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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (37 page)

Le habló brevemente de lo que ocurría con Maya, de que el gato la había poseído y las consecuencias que ello conllevaba. Shigeko escuchó en silencio, sin expresar conmoción ni horror, por lo que Takeo se sintió curiosamente agradecido hacia su hija.

—Maya pasará el invierno en Hofu, junto a Taku —le anunció.

—Entonces, estaremos en contacto con ellos. Y también vigilaremos de cerca a Zenko. No debes preocuparte demasiado, Padre. En la Senda del
houou
a menudo encontramos cosas parecidas. Gemba sabe mucho sobre la posesión por parte de animales, y he aprendido de él.

—¿Crees que tu hermana debería ir a Terayama?

—Acudirá allí en el momento oportuno —Shigeko sonrió con gentileza y continuó:— Todos los espíritus buscan un poder superior que pueda controlarlos y ofrecerles la paz.

Un escalofrío recorrió la espalda de Takeo. Su hija parecía una desconocida, imbuida de sabiduría y de misterio. De repente se acordó de la mujer ciega que había pronunciado la profecía, que le había llamado por su nombre de agua y le conoció por quien en verdad era. "Debo regresar allí. Iré en peregrinación a la montaña el año que viene, después de que nazca mi hijo y tras el viaje a la capital", pensó.

Percibió que Shigeko tenía el mismo poder espiritual que la anciana de la gruta. La propia alma de Takeo se aligeró al abrazar a su hija y darle las buenas noches.

—Creo que se lo tendrías que contar a mi madre —puntualizó Shigeko—. No deberías ocultarle nada. Cuéntale lo de Maya. Cuéntaselo todo.

28

Kumamoto, la ciudad fortificada de Arai, se hallaba en el extremo suroeste de los Tres Países, rodeada de montañas abundantes en mineral de hierro y carbón. Estos recursos habían conducido al establecimiento de una industria floreciente de todo tipo de artículos de metal, como pucheros o hervidores de agua, pero en lo que más destacaba era en la fabricación de espadas. Kumamoto contaba con famosos herreros y célebres fraguas que además, en los últimos años, habían adoptado el lucrativo negocio de la fabricación de armas de fuego.

—Sería provechoso si los Otori nos permitieran producir las suficientes como para cubrir la demanda —gruñó el anciano llamado Koji—. ¡Aviva el fuego, chico!

Hisao manipuló los mangos del enorme fuelle y las llamas del horno ardieron aún con más fuerza, despidiendo un calor tan intenso que le achicharraba la cara y las manos. No le importaba, porque el invierno se había instalado desde que llegaran a Kumamoto dos semanas atrás; un viento cortante soplaba desde el mar plomizo y todas las noches helaba.

—¿Qué derecho tienen a dictar a los Arai lo que tenemos o no tenemos que hacer, lo que podemos vender y lo que está prohibido? —prosiguió Koji.

Hisao escuchaba las mismas quejas por todas partes. Su padre le comentó, con no poca satisfacción, que los lacayos de Arai fomentaban rumores constantemente, avivando antiguas querellas contra los Otori, cuestionando por qué Kumamoto obedecía ahora a Hagi si Arai Daiichi había ganado en combate la totalidad del territorio de los Tres Países, al contrario que Otori Takeo quien, sencillamente, había tenido suerte al aprovecharse de un terremoto y causar la vergonzante muerte del señor Arai con la misma arma de fuego que ahora le negaba al clan.

Al llegar a Kumamoto, Akio e Hisao se enteraron de que Zenko se encontraba ausente, que había sido convocado a Maruyama por el señor Otori.

—Le trata como a un sirviente —se quejó el posadero la primera noche, durante la cena—. Espera de él que lo deje todo y acuda corriendo. ¿No es suficiente que los Otori retengan a sus hijos como rehenes?

—Le gusta humillar a sus aliados tanto como a sus enemigos —señaló Akio—. Eso gratifica su propia vanidad; pero su fortaleza es sólo aparente. Acabará por caer, y arrastrará con él a todos los Otori.

—Ese día será una fiesta para Kumamoto —repuso el otro hombre, recogiendo los platos y regresando a la cocina.

—Esperaremos hasta que regrese Arai Zenko —comunicó Akio a Kazuo.

—Entonces necesitaremos fondos —replicó éste—. Sobre todo ahora que el invierno está a las puertas. El dinero de Jizaemon se está acabando.

Hisao sabía que en esta ciudad situada tan al oeste había pocas familias de los Kikuta, y que éstas habían perdido buena parte de su poder e influencia durante los años de gobierno Otori. Sin embargo, días más tarde, un joven de rasgos pronunciados vino a visitar a Akio al atardecer; le saludó con deferencia y regocijo, se dirigió a él como maestro y utilizó el lenguaje y los signos secretos de la familia Kuroda. Se llamaba Yasu; procedía de Hofu y había huido a Kumamoto tras un desagradable asunto relacionado con el contrabando de armas de fuego.

—¡Me convertí en hombre muerto! —bromeó—. El señor Arai tenía que ejecutarme por orden de Otori, pero por suerte me valoraba demasiado y me sustituyó.

