Read El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Sin ninguna reserva.
La ternura de su voz le encantó. ¿No estaba saliendo de la indiferencia, no le dirigía una nueva mirada, menos distante?
—No os preocupéis, Neferet. Os ayudaré.
La acompañó hasta la aldea, esperando que el camino de tierra no se acabara nunca.
El devorador de sombras se tranquilizó.
El viaje del juez Pazair parecía absolutamente privado. En vez de buscar al quinto veterano estaba cortejando a la hermosa Neferet.
Obligado a tomar mil precauciones a causa del nubio y de su mono, el devorador de sombras acabaría creyendo que el quinto veterano había fallecido de muerte natural o había huido tan lejos, hacia el sur, que nadie volvería a oír hablar de él. Sólo su silencio contaba.
Prudente, sin embargo, continuaría siguiendo al juez.
El babuino estaba intranquilo.
Kem escudriñó los alrededores, no advirtió nada anormal. Unos campesinos y sus asnos, obreros que reparaban los diques, aguadores. Y sin embargo, el mono policía venteaba un peligro.
Multiplicando su atención, el nubio se acercó al juez y a Neferet. Por primera vez apreciaba a su patrón. El joven magistrado estaba lleno de ideal y de utopía, era a la vez fuerte y frágil, realista y soñador; pero le guiaba la rectitud. Por sí solo no lograría suprimir la malignidad de la naturaleza humana, pero dificultaría su reinado. Y con eso, daría esperanzas a quienes sufrían injusticias.
Kem habría preferido que no se comprometiera en una aventura tan peligrosa donde, antes o después, sería destrozado; ¿pero cómo reprochárselo cuando tantos infelices habían sido asesinados? Mientras no se ofendiera la memoria de la gente sencilla, mientras un juez no concediera privilegios a los grandes a causa de su fortuna, Egipto seguiría brillando.
Neferet y Pazair no se hablaron. Él soñaba en un paseo como aquél, en el que, tomados de la mano, se limitaran a estar juntos. Sus pasos coincidían como los de una pareja unida. Estaba robando instantes de imposible felicidad, desgranaba un espejismo más precioso que la realidad.
Neferet caminaba de prisa, etérea; sus pies parecían rozar el suelo, se movía sin fatiga. El gozaba del inestimable privilegio de acompañarla y le habría propuesto convertirse en su servidor, oscuro y abnegado, si no estuviera obligado a seguir siendo juez para defenderla contra las tormentas que se anunciaban. ¿Estaba haciéndose ilusiones o ella se mostraba menos reticente para con él? Tal vez necesitaba aquel silencio compartido, tal vez se acostumbrara a su pasión, siempre que callara.
Entraron en el laboratorio donde Kani seleccionaba plantas medicinales.
—Una excelente cosecha.
—Y podría resultar inútil —deploró Neferet—; Nebamon quiere impedirme continuar.
—Si no estuviera prohibido envenenar a la gente…
—El médico jefe fracasará —afirmó Pazair—. Yo me interpondré.
—Es más peligroso que una víbora. También a vos os morderá.
—¿Nuevos elementos?
—El templo me ha confiado una gran parcela para explotarla. Me convierto en su proveedor oficial.
—Lo merecéis, Kani.
—No he olvidado nuestra investigación. He podido conversar con el escriba del censo; ningún veterano menfita ha sido contratado en los talleres o en las granjas desde hace seis meses. Los soldados jubilados deben advertir de su presencia, de lo contrario perderían sus derechos. Y sería condenarse a la miseria.
—Nuestro hombre tiene tanto miedo que la prefiere a una existencia a pleno día.
—¿Y si se hubiera exiliado?
—Estoy convencido de que se oculta en la orilla oeste.
Pazair era presa de contradictorios sentimientos. Por un lado, se sentía ligero, casi alegre; por el otro, sombrío y deprimido. haber visto a Neferet, sentirla más cercana, mas amistosa le devolvía la vida; admitir que nunca sería su esposa le desesperaba.
Luchar por ella, por Suti y por Bel-Tran le impedía rumiar sus pensamientos. Las palabras de Branir le habían puesto en su justo lugar; un juez de Egipto se debía a los demás.
En el harén de Tebas oeste era día de fiesta; se celebraba el victorioso regreso de la expedición de Asia, la grandeza de Ramsés, la paz asegurada y el renombre del general Asher. Tejedoras, músicos, danzarinas, especialistas en esmalte, educadoras, peluqueras, creadoras de composiciones florales paseaban por los jardines y charlaban degustando pastelillos. Bajo un quiosco al abrigo del sol se servía jugo de fruta. Se admiraban los atavíos, se sentían celos y se criticaba.
Pazair llegaba en mal momento; consiguió, sin embargo, aproximarse a la dueña del lugar, cuya belleza eclipsaba la de sus cortesanas. Dominando en alto grado el arte del maquillaje, Hattusa demostraba su desdén a las elegantes de imperfectos afeites. Rodeada por completo, lanzaba pullas a los aduladores.
