Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—El visir desplaza al amigo, ¿no es cierto?
—No te pierdas en el desierto, Suti.
—Es un mundo hermoso y hostil. Cuando el poder te haya decepcionado, te reunirás allí conmigo.
—No busco el poder, sino la salvación de nuestro país, nuestra salvación y la de nuestra fe.
—Buena suerte, visir. Yo me pongo de nuevo tras la pista del oro.
El joven abandonó sin volverse el admirable jardín. Había olvidado hablar de las exigencias de Tapeni, pero ¿qué importaba?
Antes de que Suti cruzara el umbral de su casa, cuatro policías agarraron al joven y le ataron las manos a la espalda.
Pantera, alertada por el ruido de la lucha, apareció con un cuchillo en la mano e intentó liberar a su amante. Hirió en el brazo a uno de los guardias y derribó a otro, pero fue por fin dominada y atada.
Los policías llevaron a la pareja al tribunal, acusados de flagrante delito de adulterio. La señora Tapeni se sentía llena de júbilo; no esperaba tan brillante resultado. A la violación de los deberes conyugales se añadía la resistencia a las fuerzas del orden. El alegato de la hermosa morena, seducida y abandonada, complació a los jueces, que fueron insultados por Pantera. La argumentación de Suti no pareció muy convincente.
Como Tapeni imploró la indulgencia del jurado, Pantera fue sólo condenada a una inmediata expulsión del territorio egipcio y Suti a un año de cárcel, a cuyo término trabajaría para indemnizar a su ofendida esposa.
P
azair miró la esfinge; los ojos de la gigantesca estatua contemplaban el sol naciente, confiados en su victoria sobre las fuerzas de destrucción, obtenida tras un rudo combate en el mundo inferior. Atento guardián de la altiplanicie donde se erguían las pirámides de Keops, Kefrén y Mikerinos, participaba en la eterna lucha de la que dependía la supervivencia de la humanidad.
El visir ordenó a un equipo de canteros que desplazara la gran estela erigida entre las patas de la esfinge. Aparecieron un recipiente sellado y una losa provista de una anilla. Dos hombres la levantaron, descubriendo el acceso a un estrecho corredor, de techo bajo.
Provisto de una antorcha, el visir fue el primero en entrar. No lejos de la entrada, su pie chocó con una copa de dolerita. La recogió e, inclinado, siguió avanzando. Un muro le cerró el paso. A la luz de la antorcha descubrió que varias piedras habían sido desplazadas; toda una hilera se movió; al otro lado se hallaba la cámara baja de la gran pirámide.
El visir recorrió varias veces el camino que habían tomado los ladrones; luego examinó la copa. La dolerita, una de las rocas graníticas más duras y más difíciles de trabajar, conservaba huellas de un producto muy graso.
Intrigado, Pazair consultó con el laboratorio del templo de Ptah, donde los especialistas identificaron el aceite de piedra
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, cuyo uso estaba prohibido en Egipto. Al arder, el combustible manchaba las paredes de las tumbas y ensuciaba los pulmones de los artesanos.
El visir exigió una rápida investigación por parte de los mineros del desierto de occidente y del servicio encargado de las mechas y los aceites de alumbrado. Luego se dirigió por primera vez a la sala de audiencia, donde se habían reunido sus principales colaboradores.
Maestro de obras de los trabajos del faraón, director de los equipos de artesanos y de los gremios de oficios, encargado de poner a cada uno en su lugar mostrándole sus deberes y asegurando su bienestar, responsable de los archivos y de la administración del país, superior de los escribas, jefe de los ejércitos, garante de la paz civil y de la seguridad, el visir tenía que pronunciar palabras claras, sopesar los pensamientos, calmar las pasiones, permanecer impasible en las tormentas y llevar a cabo la justicia, tanto en las grandes como en las pequeñas tareas.
Su vestido oficial era un largo y rígido delantal, hecho de un tejido grueso, que le llegaba hasta el pecho; lo sujetaban dos tirantes que pasaban por detrás del cuello. Sobre aquel paño llevaba una piel de pantera; recordaba la necesaria rapidez de intervención del primer personaje del imperio después del faraón. Una pesada peluca ocultaba sus cabellos y un amplio collar le cubría la parte superior del busto.
Calzado con unas sandalias de tiras y con un cetro en la mano derecha, Pazair pasó entre dos hileras de escribas, subió los peldaños que llevaban al estrado, donde se hallaba una silla de alto respaldo, y, luego, se dio la vuelta para enfrentarse con sus subordinados. A sus pies había una tela roja en la que se habían depositado cuarenta bastones de mando destinados a castigar a los culpables. Cuando el visir colgó una figurita de Maat de su delgada cadena de oro, se abrió la audiencia.