—¿Hay muchos como tú que trabajen para Arai?

—Sí, muchos. Los Kuroda siempre han ido con los Muto, como sabes; pero también tenemos fuertes vínculos con los Kikuta. ¡Mira al gran Shintaro! Era mitad Kuroda y mitad Kikuta.

—Fue asesinado por los Otori, como Kotaro —observó Akio en voz baja.

—Hay muchas muertes aún por vengar —convino Yasu—. Era distinto cuando Kenji vivía; desde su fallecimiento, cuando Shizuka se convirtió en cabeza de la familia, las cosas han cambiado. Nadie está contento. Primero porque no es correcto que una mujer esté al mando y segundo porque fue Otori quien la nombró. Zenko debería erigirse en el nuevo maestro dado que es el heredero varón de más edad, y si no quisiera aceptar el cargo, por ser un gran señor de la guerra, debería pasárselo a Taku.

—Taku es uña y carne con Otori, y estuvo implicado en la muerte de Kotaro —apuntó Kazuo.

—Bueno, sólo era un niño y se le puede perdonar. Pero los Muto y los Kikuta no deberían estar tan distanciados. También es por culpa de Otori.

—Estamos aquí para tender puentes y cerrar heridas —declaró Akio.

—Eso es exactamente lo que esperaba. El señor Zenko estará encantado, te lo aseguro.

Yasu pagó al posadero y les llevó a su propio alojamiento, en la trastienda del comercio donde ponía a la venta cuchillos y otros utensilios de cocina como pucheros, hervidores de agua, garfios y cadenas para los fogones. Le encantaban los cuchillos de toda clase, desde los de gran tamaño que utilizaban los carniceros hasta las pequeñas navajas de finísima hoja para arrancar la carne de los peces vivos. Cuando descubrió el interés de Hisao por sus herramientas, llevó al muchacho a la fragua donde las adquiría. Koji, uno de los herreros, necesitaba un ayudante e Hisao se convirtió en su aprendiz. La tarea le gustaba, no sólo por el trabajo en sí —que le fascinaba y ejecutaba con gran habilidad—, sino también porque le proporcionaba mayor libertad y le apartaba de la opresiva compañía de Akio. Desde que abandonaran la aldea, veía a su padre con nuevos ojos. Hisao estaba madurando. Ya no era un niño que se dejara dominar y maltratar. Al llegar el nuevo año cumpliría los diecisiete.

Debido a un complicado arreglo de deberes y obligaciones, el trabajo que realizaba para Koji cubría los gastos de comida y alojamiento de Hisao, Aldo y Kazuo, aunque Yasu a menudo profesaba que nunca aceptaría nada del maestro de los Kikuta, que el honor de que se le permitiera ayudarles era más que suficiente. Sin embargo, Hisao consideraba que su anfitrión era un hombre calculador que nunca regalaba nada: si Yasu les prestaba su ayuda era porque adivinaba beneficios futuros. E Hisao también se daba cuenta de lo mucho que Akio había envejecido, de lo caducas que resultaban sus ideas, como si se hubieran congelado en el tiempo durante los años de aislamiento en Kitamura.

Notaba que su padre se sentía halagado por las atenciones de Yasu, y también que ansiaba respeto y estatus a la manera tradicional, la cual resultaba un tanto anticuada en la bulliciosa y moderna ciudad que había florecido durante los largos años de paz. Los miembros del clan Arai rebosaban autoconfianza y orgullo. Sus territorios se extendían por todo el Oeste: Noguchi y Hofu les pertenecían. Los Arai controlaban la costa y las rutas navieras. En la ciudad de Kumamoto abundaban los comerciantes, y también residía un puñado de extranjeros no sólo procedentes de Shin o de Silla, sino también, según se comentaba, de las islas del Oeste. Se trataba de los bárbaros de ojos redondos y pobladas barbas cuyos productos todo el mundo ambicionaba.

La presencia de los extranjeros en Kumamoto apenas se insinuaba, y en todo caso en susurros, pues la ciudad entera conocía la absurda prohibición por parte de Otori de mantener tratos directos con los bárbaros: toda transacción comercial tenía que pasar por el gobierno central del clan Otori, con sede en Hofu, único puerto en el que oficialmente se permitía atracar a los barcos extranjeros. La creencia generalizada era que tal disposición obedecía al deseo del País Medio de quedarse con los beneficios, además de con los inventos extranjeros tan prácticos y útiles, y tan efectivos y letales en cuestión de armamento. A los Arai les hervía la sangre ante tamaña injusticia.

Hisao nunca había visto a un bárbaro, y eso que los artefactos que Jizaemon le mostró habían despertado la curiosidad del muchacho. Yasu solía acudir a la fragua al final del día para hacer nuevos encargos, recoger un reciente suministro de cuchillos o entregar leña para los hornos. En cierta ocasión se presentó acompañado de un hombre alto, enfundado en una capa larga y con la cabeza cubierta por una amplia capucha. Llegaron a última hora; caía el atardecer y el cielo plomizo amenazaba con nieve. Estaban a mediados del undécimo mes. El resplandor de la llamas era la única nota de color en el ambiente negro y gris del invierno. Una vez apartados de la calle el desconocido se echó hacia atrás la capucha e Hisao descubrió con sorpresa e interés que se trataba de un bárbaro.

El extranjero apenas podía comunicarse con ellos; sólo conocía unas cuantas palabras, pero tanto él como Koji eran personas capaces de hablar con las manos, de las que entienden más de máquinas que de idiomas. Cuando Hisao les siguió en el recorrido por la fragua descubrió que a él le ocurría lo mismo. Captaba lo que el desconocido quería decir con igual rapidez que Koji. El bárbaro estaba absorto en los mecanismos que tenía ante sí. Lo examinó todo con sus ojos pálidos y ágiles, y realizó bocetos de las chimeneas, los fuelles, las marmitas, los moldes y las tuberías. Más tarde, mientras bebían vino caliente, sacó un libro doblado de una extraña forma; se hallaba impreso, no escrito a mano, y mostró unos dibujos relativos al arte de la forja. Koji los inspeccionó atentamente, frunciendo el ceño y rascándose detrás de las orejas. Hisao, arrodillado a un lado, fijaba la vista bajo la luz macilenta y notaba que el entusiasmo iba creciendo en su interior a medida que el extranjero pasaba las páginas. La cabeza le daba vueltas a causa de las posibilidades que se abrían ante sus ojos. La información sobre las técnicas de la forja iba acompañada por detalladas ilustraciones de los objetos resultantes. En las páginas finales se mostraban varias armas de fuego. Casi todos los dibujos exhibían los mosquetes largos e incómodos con los que el muchacho ya estaba familiarizado, pero había un arma, a pie de página, que se escapaba del resto como un cervatillo de entre las piernas de su madre. Era pequeña, apenas un cuarto de longitud con respecto a las demás. Hisao no pudo evitar alargar la mano y tocar el grabado con el dedo índice.

El bárbaro se rió entre dientes y exclamó:


¡Pistola!

Hizo gestos como para ocultarla entre sus ropas y luego fingió sacarla y apuntar con ella a Hisao.

—¡Bum, bum!
¡Morto! —
escenificó divertido.

Hisao nunca había visto nada más hermoso, e instantáneamente deseó aquella arma.

El hombre frotó el índice y el pulgar y los demás le entendieron. Tales instrumentos resultaban caros. "Pero pueden fabricarse", pensó el muchacho, y tomó la determinación de aprender a hacerlo.

Cuando la conversación pasó a tratar sobre asuntos financieros, Yasu ordenó al muchacho que se marchara. Hisao puso en orden la fragua, apagó el fuego y preparó los materiales para el día siguiente. Hirvió té para los hombres, les rellenó los tazones de vino y luego se marchó a casa, con la mente abarrotada de ideas. Tal vez fuera por todo lo que iba imaginando en su mente, o acaso por el vino —al que no estaba acostumbrado—, e incluso quizá se debiera al cortante viento tras el calor de la fragua, pero lo cierto era que la cabeza le empezó a doler. Para cuando llegó a casa de Yasu sólo veía la mitad del edificio, sólo la mitad de los cuchillos y las hachas en exposición.

Se tropezó con el escalón y mientras recobraba el equilibrio vio a la mujer, a su madre, en el brumoso hueco donde debería estar la otra mitad del mundo.

El rostro de ella se veía implorante, inundado de ternura y de horror. Hisao se mareó ante la potencia de su súplica. El dolor de cabeza se tornó insoportable. Sin darse cuenta el chico empezó a gruñir y luego, con el estómago revuelto, se puso a cuatro patas y tras acercarse al umbral vomitó en la cuneta.

El vino le supo agrio en la garganta; los ojos le lloraban de dolor y el gélido viento le congelaba las lágrimas que le surcaban las mejillas.

La mujer le había seguido hasta el exterior y se mantenía flotando en el aire; su silueta se veía borrosa por la bruma y la ventisca.

Akio llamó desde dentro:

—¿Quién hay ahí? ¿Hisao? Cierra la puerta, me estoy congelando.

Su madre tomó la palabra. La voz, que resonaba en la mente de Hisao, resultaba tan penetrante como el hielo.

"No debes matar a tu padre."

El chico desconocía que hubiera querido hacerlo. Entonces sintió miedo de que ella estuviera al tanto de todos sus pensamientos, sus odios y sus amores.

La mujer añadió: "No te lo permitiré".

El tono de la mujer resultaba insoportable, le estremecía todos los nervios del cuerpo, los inflamaba. Trató en vano de gritar a su madre: "¡Vete, déjame en paz!", y entonces a través de sus sollozos escuchó pasos que se acercaban y luego, la voz de Yasu.

—¡Pero qué...! —exclamó el hombre y, a continuación, llamó a Akio:— ¡Maestro! ¡Ven, deprisa! Tu hijo...

Le llevaron dentro y le lavaron la cara y el cabello para quitarle el vómito.

—El muy estúpido ha bebido demasiado —dijo Akio—. No debería beber; no tiene cabeza. Se le pasará durmiendo.

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