—¿No seréis por casualidad el pequeño juez de Menfis?
—Si vuestra alteza me autoriza a molestarla en semejante momento, una entrevista privada me satisfaría.
—¡Qué buena idea! Esos actos sociales me aburren. Vayamos junto al estanque.
¿Quién era aquel magistrado de modesto aspecto que así conquistaba a la más inaccesible de las princesas? Probablemente, Hattusa había decidido jugar con él y, luego, tirarlo como una muñeca desarticulada. Las extravagancias de la extranjera eran incontables.
Lotos blancos y lotos azules se entremezclaban en la superficie del agua, rizada por una ligera brisa. Hattusa y Pazair se sentaron en unas sillas plegables colocadas bajo un parasol.
—Vamos a charlar mucho, juez Pazair. Prescindamos de las formalidades.
—Os lo agradezco.
—¿Os estáis aficionando a los esplendores de mi harén?
—¿Os resulta familiar el nombre de Bel-Tran?
—No.
—¿Y el de Denes?
—Tampoco. ¿Se trata de un interrogatorio?
—Necesito vuestro testimonio.
—Esa gente, que yo sepa, no forma parte de mi personal.
—Denes, el principal transportista de Menfis, ha recibido una orden emitida por vos.
—¡No me importa! ¿Creéis que me intereso por estos detalles?
—En el barco que debía descargar aquí, se había almacenado trigo robado.
—Me temo que no os comprendo.
—El barco, el grano y la orden de expedición con vuestro sello han sido incautados.
—¿Estáis acusándome de robo?
—Os agradecería una explicación.
—¿Quién os envía?
—Nadie.
—Actuáis por vuestra propia cuenta… ¡No os creo!
—Hacéis mal.
—De nuevo intentan perjudicarme y, esta vez, utilizan los servicios de un ínfimo juez, inconsciente y fácil de manipular.
—El ultraje a magistrado, aumentado con la calumnia, se castiga con algunos bastonazos.
—¡Sois un insensato! ¿Sabéis con quién estáis hablando?
—Con una dama del más alto rango, sometida a la ley como la más humilde de las campesinas. Pues bien, estáis implicada en una apropiación fraudulenta de cereales pertenecientes al Estado.
—Me importa un bledo.
—Implicada no significa culpable. Por eso aguardo vuestras justificaciones.
—No me rebajaré.
—Si sois inocente, ¿qué teméis?
—¡Osáis poner en duda mi honestidad!
—Los hechos me obligan.
—Habéis ido muy lejos, juez Pazair, demasiado lejos.
Enojada, se levantó y caminó en línea recta. Los cortesanos se apartaron, inquietos ante una cólera cuyas consecuencias sufrirían.
El juez principal de Tebas, un hombre ponderado, de edad madura, amigo del sumo sacerdote de Karnak, recibió a Pazair tres días más tarde. Se tomó algún tiempo para examinar los documentos del expediente.
—Vuestro trabajo es muy notable, tanto en el fondo como en la forma.
—Puesto que está fuera de mi jurisdicción, os confío la tarea de proseguirlo. Si estimáis que mi intervención es necesaria, estoy dispuesto a convocar un tribunal.
—¿Cuál es vuestra íntima convicción? La existencia del tráfico de trigo está demostrada. Y Denes me parece libre de sospecha.
—¿El jefe de la policía?
—Sin duda está informado, ¿pero hasta qué punto?
—¿La princesa Hattusa?
—Se niega a darme la menor explicación.
—Es muy molesto.
—Su sello no puede borrarse.
—Cierto. ¿Pero quién lo puso?
—Ella misma. Se trata de su sello personal, el que lleva en el anillo. Como todos los grandes del reino, nunca se separa de él.
—Avanzamos por terreno peligroso. Hattusa no es muy popular en Tebas. Demasiado altiva, demasiado crítica, demasiado autoritaria. Aunque comparta la opinión general, el faraón está obligado a defenderla.
—Robar el alimento destinado al pueblo es un delito grave.
—Lo acepto, pero deseo evitar un proceso público que podría perjudicar a Ramsés. Según vuestras propias observaciones, por otra parte, la instrucción no ha concluido.
El rostro de Pazair se cerró.
—No os inquietéis, querido colega; como juez principal de Tebas, no tengo la intención de olvidar vuestro expediente entre un montón de archivos. Sólo quiero apuntalar la acusación, puesto que el demandante será el propio Estado.
—Os agradezco las explicaciones. Por lo que al proceso público se refiere…
—Sería preferible, lo sé; ¿pero queréis la verdad o la cabeza de la princesa Hattusa?
—No siento especial animosidad contra ella.
—Intentaré convencerla de que hable y le mandaré una convocatoria oficial si es preciso. Dejémosla decidir su destino, ¿os parece? Si es culpable, pagará.
El alto magistrado parecía sincero.
