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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (46 page)

Las paredes se veían desnudas, ni escudos de armas ni relieves o dibujos esclarecedores. Tan sólo rompía del desabrigo de los muros una abertura a la izquierda al final de la bóveda. Sobre ella, posiblemente dibujado con la punta de un cuchillo, una espada que parecía una cruz o viceversa. Javier recordó la espada del museo, la espada del tejado desplomado y la espada de la tumba que yacía a las puertas de la iglesia. Era una nueva señal. Conectó la PDA y leyó la última de las pistas.

La vida es el principio de la muerte, mas la muerte da comienzo a la vida.

No había nada relativo a espadas o cruces. Pero no existía otro camino. Se volvió, Alex y el doctor Salvatierra permanecían sobrecogidos por el escenario. El agente les hizo una señal en dirección al agujero que se adivinaba.

—Iré a echar un vistazo.

Caminó con cuidado de no pisar ningún hueso aunque era inevitable tropezar con un fémur que se hacía polvo con su peso o con una calavera amarillenta. El médico y la inglesa, sumidos en la oscuridad, veían la luz alejarse y oían el crujido de los huesos al andar sobre ellos. Unos metros más allá, el resplandor de la linterna desapareció al penetrar Javier en ese agujero. Se trataba de un túnel que se dirigía al sur. Una suave corriente le acariciaba la cara, era evidente que desembocaba en una salida.

Nasiff conducía el vehículo cuando accedieron al barco. El buque mantenía abierto el portalón de popa para el acceso al parking. Era el primer viaje del terrorista a Ceuta. Pese a los años de experiencia en Al Qaeda jamás había montado en barco, y era una experiencia que le apetecía disfrutar. Jalif, sin embargo, recorrió durante años la ruta marítima entre Dubai en los Emiratos Árabes y Bushehr en Irán.

La parte trasera de la furgoneta se mantenía completamente aislada. Las ventanas y las paredes estaban insonorizadas. Además, la secuestrada había sido sedada convenientemente poco antes de llegar a Algeciras. Los terroristas calcularon todos los detalles para que la operación de intercambio se llevara a cabo con todas las garantías. Su jefe había elegido Ceuta, los terroristas no sabían por qué, pero habían aceptado sin rechistar como siempre. Tal vez, pensó Jalif, la razón residía en su situación geográfica como ciudad cerrada entre una frontera y un mar, con difícil acceso para tropas de élite sin levantar sospechas. Al Qaeda no disponía de infraestructura salvo una célula desinformada y mal equipada aunque no necesitaban más. Sería suficiente con situarla en los puntos clave de entrada a la ciudad: puerto, helipuerto y frontera, para controlar el acceso a la localidad. El terrorista se sonrió, la operación no podía acabar mal.

Lo que no sabía es que para Azîm el Harrak era también una forma de golpear al enemigo. Desde la creación de Al Qaeda, la presencia de infieles en ese punto del Norte de África había supuesto una afrenta que los sucesivos líderes de la organización terrorista no conseguían desterrar. Que el comienzo de su operación contra Occidente se produjera en esta ciudad era ya de por sí un pequeño triunfo, decidió El Harrak cuando planificaba el secuestro.

Dejaron el vehículo en el parking y subieron a cubierta. Nasiff deseaba contemplar el paisaje camino de la otra orilla del Estrecho de Gibraltar. El trayecto entre Europa y África apenas duraba treinta minutos, tiempo suficiente para admirar las vistas desde proa.

Cuando el viaje comenzó, el terrorista ya se hallaba en uno de los asientos dispuestos frente a la cristalera panorámica. El mar se abría ante él, un mar de un color azul oscuro. Había oído alguna vez que el Estrecho de Gibraltar era un lugar embravecido por el enfrentamiento constante del Mediterráneo y el Atlántico. Sin embargo aquel día no se movía. Era como cruzar un estanque. En unos minutos dejaron atrás el Peñón británico y las montañas que bordean Tarifa al otro lado, y unos kilómetros después se enfrentaron con el relieve de la Sierra del Rif, al oeste de Ceuta. Las últimas estribaciones de la cadena montañosa norteafricana se asemejaban a una mujer acostada sobre su espalda con los pechos desafiando al cielo y los pies lamidos por las transparentes aguas del Estrecho. Era la
Mujer Muerta,
como la llaman los ceutíes, o
Yebel Musa
según los marroquíes. Nasiff había tenido tiempo de documentarse durante el largo camino recorrido desde San Petersburgo. Un poco más hacia el este aparecía Ceuta, pequeña aún en el horizonte, con el
Monte Hacho
a un lado, una de las dos bases de las famosas columnas de Hércules. El terrorista se había informado a conciencia como siempre que ejecutaba cualquier misión. Solía decir que había que acudir a las ciudades objetivo como si se hubiera nacido en ellas, esa constituía la única manera, según explicaba a sus alumnos de los campamentos que había dirigido en Afganistán, de camuflarse sin imprudencias. Jalif, por el contrario, era de gatillo rápido y menos procedimiento previo.