—El faraón indicó claramente los deberes del visir, que no han variado desde la primera dinastía, desde el día en que nuestros padres construyeron este país. Vivimos de la verdad de la que vive el faraón, y seguiremos impartiendo justicia juntos sin hacer diferencias entre el pobre y el rico. Nuestra gloria consiste en hacerla circular por la faz de la tierra, para que permanezca en la nariz de los hombres y expulse de sus cuerpos el mal. Protejamos al débil del fuerte, no escuchemos a los aduladores, opongámonos al desorden y a la brutalidad. Cada uno de vosotros debe ser un ejemplo; quien obtenga beneficio personal de su cargo perderá el título y el puesto. Nadie obtendrá mi confianza por sus hermosos discursos; sólo los actos la alimentarán.
La brevedad del discurso, el rigor de su contenido y la serenidad de la voz dejaron estupefactos a los altos funcionarios. Quienes pensaban aprovecharse de la juventud y la inexperiencia del nuevo visir para prolongar sus períodos de descanso renunciaron inmediatamente a sus proyectos; quienes esperaban ganar con la marcha de Bagey se desilusionaron.
La primera orden pública del visir marcaría el tono. Entre sus predecesores, unos se preocuparon primero del ejército, otros del riego, otros de la fiscalidad.
—Que comparezca el responsable de la producción de miel.
Un viento helado soplaba en el desierto que rodeaba el oasis de Khargeh. El viejo apicultor, condenado a reclusión hasta el final de sus días, pensaba en sus colmenas, grandes jarras donde las abejas construían sus celdillas. Recolectaba la miel sin protección, pues no las temía y era capaz de percibir su menor irritación. ¿No era la abeja uno de los símbolos del faraón, trabajadora infatigable, geómetra, alquimista capaz de crear un oro comestible? De la más roja a la más transparente, el viejo apicultor había recolectado cien calidades de miel, hasta el día en que un escriba envidioso lo había implicado en un robo. Hurtar el precioso alimento, cuyo transporte era vigilado por la policía, suponía un grave delito. Ya no volvería a verterlo en pequeños recipientes numerados y sellados con cera, ya nunca escucharía el zumbido de la colmena, su música preferida. Cuando el sol lloró unas lágrimas, al chocar con el suelo, éstas se habían transformado en abejas. Nacidas de la luz divina, habían construido la naturaleza.
Pero el dios Ra ahora iluminaba un descarnado cuerpo de penado, encargado de cocinar infectos platos para sus compañeros de infortunio. Abandonó sus fogones y siguió a los demás prisioneros.
Una verdadera expedición llegaba al penal: cincuenta soldados, carros, caballos y carretas. ¿No se trataría de un ataque libio? Se frotó los ojos y distinguió los infantes egipcios.
Los guardianes se inclinaron ante un hombre que, sin vacilación, se dirigió hacia la cocina.
Atónito, el anciano reconoció a Pazair.
—¿So… sobreviviste?
—Tus consejos eran buenos.
—¿Por qué has regresado?
—No he olvidado mi promesa.
—¡Huye, pronto! ¡Te cogerán de nuevo!
—Tranquilízate, yo doy las órdenes a los guardias.
—Entonces… ¿vuelves a ser juez?
—El faraón me ha nombrado visir.
—No te burles de un anciano.
Dos soldados se acercaron con un escriba gordo, que lucía una papada.
—¿Lo reconoces? —preguntó Pazair.
—¡Es él! ¡Es el mentiroso que me hizo condenar!
—Te propongo un cambio: él ocupará tu lugar en el penal y tú ocuparás el suyo, a la cabeza del servicio de avituallamiento en miel.
El viejo apicultor se desmayó y cayó en brazos del visir.
Informe claro y conciso: el juez felicitó al escriba. El aceite de piedra, descubierto en gran cantidad en el desierto del oeste, interesaba a los libios en sumo grado. Varias veces habían intentado extraerlo para comercializarlo, pero el ejército del faraón se había interpuesto. Los sabios egipcios consideraban el petróleo, como lo llamaba Adafi, un producto nocivo y peligroso.
Un solo especialista se encargaba, en la corte, de estudiar el combustible para descubrir sus propiedades. Sólo él tenía acceso a las reservas, que se guardaban en un almacén del Estado bajo control militar. Al leer su nombre, el visir dio gracias a los dioses y se dirigió inmediatamente al palacio real.
—He explorado el subterráneo que lleva de la esfinge a la cámara baja de la gran pirámide.
—Que sellen para siempre su acceso —ordenó el faraón.
—Los obreros ya están trabajando.
—¿Qué indicios has descubierto?
—Una copa de dolerita donde quemaron petróleo para iluminarse.
—¿Quién se procuró el producto?
—El especialista encargado de estudiarlo.
—¿Su nombre?
—El químico Chechi, esclavo y chivo expiatorio de Denes.
—¿Sabes dónde encontrarlo?
—Chechi se oculta en casa de Denes, según recientes informaciones que me ha proporcionado Kem.
—¿Tienen cómplices o son el alma de la conjura?
—Lo sabré, majestad.
La señora Tapeni impidió que el carro del visir se pusiera en marcha.
