manera de orientarse. Durante el trayecto le habían vendado los ojos. Y además, con los residuos de la anestesia en sus venas, el pánico que lo había sacudido en la mesa de operaciones, lo aterrador del viaje en el todoterreno, no tenía la energía de siempre. Reducido al estado animal, debía correr. Y seguir corriendo. Como un ciervo en una montería.

Volo siguió a pasos cortos. Ya no percibía la dureza del relieve bajo sus pies. Ni el dolor lancinante de la pierna. Ni el ataque del frío y del viento. Solo percibía su propio ritmo, su propio calor, que formaba una especie de caparazón al abrigo del tiempo y del espacio. Sus fuerzas respondían. Su inteligencia respondía. Podía salir a flote. El hombre es el mejor amigo del hombre.

De pronto, una presencia a su derecha. Otro grupo. El mismo batallón de rostros blancos y ropas negras. Las varas fustigando el aire. La marcha ineluctable.

El miedo y la sorpresa le provocaron una punzada en el abdomen. No podía correr. Resbaló. Se dio de bruces con la pendiente, mordió el musgo que allí reemplazaba a la hierba baja. Se enderezó, reprimiendo un gemido, y miró el horizonte con los ojos llenos de lágrimas. Su terror aumentó. Enfrente, a unos centenares de metros, la meseta terminaba. Un acantilado ponía bruscamente fin a toda esperanza.

El resto estaba escrito. Los dos grupos de niños cerrarían filas para avanzar inexorablemente hasta acorralarlo de espaldas al precipicio. Volokine tuvo una idea. No iban armados, de eso estaba seguro. Y solo eran críos. Tres hostias y rompería la línea del frente para echar a correr en sentido inverso. Fácil. Pero los niños, en contacto con los cazadores adultos, señalarían su posición y todo acabaría. No podía más. Su pierna herida lo consumía. Su torso ardía. La fiebre le aprisionaba la cabeza como una mordaza.

Tenía que encontrar la manera de descansar.

De esconderse.

La salvación surgió de un campo de piedras a su izquierda.

Una laguna de donde emergían cientos de rocas afiladas.

Arrastrando la pierna, pegándose cuanto podía a la pendiente, Volo llegó hasta el santuario natural. No era una laguna como había creído. Solo tierra helada en la que parecían haber crecido esas lajas puntiagudas y cubiertas de liquen. Como alargadas cabezas, con el cráneo cubierto de una capa de partículas verdosas, asomando de un estanque. Volo eligió un bloque de un metro de altura, inclinado hacia el acantilado, y cavó. Su idea era esconderse bajo la piedra y arriesgarse a tragar tierra durante todo el día.

Cavó.

Y siguió cavando.

Sangre en los dedos. Uñas astilladas. Aliento entrecortado. La tierra estaba helada. El olor metálico del liquen se le subía a la cabeza. Por fin, el nicho tuvo un tamaño suficiente para meterse dentro. Había desparramado alrededor de la roca la tierra que había extraído. También había tenido cuidado de guardar una capa de musgo, helada, de cerca de un metro cuadrado, para cubrirse con ella a modo de camuflaje. Se deslizó por el agujero, lo cubrió con el liquen y sintió una honda afinidad con los jabalíes que se cazan en Córcega.

Esperó.

El tiempo se medía en latidos cardíacos.

En el enfriamiento del cuerpo.

Nada
.

Siguió esperando.

Se había fundido con la tierra. Con las tinieblas. Y ahora aspiraba la nada. A dejar de existir. Dejar de respirar. Esperar a que los demonios pasaran y huir en la dirección opuesta.

De pronto, los látigos.

Las varas de madera entre las hierbas. Contra las rocas.

Los niños-aulladores se habían dispersado.

Volo se acurrucó. Se hundió en su escondite. Percibía las vibraciones de los bastones que hurgaban por todas partes. Imaginaba a los niños observando cada roca, rodeando cada laja, rascando la tierra y el musgo alrededor. ¿Qué posibilidades tenía?

De pronto, la luz vino a buscarlo a su agujero.

Un parpadeo y vio la pequeña silueta recortándose contra el cielo.

Sin pensar, le tendió el brazo.

Atrajo al crío hasta su escondite.

Antes de que el chaval pudiera gritar, lo golpeó.

Volvió a golpearlo.

Hasta que sintió entre sus brazos el cuerpo blando, inanimado.

Volo atrapó la corteza de liquen, su única protección, y se la echó encima como una mortaja. Percibía a su lado el calor del chico desvanecido. Y se dijo que el círculo de su investigación estaba cerrado. Ahora golpeaba a los niños. Y tal vez, para sobrevivir, se vería en la obligación de matarlos.

Imposible decir cuánto tiempo transcurrió.

Pero ningún otro fue a sacarlo de su guarida.

Con prudencia, apartó el musgo y se atrevió a mirar.

Nadie.

Asomó la cabeza y echó una ojeada alrededor.