—¿Necesitaréis mi concurso?
—Por el momento no, y menos cuando os reclaman urgentemente en Menfis.
—¿Mi escribano?
—El decano del porche.
L
a señora Nenofar no se serenaba. ¿Cómo había podido comportarse de un modo tan estúpido su marido? Como de costumbre, juzgaba mal a los hombres y había creído que Bel-Tran se inclinaría sin defenderse. El resultado era catastrófico: un proceso en perspectiva, un barco de carga incautado, una sospecha de robo y el triunfo de aquel joven cocodrilo.
—Un balance excelente.
Denes no se desconcertó.
—Toma más oca asada, es excelente.
—Nos llevas al deshonor y a la quiebra.
—Tranquilízate, la suerte cambia.
—¡La suerte, pero no tu estupidez!
—¿Qué importa un barco inmovilizado durante unos días? La carga ha sido transportada, pronto llegará a Tebas.
—¿Y Bel-Tran?
—No presenta denuncia. Hemos llegado a un acuerdo. No habrá guerra entre nosotros sino una cooperación en beneficio de nuestros respectivos intereses. No tiene entidad para ocupar nuestro lugar; la lección le ha sido provechosa. Incluso transportaremos parte de sus reservas a un precio correcto.
—¿Y la acusación de robo?
—Inadmisible. Documentos y testigos demostrarán mi inocencia. Además, no tengo arte ni parte. Hattusa me manipuló.
—¿Los cargos de Pazair?
—Molestos, lo admito.
—Por lo tanto, un proceso perdido, nuestra reputación manchada y algunas multas.
—No llegaremos a eso.
—¿Crees en los milagros?
—Si los organizo, ¿por qué no?
Silkis saltaba de alegría. Acababa de recibir un áloe, tallo de diez metros de alto, coronado de flores amarillas, anaranjadas y rojas. Su jugo contenía un aceite con el que frotaría sus partes genitales para evitar cualquier inflamación. Serviría también para cuidar la enfermedad de la piel que cubría las piernas de su marido de urticantes ronchas rojas. Además, Silkis le aplicaría una pasta compuesta por clara de huevo y flores de acacia.
Cuando Bel-Tran tuvo conocimiento de su convocación a palacio, se le declaró una crisis de prurito. Desafiando el mal, el fabricante de papiro acudió angustiado a las oficinas de la administración.
Mientras le esperaba, Silkis preparaba el bálsamo suavizante.
Bel-Tran regresó a primera hora de la tarde.
—No volveremos tan pronto al delta. Nombraré un responsable local.
—¿Nos han suprimido el beneplácito oficial?
—Al contrario. He recibido las más calurosas felicitaciones por mi gestión y por la ampliación de la empresa a Menfis. En realidad, en palacio seguían de cerca mis actividades desde hace dos años.
—¿Quién intenta perjudicarte?
—¡Pero… nadie! El superintendente de los graneros ha seguido mi ascenso preguntándose cómo reaccionaría ante el éxito. Y al verme trabajar cada vez más, me reclama a su lado.
Silkis estaba maravillada. El superintendente de los graneros fijaba los impuestos, los cobraba en especies, velaba por su redistribución a las provincias, dirigía un cuerpo de escribas especializados, inspeccionaba los centros provinciales de recaudación, reunía las listas de rentas raíces y agrícolas, y las enviaba a la Doble Casa blanca desde la que se gestionaban las finanzas del reino.
—A su lado… Quieres decir…
—Me han nombrado tesorero principal de los graneros.
—¡Es maravilloso!
Y se le arrojó al cuello.
—¿Seremos mas ricos todavía?
—Es probable, pero mis ocupaciones me exigirán más tiempo. Haré cortos viajes a provincias y seré obligado a satisfacer los deseos de mi superior. Tú te encargarás de los niños.
—Estoy tan orgullosa… Puedes contar conmigo.
El escribano Iarrot estaba sentado junto al asno, ante la puerta del despacho de Pazair a la que se habían puesto unos sellos.
—¿Pero quién se ha permitido…?
—El jefe de la policía en persona, por orden del decano del porche.
—¿Motivo?
—Se ha negado a decírmelo.
—Es ilegal.
—¿Cómo resistirse? ¡No iba a combatir!
Pazair se dirigió en seguida a casa del alto magistrado, que le hizo aguardar más de una hora antes de recibirle.
—¡Por fin estáis aquí, juez Pazair! Viajáis mucho.
—Razones profesionales.
—¡Pues bueno, vais a descansar! Como habéis podido comprobar, quedáis suspendido de vuestras funciones.
—¿Por qué motivo?
—¡La despreocupación de la juventud! Ser juez no os coloca por encima de los reglamentos.
—¿Cuál he violado?
La voz del decano se hizo feroz.
—El del Fisco. No habéis pagado vuestros impuestos.
—¡No he recibido ningún aviso!
—Hace tres días os lo llevé personalmente, pero estabais ausente.