—¡Quiero hablaros!
El teniente encargado de conducir el vehículo y de la seguridad de Pazair blandió su látigo, pero el visir interrumpió su gesto.
—¿Tan urgente es?
Tapeni hizo un arrumaco.
—Mis palabras os apasionarán.
Bajó del carro.
—Sed breve.
—Encarnáis la justicia, ¿no es cierto? Pues bien, estaréis orgulloso de mí. ¿Una mujer engañada, burlada, arrastrada por el fango, no es una víctima?
—Ciertamente.
—Mi marido me humilló, el tribunal lo ha castigado.
—Vuestro marido…
—Sí, vuestro amigo Suti. Su puta libia ha sido expulsada y él condenado a un año de cárcel. Una pena muy leve y una reclusión, en verdad, muy suave; el tribunal lo ha enviado exiliado a Tjaru, en Nubia, donde reforzará la guarnición. Al parecer, el lugar es poco acogedor, pero Suti tendrá el privilegio de colaborar en la defensa de su país contra los bárbaros negros. Cuando vuelva, será destinado a un cuerpo de mensajeros y me pagará una pensión alimenticia.
—Deberíais separaros sin enfrentamientos.
—He cambiado de opinión; lo amo, qué queréis, y no soporto que me lo quiten. Si intervenís en su favor, violaréis la regla de Maat, y lo haré saber.
La sonrisa era amenazadora.
—Suti purgará su pena —admitió el visir rumiando su cólera—. Pero cuando regrese…
—Si me agrede, será acusado de tentativa de asesinato y deportado a un penal. Es mi esclavo, y para siempre. Su porvenir soy yo.
—La investigación sobre el asesinato de Branir no se ha cerrado, señora Tapeni.
—Vos debéis identificar al culpable.
—Es mi más ferviente deseo. ¿No me dijisteis que poseíais ciertos secretos?
—Simple bravata.
—¿O imprudencia? ¿No manejáis muy bien la aguja?
Tapeni pareció turbada.
—En mi oficio, es forzoso.
—Tal vez me haga demasiadas preguntas; ¿no estará el asesino muy cerca de mí?
La hermosa morena no aguantó la mirada del visir y dio media vuelta.
Pazair hubiera debido recurrir al jefe de policía, pero prefirió comprobar la veracidad de las palabras de Tapeni. Así pues, hizo que le llevaran el informe de la audiencia y del juicio referente a Suti. Los documentos confirmaron el drama.
El visir se hallaba en muy mala posición; ¿cómo ayudar a su amigo sin infringir la ley de la que era garante?
Sombrío, indiferente a la tempestad que se preparaba, subió a su carro. Tenía que poner a punto un plan de acción con la ayuda de Kem.
Neferet había tomado algunos minutos de su sobrecargado horario para curar la crisis hepática de Silkis. Pese a su juventud, la esposa de Bel-Tran comenzaba a engordar en cuanto su gula prevalecía sobre su voluntad de adelgazarse.
—Me parecen indispensables dos días de dieta.
—Creí morir… ¡Las náuseas me quitaban el aliento!
—Alivian vuestro estómago.
—Estoy tan cansada… Pero junto a vos, me avergüenzo. Sólo me ocupo de mis hijos y de mi marido.
—¿Cómo se encuentra?
—Muy contento de trabajar a las órdenes de Pazair, ¡lo admira tanto! Ambos, con sus respectivas cualidades, asegurarán la prosperidad del país. ¿No teméis, como yo, la soledad?
—Sean cuales sean nuestros imperativos, nos veremos cada día y nos comunicaremos nuestros pensamientos. Separados de los vínculos que nos unen, fracasaríamos.
—Perdonad mi indiscreción… ¿No deseáis un hijo?
—No antes de haber identificado al asesino de Branir. Hicimos un voto ante los dioses, y lo cumpliremos.
Un negro velo cubría Menfis. Debido a la ausencia de viento, espesas nubes permanecían sobre la ciudad. Muchos perros aullaban. Denes encendió varias lámparas porque la luz se había reducido mucho. Su esposa había tomado un calmante y dormía; el famoso dinamismo de Nenofar había desaparecido dejando paso a un permanente cansancio. Dócil, sumisa, ya no le causaba problemas. Se reunió con Chechi en el taller donde el químico pasaba su tiempo afilando hojas de cuchillos y espadas para aliviar su nerviosismo.
Denes le tendió una copa de cerveza.
—Descansa un poco.
—¿Noticias de Pazair?
—El visir se preocupa por la recolección de miel. Su discurso impresionó a los altos funcionarios, pero son sólo palabras. Las camarillas no tardarán en desgarrarse mutuamente; y no dará la talla.
—Eres optimista.
—¿No es la paciencia una cualidad fundamental? Si Qadash lo hubiera comprendido, seguiría estando en este mundo. Mientras el nuevo visir se agite, gozaremos de los placeres de la existencia, a la espera de los del poder absoluto.