Nadie.

Sacó fuera medio cuerpo, alzó la cabeza y observó la meseta en 360 grados.

Absolutamente nadie.

Los chavales se habían marchado.

Por el momento, se había salvado.

Salió de la cueva y sacó al niño al aire libre.

Bastante magullado, pero vivo.

Lo registró. Ninguna arma. Ningún
walkie-talkie
.

Nada que pudiera servirle de inmediato.

Hizo rodar el cuerpo bajo la roca y rogó por que el chico tardara en despertarse.

Se volvió a marchar al trote, hacia la salida del sol.

La caza continuaba.

81

Kasdan no tenía ninguna posibilidad.

63 años.

Ciento diez kilos de carnes agostadas.

Alimentadas con normotímicos y antidepresivos.

Gastadas por el hambre, el cansancio y la angustia.

Un peso muerto frente a una pandilla de chiflados en la flor de su vida, motorizados y armados con fusiles de asalto.

Kasdan caminaba. Caminaba como había caminado por la maleza desde Camerún hasta Nigeria. Caminaba como un robot. Contando vagamente con su comodín: un entrenamiento regular en carrera pedestre que le permitiría acelerar cuando las cosas se pusieran serias.

Por el momento, trataba de encontrar referencias para orientarse. El sol salía por la derecha. Al este. Le parecía que habían ido en línea recta desde Arro, que estaba situado al sur de la Colonia. De modo que caminaba hacia Asunción. No era necesariamente una mala idea. Hartmann, alias Rochas, contaría con su sentido de la orientación y con que intentaría huir en la dirección contraria a la pesadilla, la Colonia. Caminaba pues en la dirección opuesta a la que esperaban. Ese pobre ardid podía ser una ventaja…

Cuando se acercara al recinto, improvisaría. Estaba seguro de que tenía más posibilidades de batirse en las inmediaciones de Asunción que en plena estepa. Acercarse a los muros, a los sólidos edificios, a los hombres. En lugar de tratar de huir solo por el páramo.

Miró el reloj. Los diez minutos de ventaja habían pasado hacía tiempo. ¿Dónde estaba el enemigo? ¿Había partido en la dirección equivocada? Era bastante simple dividir las tropas y surcar la llanura hacia los cuatro puntos cardinales. En poco tiempo, muy poco, tendría a uno de los todoterreno pisándole los talones. Considerando esa posibilidad, barrió su campo de visión y se sintió desesperado. La llanura era un plano uniforme. Ni un refugio, ni un escondite en la superficie que tenía al alcance de la vista.

Oyó el ruido de un motor.

Primero un traqueteo indefinible, como el ronroneo de un avión, luego el bramido más preciso de un vehículo que se tragaba los baches y las rodadas sin reducir la velocidad. Kasdan echó una mirada. Un todoterreno negro se dirigía hacia él en medio de una nube de polvo y de hierbas arrancadas.

Kasdan pensó en la desigualdad de las fuerzas y sonrió.

«Ha llegado el momento de ponerse las pilas, colega.»

Aceleró el paso como hacía cada mañana en el bois de Vincennes, reteniendo primero las zancadas para hacer un calentamiento progresivo. Esa primera etapa no fue larga. Sus músculos ya estaban a tono por la marcha intensiva de los últimos minutos. Pasó a la segunda. Luego a la tercera.

Cuando el vehículo se hallaba realmente a su espalda, Kasdan ya corría, y sentía que los órganos de su cuerpo se activaban. Captó el bramido de un motor. El cacharro luchaba contra las zanjas, los montículos, los peñascos. Sentía que la sombra del vehículo se acercaba… Dio un giro brutal y aceleró. Otro giro. Ese juego del gato y el ratón no duraría. Kasdan no podía confiar en ningún obstáculo. A pesar del relieve del terreno, el cacharro lo seguía sin dificultad.

Bramido del motor. Sus perseguidores estaban a solo un metro. Tomó hacia la derecha otra vez, en una pirueta de bailarín. Luego hacia la izquierda. Echó una mirada. Lo que vio entre dos jadeos era la imagen de su final. Un hombre estaba de pie sobre el estribo del vehículo, amarrado a la baca del techo, con una especie de caña de pescar en la mano. Nuevo contoneo a la derecha. Luego a la derecha otra vez; cosa de variar los ardides. Nueva ojeada. Dos novedades. La caña era una pértiga que llevaba un lazo en el extremo: como esos artilugios que utilizan los jinetes mongoles para atrapar a los caballos. El cazador era Rochas hijo.

Kasdan no daba más de sí. No era la sensación de ardor en sus pulmones. Ni su garganta que tragaba bocanadas de aire como una caldera hambrienta. Era una lasitud extrema, un gran límite que vibraba a través de todo su cuerpo. Había cruzado su umbral de tolerancia. Su energía de sexagenario se había agotado.

En ese instante, sintiendo que el final se acercaba, Kasdan encogió los hombros, como para facilitarle la tarea al cazador. El lazo lo rodeó. El todoterreno frenó. La cuerda se tensó sobre su vientre y le comprimió los brazos contra las costillas. Movido por un rapto de inspiración, Kasdan se dejó caer brutalmente. Después de todo, ciento diez kilos no eran moco de pavo. La caída pilló desprevenido al cazador. El lazo se tensó más. La pértiga se dobló. El movimiento arrastró a Rochas hijo. Kasdan esperaba que el otro soltara la presa. Pero automáticamente comprendió que el cazador también estaba atado a la pértiga. Los dos se hallaban indisociablemente unidos, llevados ahora por el impulso de la camioneta. Kasdan fue arrastrado varios metros, hasta que el todoterreno se detuvo definitivamente.

Oyó una voz jadeante.

—¡Por Dios! ¡Sacadme de aquí!

Alzó la vista. Visión en diagonal. Uno de los hombres saltó fuera del vehículo. Rodeó la camioneta. Trepó al estribo, cuchillo en mano, para liberar a Rochas. En ese instante, y solo en ese instante, Kasdan supo que todavía le quedaba un as en la manga.

Rochas se liberó de la cuerda con dificultad y se abalanzó sobre Kasdan, con la pértiga en la mano y el semblante desfigurado por la rabia y la asfixia. Titubeaba, como un boxeador que acaba de recibir un directo en el hígado. Cuando estuvieron a una distancia suficiente como para volver a atacar, Kasdan se recobró de golpe. Golpeó con los pies la entrepierna de Rochas hijo, que se quedó sin aliento. Kasdan se enderezó sobre las rodillas. No intentó liberarse del lazo. Hubiera desperdiciado el segundo que tenía a su disposición. Estiró los antebrazos. Hundió la mano en el cuello del cazador. Tiró del anorak, lo atrajo hacia él y le asestó un cabezazo que lo redujo brutalmente. La nariz de Rochas estalló. El hombre se dobló con un alarido y chorreando sangre, pero Kasdan, sin soltar el plumón, encontró con la otra mano el punto débil bajo el anorak abierto. En el cinturón tenía una pistola en una funda con cierre de Velero. Arrancó el Velero. Cogió el arma. Apostó por una corredera cargada y una palanca de seguro desbloqueada. Apretó el gatillo. El disparo proyectó al enemigo a dos metros.

Toda la operación no había durado ni tres segundos. Y todo había sucedido a espaldas de los otros dos agresores, pues el cuerpo de Rochas hacía de pantalla. Ahora su campo de visión estaba libre. Disparó y disparó. El hombre que tenía un cuchillo en la mano recibió una de las balas. Giró sobre sí mismo como si hubiera mordido un anzuelo. El conductor arrancó mientras los cristales volaban en pedazos.

En posición de disparar, Kasdan, todavía con el lazo alrededor del torso, apretó otra vez el gatillo apuntando al cacharro, que se alejaba a toda velocidad en medio de un torbellino de hierbas y de tierra. Luego, alertado por un reflejo, se dio la vuelta con las dos manos aferrando el arma. Lanzó tres disparos a Rochas hijo, que acababa de levantarse. El hombre salió propulsado nuevamente varios metros hacia atrás; su torso era un enorme agujero de carnes calcinadas. La llanura seguía siendo igual de vasta, seguía estando igual de desnuda, pero Kasdan se sentía como un pozo de energía, un cráter ardiente listo para escupir su lava a aquel que pretendiera tocarle las narices.

El percutor se hundió en la cámara vacía. Kasdan tiró la automática. Abrió los brazos. Se liberó del lazo. Esa operación le llevó varias decenas de segundos. Tiempo suficiente para que el pasajero herido resucitara. El hombre desenfundó. Kasdan vio, furioso, su única salida: una gran piedra, posada sobre la hierba, entre ambos. Se agachó, arrancó la piedra, la levantó sobre el hombre. El tirador le apuntaba con su arma. Estaba perdido. Pero el adversario, en un acto reflejo incomprensible, hundió la cabeza entre los hombros en lugar de apretar el gatillo. Craso error. La piedra le aplastó el cráneo como si de un huevo se tratara.

Kasdan cayó hacia atrás, tocó el suelo antes incluso que su víctima, que se tambaleó y se desplomó con la caja craneal aplastada.

Silencio.

Borrascas.

Punzadas en las sienes.

No pensar. No analizar. Dejar que el animal se expresara en él. Se levantó; las piernas le flaqueaban. Primer reflejo. Coger el arma del cadáver. Segundo reflejo. Buscar los cargadores en los bolsillos de los hombres que había en el suelo. De paso, buscar la automática de Rochas hijo. En un rincón de su conciencia identificó los modelos. M9 Beretta en inoxidable, con mira de tres puntos. USP.45 H amp;K equipada con lámpara táctica y mira láser. Deslizó las dos armas en el cinto.

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