Entraron en la bahía con el sol poniéndose, lo que ofreció a Nasiff una oportunidad de observar cómo las tonalidades ocres bañaban calles, edificios, montañas, el mar.

—Tienes que reconocer, hermano, que Alá ha cuidado bien esta ciudad —le dijo a su compañero cuando accedían al interior del coche.

El otro hizo un gesto cansino y se acomodó en su asiento.

El agente regresó corriendo hasta el lugar dónde había abandonado a sus compañeros. Jadeaba por la excitación y la carrera. Esta vez no tuvo ninguna precaución al pasar por encima de los huesos, lo que le valió un par de resbalones traicioneros que no dieron con él en el suelo de puro milagro. No obstante, la suerte no le habría de durar mucho y cuando veía a Alex y al doctor Salvatierra al alcance de su mano, el pie izquierdo se empotró entre un peroné y un fémur cruzados, y acabó cayendo sobre despojos y ratas.

Alex se precipitó a socorrerle aunque Javier ya se levantaba.

—Ha sido sólo un rasguño —le decía mientras se sacudía la ropa—. Lo importante es que estamos a un tris de conseguirlo.

—¿Has encontrado la forma de salir?

—Mejor, he encontrado la tumba.

—¿La tumba? —Preguntó extrañada la inglesa.

—Sí, la tumba del caballero Don Fernando. El médico se levantó precipitadamente.

—Allí..., allí es donde está el manuscrito —aseguró preso del ardor del momento—. Llévanos Javier. Creo que has dado con la clave.

El agente sonrió exageradamente ante Alex.

—Acompáñenme, les llevaré ante lo que buscan —anunció con un movimiento cómico.

La inglesa agarró al médico del brazo y los dos le siguieron poniendo mucha atención en cada paso. Javier caminaba por delante alumbrando el suelo. Pasados varios minutos, alcanzaron el túnel por el que el agente había entrado poco antes. La luz amarillenta de la linterna en la boca del largo pasillo le confería un aspecto tenebroso, aunque cualquier cosa sería mejor que el panorama que les ofrecía el osario, pensó Alex. Una vez superada la dificultad de los huesos caminaron con mayor rapidez, alcanzando el final de la galería en poco tiempo.

—Además de la tumba, has encontrado la salida —advirtió el médico—. Está claro que el aire se mueve hacia nosotros. Por fuerza ha de haber un lugar por el que entra.

—Ya me había percatado —respondió el agente mientras asentía.

—¿Has abierto la tumba? —Preguntó Alex, vivamente interesada.

—No, aún no. Quise avisaros primero ¿Hice bien?

—Por supuesto, por supuesto... —Intervino el médico.

Un centenar de metros por delante se encontraron con dos figuras acostadas una junto a la otra en una especie de ensanche al final del corredor. Eran las estatuas de Don Fernando y su amada sobre dos tumbas. Él llevaba entre sus manos una espada parecida a una cruz y ella un libro. El médico se acercó lentamente hasta la escultura de la l' posa del caballero. Se besó la mano y la puso sobre su cara.

—¡Cuánto dolor debiste sufrir!

Se inclinó hacia el libro y leyó
Aquí está el fin.

—Temían profundamente que este documento desatara los males del averno. Tal vez tuvieran razón...

—O tal vez no, pero eso no es ahora lo importante —señaló Alex—. Lo importante ahora es tu mujer.

—¿Mi mujer? —El médico se quedó un momento en suspenso, como si recorriera el laberinto de su mente—. Sí, debemos acudir junto a ella. Si al menos estuviera Javier.

El agente buscaba en ese momento una salida.

—Claro que está. ¿No ves esa luz? Es él —le indicó la inglesa intranquila ante su actitud. Los sucesos de los últimos días habían ejercido una enorme presión sobre él. Estaba cansado y confundido—. Descansa un momento mientras Javier se encarga de encontrar una forma de escapar.

El médico aceptó y se acomodó sobre una roca. Alex mientras tanto accionó un resorte junto a la cabeza de la estatua recostada de la mujer y los brazos de ésta se abrieron, descubriendo un cofre de madera labrada. En su interior, una bolsa de cuero cerrada con un cordón de cáñamo, y dentro un pergamino de piel de oveja. Era el manuscrito.

Alex lo observaba con atención, casi sin creer lo que tenía entre las manos. Llevaba varios días oyendo hablar del documento. Casi se había convertido en el centro de su vida. Por poco olvida, incluso, que no era más que un vehículo para encontrar al asesino de su padre. Ahora lo tenía frente a sí, sujetándolo con reverencia. Lo tocaba con miedo, como si temiese que cualquier presión pudiera acabar con él. Lo contempló un par de veces más sin atreverse a desdoblarlo y lo guardó de nuevo en la bolsa, y ésta en la caja.

El médico la miró un momento. Pero no parecía reconocerla.

—¿Estás bien?

—Sí, Silvia.

—¿Silvia? —Alex se preocupó. Tenían que salir de allí cuanto antes, el médico no se encontraba bien.

Javier había subido por una escalera de mano construida junto a las tumbas tratando de hallar una salida sobre ellos.

—Ahora volverá Javier y saldremos fuera, donde el aire fresco te vendrá...

En ese instante, el agente saltó de la nada, cayendo a dos pasos de la inglesa y el doctor.

—Estamos de enhorabuena. Allá arriba he encontrado una losa de más o menos dos metros de larga. Probablemente sea la que vimos a la entrada de la iglesia. Tiene un mecanismo de apertura sencillo que aún funciona. Lo he comprobado. Lo mejor es que... ¿Qué le ocurre? —Preguntó al ver el rostro blanquecino del médico.

—No se siente bien. Eso es todo.

—Será mejor que suba yo primero, debemos tener cuidado con aquel desconocido, puede que nos esté esperando. Después irá el médico y, finalmente, tú... —Javier calló de repente—¿Eso es?

—Sí, lo es. Ahora lo principal es salir de aquí —replicó Alex con un gesto de cansancio.

El agente estuvo tentado de arrebatárselo pero se obligó a apartarse y subir por la escalera. Ascendió con pesadez hasta alcanzar de nuevo la losa, accionó el artilugio que la abría y echó un rápido vistazo. Fuera apenas había luz, la tarde había ido descendiendo sobre el pueblo como una enorme nube que empañaba todo el firmamento hasta dar paso a una noche sin luna. Eso les proporcionaba ventaja sobre su perseguidor. Accionó la apertura de puertas del automóvil con el mando a distancia confiando en que no les esperaran mayores sorpresas y bajó a mayor velocidad.

—No parece que haya peligro. Saldré a la superficie y me apostaré cerca de la tumba, cuando ya no me veas cuenta hasta treinta y luego subes —dijo dirigiéndose al médico—. Ten cuidado con los peldaños, algunos resbalan un poco por el moho. Después te tocará a ti.

Javier desapareció de nuevo por la escalera dejando a oscuras al médico y a Alex. Ambos se agarraban del brazo. El médico le apretó la mano a la inglesa. ¿Habrá acabado todo? En ese momento recordó a David, quizá recupere a Silvia pero él jamás regresará. Pese a haber encontrado el manuscrito no sentía regocijo alguno, se encontraba físicamente extenuado y también desfallecía su mente y su alma. Había perdido tantos años. Ahora lo entendía bien, su carácter, su firmeza a la hora de educar a David habían supuesto una barrera infranqueable en la relación con su hijo y con su esposa. ¿Cómo solucionarlo? No se le ocurría ya nada, por lo menos en el caso de David. Quizá Javier pueda mover algunos hilos para buscarle de nuevo, si no está muerto. Estas últimas palabras le punzaron como un cuchillo puntiagudo que se adentra fácilmente en la carne.

Un ruido a su espalda le sacó de sus divagaciones.

—¿Has oído eso?

Alex negó. Pensaba en su padre y en Jeff.

—Debes darte prisa en subir, en cuánto esté a la altura suficiente te agarras a la escalera, no esperes.

—Javier tiene razón, hay que esperar a que acabes de ascender. Podría no soportar el peso de ambos.

El médico le apretó el brazo en un gesto cariñoso.

—No tardes mucho, por favor.

La ternura de su voz la embriagó. Le recordaba a su padre, cuánta falta le hacía ahora. Le devolvió la caricia y se acercó a su cara y le plantó un beso en la mejilla. Después le colgó del cuello el cofrecillo que guardaba el manuscrito.

—¡Hala! Sube rápido que tenemos que buscar a Silvia.

El médico sonrió, aunque Alex no lo pudo apreciar en la penumbra, y se soltó de ella. En ese momento se agarró a la escalera y comenzó a subir con mucho cuidado. En Madrid salía a correr de vez en cuando, una o dos veces a la semana dependiendo de las guardias, sin bien se trataba de suaves paseos un tanto rápidos, no de verdadera carreras. Ahora el esfuerzo sería mayor. A medida que ascendía iba distinguiendo mejor la claridad del exterior. Pocos peldaños más y Javier le ofrecería su mano para escapar de esta pesadilla. ¡El manuscrito! Se apoyó con el cuerpo en la escalera y buscó a tientas la caja que llevaba colgada del cuello, había sentido un tirón y ahora no estaba seguro de mantenerlo. Afortunadamente comprobó que lo llevaba en la espalda sujeto al cuello por el cordón, en algún momento se había desplazado.

—Doctor —susurró el agente dos metros por encima.

—Sí, ya voy, ya... —Las palabras del médico se interrumpían por sus jadeos, el trabajo de escalar había sido superior a lo que imaginó allá abajo, donde aún esperaba Alex. ¡Alex seguía en esa catacumba subterránea!, casi lo había olvidado con la fatiga del ascenso. Apretó las manos sobre el siguiente peldaño de la escala y reemprendió la subida con toda la rapidez que sus cansados músculos le permitieron.

—Coge mi mano. —El agente se había tendido en el suelo y mantenía el brazo dentro del agujero para alcanzar al médico cuanto antes.

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