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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (20 page)

Sin saber por qué, se sentía el custodio de la madre y de la criatura, otro San José predestinado a amar y cuidar a una mujer que no conocería carnalmente, a un hijo que no era de su sangre. Después de la muerte del pequeño, no sólo don Julián recibió sus azotes; él mismo, para sujetar el ansia asesina, tuvo que flagelarse por semanas. Hubiera deseado decirle que la libraría de aquel bruto, pero eso sería involucrarla en su pecado, y él la quería inocente. Mataría por ella y por el niño malogrado, mataría por haber fallado en su misión de custodio. Y además, mataría porque no quería que su hermano la volviera a avasallar para hacerle un hijo defectuoso. Años hacía que veía nacer Ordóñez taimados y contrahechos, con una especie de confusión mental que los arrojaba a existencias viciosas y desordenadas, pues muchas taras les venían de la sangre gastada. Las mujeres Ordóñez habían hecho matrimonios adecuados, por ser españolas y de buen linaje, pero los varones habían muerto en peleas, accidentes o de enfermedades vergonzosas. Él no podía soportar la idea de que a ella le pesara de por vida un retoño de semejante estirpe, concebido por la fuerza, de un hombre al que detestaba.

Cinco meses después del mal parto, a su regreso, con sólo verla sentada en la sala, erguida y con las manos apretadas sobre la falda, el mayordomo supo que otros vientos correrían por la casa. Luego se enteró de que la joven había mandado por el herrero para reforzar trabas y cerraduras de su dormitorio y, cumplido esto, las cosas de don Julián fueron a dar a la planta baja, en una pieza de domésticos.

Cuando éste se enteró de la vuelta de su esposa, llegó una noche dispuesto a ocupar su lugar en el lecho. Encontró la puerta del dormitorio con cerrojos y dio de cara en la madera. Después de patear y aporrear, bajó rugiendo, hizo muchos destrozos y regresó con Eleuteria.

Una semana más tarde, encontró a Sebastiana en el pequeño jardín, sentada en el banco de piedra. El suelo, donde había derramado alpiste, estaba lleno de pájaros que se desbandaron ante su aparición.

—¿Que novedaz ez ezta, doña Copete, de llavear mi dorzmitorio? —increpó a su esposa con el ceceo que acentuaba la bebida.

—Es que mi dormitorio ya no es el suyo —repuso ella—. El suyo está en la planta baja.

—¿Dezde cuándo? No recuerzdo haberz dado mis conzentimiendo.

—Es una decisión que he tomado yo sola.

—¿Acazo eze jezuita de merzda dize que aún no podezmo tenerz trato?

—No, señor, el padre Thomas no me ha aconsejado nada parecido.

—¿Y entonzez? ¿A qué ze debe ezo de andarz ponienzo trabaz a miz derechoz?

—A que no deseo compartir mi cama con ningún hombre, especialmente con uno tan sucio y maloliente como usted, que podría contagiarme de alguna mala enfermedad.

—Pezo, pezo… ¿qué ze ha creízdo uzté…?

—No se me acerque —lo detuvo ella—. Y a partir de hoy, el mayordomo me rendirá cuentas a mí, que soy quien le paga el salario; ya veré de dar a usted una pensión de acuerdo con sus méritos.

—Eze no ez el trato que fi… fize con zu mazdre. Ademáz, nunca me enztregó el mez… meztálico.

—Mi madre está muerta, y eso no figura en la dote. Ya sabe lo que dicen de las palabras: que se las lleva el viento o se entierran con el muerto.

—Me quejaré ante el juez —amenazó Ordóñez, recuperándose de la borrachera. Dio un paso adelante y ella dejó la labor y se puso de pie.

—Pues le aviso que he denunciado a la Curia su mancebía v sus bastardos; presentaré testigos y veré si no consigo echar a todos ustedes de estos lados, si es que a su india no la llevan a los fuertes y reparten sus hijos como sirvientes. Diré, y el médico me respaldará, que usted me hizo perder de propósito mi hijo, con la intención de matarnos para traer a mi casa a esa mujer. No costará que me crean, pues ha hecho usted tal ostentación de sus faltas, que en cuanto comience el trámite, no habrá vecino que niegue lo sabido. Y además, señor, usted no tiene un cobre. Y si le queda un rayo de inteligencia en la cabeza, debe saber que hay pocas cosas que el dinero, que yo poseo, no termine por comprar.

Sebastiana dio por concluida la conversación, pero él se le echó encima, intentando levantarle las faldas, para lanzar de inmediato un grito y, doblado en dos, retroceder llevándose las manos a la cintura.

—Me ha pinchado… —murmuró, atónito, mirando la sangre que le manchaba los dedos.

Doña Sebastiana, armada con un fino y largo puñal, lo miraba imperturbable.

Él llamó por ayuda y la joven se sonrió.

—Pida usted socorro, que mi gente se lo facilitará con gusto —lo amenazó, burlona.

Aturdido, don Julián retrocedió sin darle la espalda y desde lejos le amagó con el puño:

—Ya nos veremos, perra vascona.

Pero se mantuvo ausente un tiempo, recuperándose de la herida y quizá temiendo las acechanzas de los criados.

Por la curandera del lugar, que solía llegarse a venderles yerbas medicinales, a disfrutar de compañía y a pedigüeñear, la joven se enteró de que se reponía bien.

La mujer, junto a los fogones, mientras compartía el mate y unos pasteles dulces que Dolores, con el respeto debido a su ciencia, y Rafaela, con menos respeto pero más curiosidad, le convidaron, comentó que Eleuteria estaba preocupada por unos sueños que había tenido.

—Fieros los sueños, hay que ver —dijo encorvándose, las manos retorcidas abarcando el mate para tomar calor de él.

—¿Será porque va a venir la gente del bispo a castigar a don Julián? —tanteó Dolores.

La vieja encogió los hombros, arañando la pañoleta raída que le ocultaba la garganta; decían que tenía un agujero que su madre, siendo muchachita, le había hecho con una pluma de gallina para salvarla del garrotillo, que le impedía respirar.

Al atardecer se volvió al rancho cargada de dádivas. Sebastiana le dio una bolsa de ropa de abrigo y algo de dinero; en las cocinas, el cesto en que había traído los yuyos fue llenado de huevos, queso, pan; colgando del hombro, atadas por las patas, dos gallinas gordas, ponedoras, cloqueaban con inquietud. Eleuteria le había pedido que averiguara algo, pero las «comadres» no habían soltado prenda.

Mientras se perdía por el valle, pensó en Rafaela, que también tenía su fama, sin que se supiese si era «un alma de Dios» o si poseía el dominio de la brujería. Mucha gente le esquivaba la mirada, diciéndose que el mal de ojo era cosa de cuidado, pero ella no le tenía miedo.

Cuando llegó a lo que quedaba de la casa de los Ordóñez, tomó unos mates con Eleuteria, le contó lo poco que había averiguado y a pedido de la india fue a buscar a don Julián, que estaba recogiendo leña en el monte.

—Lo van a prender, don Ordóñez —le advirtió—. Así dicen por Alta Gracia. ¿Por qué no le hace caso a Eleuteria y se van para el sur, donde no haya bispo?

Después de un hachazo en falso, don Julián volvió a acomodar el leño.

—Que la Eleuteria se deje de joder; no me iré hasta que consiga lo que me adeudan los Zúñiga —se empecinó él—. No me han entregado ni la mitad de lo que prometieron.

La curandera dio media vuelta y fue a decirle a su amiga que el hombre no pensaba en irse, así que aguantara lo que se les venía encima.

Llegado el día en que se pagaban sueldos, se presentó don Julián a tomar lo que doña Alda había dispuesto para él y que Aquino nunca le había negado. La satisfacción se le acabó cuando, al entrar en el despacho, no encontró a su hermano, sino a su esposa, con la bolsa de monedas, las listas de los peones y muy en tesorera.

Rafaela, sentada en el suelo, afilaba con tranquilidad un gran cuchillo de desollar. Dolores, Carmela y otras criadas estaban más atrás, armadas con azuelas y horquillas de hierro. Sebastiana se negó a entregarle dinero.

—… He pedido a la Merced que me recomiende otro administrador, que seguramente no dejará de ver que usted usa mi dinero para mantener a esa mujer —le advirtió ella—. Y sépase que pueden encarcelarlo por eso.

Furioso, Ordóñez dio un paso con el puño levantado, pero Rafaela le clavó los ojos grandes y aguachentos. Don Julián se cubrió rápidamente la vista, hurtando el rostro, pues le temía a su mirada y a su fama de bruja.

Se retiró a los tumbos, entre juramentos obscenos que no inmutaron a Sebastiana, y desde afuera la oyó decir con toda tranquilidad:

—Que pasen los hacheros primero, Dolores, que han de estar cansados.

Sin entender todavía qué había sucedido, don Julián se perdió, a los tropezones, en el monte.

Aquino, que había decidido postergar la muerte de don Julián hasta saber si, efectivamente, alguien aparecería a disciplinar al libertino, se sobresaltó una mañana cuando llegó Carmela, corriendo a través del campo y llamándolo a gritos.

—¿Qué pasa?

—Que don Julián se bajó los pantalones y… y… ensució la tumba del angelito.

El mayordomo apostrofó y con el machete en la mano corrió a la casa rogando encontrar a su medio hermano para partirlo en dos. Pero Ordóñez había desaparecido.

Encontró a la joven en la huerta; en cuatro patas, desmelenada y gimiendo como un animal, arrancaba con furia las plantas de acónito.

—Doña Sebastiana… —se le acercó a tiempo que clavaba el machete en tierra. Si hubiera tenido dudas sobre las intenciones de la joven al desenterrar los tubérculos venenosos, la expresión que le mostró al mirarlo se lo hubiera dicho; su razón le pareció tan quebradiza que temió ver cómo se desintegraba ante sus ojos—. Deje usted eso; se lastimará los dedos —le dijo a media voz—. Lo que haya que hacer —se acuclilló a su lado—, lo haré yo por usted.

El rostro de ella fue un muestrario de dudas, de preguntas y emociones. Él le quitó de las manos el rizoma enlodado, sacó el pañuelo del refajo y le limpió los dedos.

—De ninguna manera debe ensuciarse las manos —murmuró, ayudándola a ponerse de pie. Sebastiana, todavía extraviada, retrocedió contra el muro de la huerta. De repente se dobló en una arcada, seca y terrible, y apenas si pudo mantenerse sobre sus piernas.

Él se adelantó, pero ella extendió un brazo para mantenerlo a distancia. Carmela y Dolores se precipitaron a ayudarla y él se hizo atrás, sin sentirse ofendido; así la quería: amada pero distante, sólo sentimientos y sobreentendidos entre ellos. Cómplice, pero inocente.

Cuando las mujeres la llevaban hacia los patios interiores, ella se volvió y le dijo:

—Manténgalo lejos de mí, Aquino, porque ya no gobierno mis acciones.

Aquino se dirigió a la parte más lejana del campo, donde tenía a Rosendo trabajando para que no se encontrara con Ordóñez.

—Voy a matar a Julián —le dijo—. ¿Aún quieres ayudarme?

—Aunque pierda mi alma —respondió Rosendo.

—No blasfemes; sólo te necesito para enterrar el cuerpo. Esperaremos unos días, pues he de pensarlo bien; la cuestión es que el rey no nos coja, y que nadie pueda decir nada de doña Sebastiana. No deben quedar sombras sobre su honra.

Aquella tarde la señora, después de los rezos, le hizo señas para que se quedara. Cuando todos salieron del oratorio, ella demoró unos segundos en ponerse de pie.

—Aquino —levantó la mirada hacia él—, por la grande confianza que le tengo, necesito que usted haga algo por mí. —Vaciló un instante y, cruzando las manos sobre el pecho, suspiró, nerviosa—: Si mi pedido le molesta, sólo tiene que decírmelo; yo entenderé.

Seguida por él se dirigió al pequeño jardín quitándose la mantilla de la cabeza. Carmela, que encendía los faroles de la galería superior, los observó conversar un largo rato. Por primera vez vio al mayordomo, ante la insistencia de la señora, sentarse en su presencia y al lado mismo de ella, en el banco de piedra. Le pareció muy raro.

Más extrañada hubiera quedado de oír lo que la señora tenía que pedirle al mayordomo.

De las confesiones

… Muerta mi madre, no era mi menor preocupación el crear alrededor de mi padre la paz que le es tan necesaria, y en eso andaba cuando murió sor Sofronia, que me había dejado unos libros en guarda.

Una noche, al acostarme, llevé los libros al lecho para examinarlos. Eran varios tomos de medicina de Dioscórides Anazarbeo, un estudioso del siglo I.

La sorpresa estaba en los últimos tomos, los que mi maestra me había conminado a destruir. Uno era el Libro VI de Anazarbeo cuyo título se completaba así: Acerca de los venenos mortíferos, y de las fieras que arrojan de sí ponzoña, traduzido de la lengua griega en la vulgar castellana, e illustrado con succintas annotaciones, por el Doctor Andrés de Laguna, Médico de Iulio III, