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Authors: Brian Lumley

El origen del mal (3 page)

Este lugar, tierra propicia a la producción de extraños monstruos…

Volvió a colocarse en la misma postura de antes, cogió de nuevo los prismáticos y se los acercó a los ojos. En el fondo del barranco, donde la accidentada carretera recorría el desfiladero hasta las imponentes paredes gemelas del dique y la curvada superficie de plomo que se extendía entre ellas, se abría una cavernosa entrada en el acantilado por la que salía la luz. El último camión dejó la carretera para girar a la izquierda, en dirección a una zona llana, después de colocarse tras unas grandes puertas de plomo provistas de ruedas y enmarcadas de acero. Un grupo de hombres vestidos de amarillo que se encargaban de dirigir el tráfico hicieron señales con unos banderines y el camión entró ruidosamente. Al poco rato se perdió de vista, después de lo cual lo siguieron hacia el interior del acantilado, desde donde irradiaba aquella luz cegadora. Otros hombres venían corriendo por la carretera, recogiendo al mismo tiempo las baliza de luz destellante que iluminaban el camino. Al llegar a las grandes puertas, éstas se cerraron, pero había quedado abierta una portezuela lateral, semejante a la puerta de una cueva, por la que emergía un haz de luz amarilla. Los hombres que llevaban las balizas entraron por ella y la puerta se cerró. Los focos que iluminaban el paso desde arriba se apagaron de pronto y al momento todo quedó sumido en la oscuridad. Únicamente el agua de la presa y el gran escudo de plomo refulgían al reflejar la luz de las estrellas.

Todo el plomo que había allá abajo lo sumía en profundas reflexiones, al igual que las peligrosas cumbres, bastante más radiactivas de lo que parecían a primera vista… y también aquella
Cosa
filmada por el AWACS mientras se escabullía de los aviones de combate americanos. Simonov no pudo reprimir un ligero estremecimiento, que esta vez no era debido al intenso frío reinante. Dobló los prismáticos y los metió en un estuche plano de cuero que deslizó dentro de su anorak, aunque sin quitarse del cuello la correa de piel de la que los llevaba colgados. Todavía se quedó unos momentos allí tumbado, con los ojos clavados en la enigmática sima que se abría allá abajo, mientras por su mente iba desfilando en la oscuridad la secuencia de hechos que había presenciado en Londres, en el film desenfocado que había rodado el AWACS…

Pero, pese a recordarlo, rehuía su recuerdo. ¡Ya era bastante terrible que de vez en cuando poblara sus sueños! ¿Sería posible que aquello…, aquello…, fuera lo que fuese, hubiera salido precisamente de allí? ¿Una mutación monstruosa? ¿Un guerrero clónico gigantesco y odioso conjurado por algún experimento increíble de un genetista enloquecido? ¿Una arma «biológica» fuera de todas las anteriores experiencias del hombre, fuera totalmente de su comprensión? Para eso estaba allí, para descubrirlo. O mejor dicho, esto es lo que debía probar de manera concluyente: que era éste el lugar donde aquella
Cosa
había nacido o donde había sido fabricada: aquel hervidero, aquella pulsación, todo aquel retorcimiento…

La nieve crujió levemente bajo una pisada furtiva
.

Simonov se puso en pie de un salto y al mismo tiempo se giró, lo que le permitió contemplar una cabeza y unos ojos clavados en él que asomaban por encima de una acumulación baja de rocas. Con la pistola automática en la mano, se lanzó tras las piedras que tenía a la izquierda para ampararse en ellas, al tiempo que extendía el brazo derecho, pronto a disparar. Un hombre vestido con una
parka
de un blanco inmaculado seguía agazapado detrás de las piedras con una arma en la mano, apuntando a Simonov. En el instante en que Simonov se arrojó a un lado tuvo tiempo de hacer dos disparos, el primero le alcanzó en el hombro, y al levantarse, el segundo fue a darle en el pecho y lo derribó hacia atrás, dejándolo tumbado en la nieve que cubría a rachas el suelo.

Las sordas detonaciones, amortiguadas por el silencio del arma de Simonov, no habían levantado ecos, pero apenas había tenido tiempo de recobrar el aliento cuando Simonov oyó un ronco y jadeante gruñido a su lado y vio fulgurar repentinamente en el aire un destello plateado que reflejaba la luz de la luna. Del espacio cubierto de nieve que Simonov tenía a su izquierda, a menos de medio metro de distancia, se levantó de pronto una polvareda de nieve.

—¡Hijo de puta! —oyó que le decían en ruso, mientras aparecía una manaza que agarraba a Simonov por los cabellos y un piolet describía un arco en el aire que, al bajar, le atravesaba la mano que empuñaba el arma a nivel de la muñeca y se la dejaba casi clavada en el terreno pedregoso donde se había situado.

El ruso, tumbado en un hoyo lleno de nieve, le había estado aguardando. Ahora se abalanzó hacia él, tratando de descargar todo su corpachón sobre Simonov. El agente tuvo tiempo de ver una cara de tez cetrina, una hilera de dientes blancos y fieros, enmarcados por una barba y un collarín de pieles blancas, y descargó sobre ella con toda su fuerza un terrible golpe con el codo izquierdo. Se oyó un crujido de huesos y dientes y el ruso profirió un grito acompañado de un estertor, aunque no por ello soltó a Simonov, al que continuaba agarrando por los cabellos. Después, lanzando imprecaciones, el gigantesco soviético levantó el piolet para asestar un segundo golpe.

Simonov trató de servirse del arma, pero todo fue inútil. Sentía la mano inerte, que le colgaba como un pez atravesado por el arpón. El ruso se dobló sobre él, dejando que la sangre goteara sobre Simonov, al que ahora tenía agarrado por el cuello, y volvió a levantar el pico en el aire en actitud amenazadora.

—¡Karl! —se oyó decir a otra voz amparada en las sombras de otras piedras— ¡Lo queremos vivo!

—¿Muy vivo o poco vivo?

Karl masculló las palabras entre esputos de sangre, aunque soltó el piolet enseguida y con un puño duro como el hierro sujetó a Simonov en el suelo apretándole la frente. El espía sintió que se desmayaba, lo que casi supuso para él un alivio.

De la oscuridad surgió una tercera figura, otro ruso, que se colocó al lado de Simonov, ahora boca abajo. Después de comprobar el pulso del hombre inconsciente dijo:

—¿Estás bien, Karl? Si te encuentras en condiciones de hacerlo, ve a ver cómo está Boris. Me parece que éste le ha metido en el cuerpo un par de balas.

—¿Te parece? Bueno, yo estaba más cerca de él que tú y te aseguro que sí —refunfuñó Karl.

Tocándose cuidadosamente su maltrecha cara con dedos temblorosos, se acercó a Boris, que estaba despatarrado en el suelo.

—¿Está muerto? —dijo en voz baja el hombre colocado de rodillas al lado de Simonov.

—De muerto nada —rezongó Karl—, ¡ojalá estuviera muerto!

Y señaló a Simonov con un dedo acusador.

—Ha matado a Boris, me ha hecho polvo la cara… tendrías que dejar que le machacara la cabeza.

—No me parece muy original —le cortó el otro; después, se levantó.

Aquel tipo era alto y más delgado que una vara, pese incluso a su voluminosa
parka
. Tenía la cara pálida, labios finos y expresión sardónica vista a la luz de la luna, los ojos hundidos y oscuros brillaban como joyas. Se llamaba Chingiz Khuv y era comandante, pero en la rama especializada de la KGB donde trabajaba había que evitar los uniformes y el uso de títulos y graduaciones. El anonimato aumentaba la productividad y aseguraba la longevidad. Khuv había olvidado quién había dicho aquella frase, pero se adhería plenamente a ella. El anonimato conseguía esas dos cosas, pero había que asegurarse al mismo tiempo que no disminuyera la autoridad.

—Es un enemigo nuestro, ¿sí o no? —refunfuñó Karl.

—Sí, pero no es más que una persona y nuestros enemigos son muchos. Estoy de acuerdo contigo en que sería formidable retorcerle el pescuezo y a lo mejor tienes oportunidad de hacerlo…, pero no será antes de que yo le haya hecho papilla los sesos.

—Necesito que me atiendan —dijo Karl, frotándose un poco de nieve suavemente por la cara.

—A él le ocurre lo mismo —dijo indicando con un gesto a Simonov— y también al pobre Boris.

Volvió a su escondrijo entre las rocas y sacó una radio de bolsillo, extendió la antena y, hablando por el micrófono, dijo:

—Zero… aquí Khuv. Envía enseguida el helicóptero de socorro. Estamos a un kilómetro del Projekt río arriba, en la parte superior del centro oriental. El piloto verá la antorcha… Cambio.

—Zero… voy enseguida, camarada… Cambio y corto —fue la respuesta, aguda y acompañada de ruidos.

Khuv cogió una antorcha, la prendió, la hincó en el suelo y apiló nieve a su alrededor. Inmediatamente después bajó la cremallera del anorak de Simonov y comenzó a revolverle los bolsillos. No había mucha cosa: los prismáticos de visión nocturna, cargadores suplementarios para el arma automática, cigarrillos rusos, una fotografía ligeramente arrugada de una esbelta campesina sentada en un campo de margaritas, un lápiz y un pequeño bloc, media docena de cerillas sueltas, un carnet «oficial» del servicio secreto soviético y una barra curvada de goma de un centímetro de grueso por cinco centímetros de largo. Khuv observó unos momentos el trozo de goma negra, en el que divisó unas marcas que parecían…

—¡Marcas de dientes! —dijo, asintiendo con la cabeza.

—¿Cómo? —masculló Karl.

Se había acercado a Khuv para ver qué hacía. Hablaba a través de un puñado de nieve con el que pretendía restañar las heridas que tenía en la nariz y en los labios.

—¿Qué has dicho? ¿Marcas de dientes?

Khuv le mostró la goma.

—Es un protector de las encías —le informó—. Seguro que lo usa por las noches, para evitar que le rechinen los dientes.

Se pusieron de rodillas al lado de Simonov y Karl comenzó a manipular sus mandíbulas. El hombre, que estaba inconsciente, se quejó y se resistió un poco, hasta que finalmente se rindió a la presión de las manazas del ruso. Karl le obligó a abrir la boca y dijo:

—Llevo una linterna en forma de lápiz en el bolsillo de arriba.

Khuv hurgó en el bolsillo del otro y le sacó la linterna, con la que iluminó la boca de Simonov. En la mandíbula inferior, a la izquierda, muy atrás, la segunda pieza contando desde la muela del juicio… A primera vista parecía una muela empastada, pero, si se observaba con más atención, era evidente que se trataba de una muela hueca, dentro de la cual se alojaba un minúsculo cilindro. Había desaparecido parte del esmalte, que dejaba ver el metal brillante que se encontraba debajo.

—¿Cianuro? —se preguntó Karl.

—No, actualmente tienen algo mejor —respondió Khuv—. Es instantáneo y totalmente indoloro. Mejor que se lo saquemos antes de que despierte. No se sabe nunca… a lo mejor se empeña en convertirse en un héroe.

—Vuélvele la cara del lado izquierdo y acércasela al suelo —masculló Karl.

Había puesto las armas de Simonov y de Boris en uno de sus bolsillos y ahora las sacó para usar la culata del arma de Simonov como palanca para separarle las mandíbulas. El arma de su camarada muerto tenía un cañón largo y fino.

—¡Ésta no me hará más daño a mí que a él! —masculló Karl—. Me figuro que a Boris le gustaría saber que utilizo su arma.

—¿Cómo? —le gritó Khuv—. ¿Te gustaría dispararle? Vas a estropearle la cara y a lo mejor se muere del susto.

—Me encantaría pegarle un tiro —respondió Karl—, pero no es ésa mi intención.

Puso el talón sobre la culata del revólver.

Khuv miró para el otro lado. Esta parte era para gente como Karl.

A Khuv le gustaba pensar que él estaba un poco por encima de la simple brutalidad animal. Miró por encima del borde del acantilado, hizo rechinar los dientes en una especie de morbosa empatia al oír que Karl daba un golpe con el mango del martillo en la culata del arma.

—¡Ya está! —dijo Karl con aire de satisfacción—. ¡Terminado!

En realidad le había sacado dos dientes completos, la muela que contenía el cilindro y la vecina. Ahora metió un dedo pringoso en la boca llena de sangre de Simonov para hacerse con las muelas.

—Todo terminado —volvió a decir Karl—, y además no he roto el cilindro. Fíjate que tiene la tapadera puesta. Ya estaba a punto de volver en sí, creo, pero ahora el dolor lo mantendrá atontado.

—Lo has hecho perfectamente —dijo Khuv con un leve estremecimiento—. Métele un poco de nieve en la boca… pero no mucha.

E inclinando la cabeza, añadió:

—¡Ya vienen!

Desde el fondo del precipicio llegaba una luz tenue y artificial, como los rayos de un falso amanecer que se presentara a oleadas. Ahora iba aclarándose rápidamente. Con la luz llegó el sonido intermitente y cortante de los rotores de un helicóptero…

Jazz Simmons estaba cayendo, cayendo, cayendo… Estaba en la cima de una montaña y caía sin saber cómo. Era una montaña altísima y tardaría mucho tiempo en llegar al suelo. La verdad es que hacía tanto rato que estaba cayendo que más bien parecía estar flotando. Flotaba en el aire, despatarrado como una rana, en caída libre, igual que un experto paracaidista que estuviese aguardando el momento oportuno para abrir el paracaídas. Lo que pasaba es que Jazz no tenía paracaídas. Debía de haberse golpeado con algo al caer, porque tenía la boca llena de sangre.

Las náuseas y el vómito lo sacaron de la pesadilla para sumirlo en una realidad todavía peor que una pesadilla. ¡Estaba cayendo de veras! Súbitamente lo recordó todo y el pensamiento iluminó su cabeza.

¡Oh, Dios santo! ¡Me han arrojado por el precipicio!

Pero en realidad no caía, sino que flotaba. Por lo menos esta parte del sueño era real. Y ahora, mientras su cerebro empezaba a funcionar y la impresión parecía irse atenuando un poco, sintió la fuerte presión de las correas y la enorme fuerza del aire que proyectaba el gran ventilador del helicóptero, situado más arriba de su cabeza. Estiró el cuello y retorció el cuerpo y con grandes esfuerzos consiguió dirigir la vista hacia arriba. Encima tenía un helicóptero que con sus faros iluminaba las profundidades de la sima, pero encima mismo de su cabeza…

Encima mismo de su cabeza un hombre muerto giraba lentamente suspendido de una cuerda, suspendido de un gancho por el cinturón, los brazos y las piernas colgando fláccidamente. Sus apagados ojos estaban abiertos y cada vez que se daba la vuelta se clavaban en los de Jazz. Por las manchas carmesí que destacaban en su blanca
parka
, Jazz supuso que se trataba del hombre contra el cual había disparado.

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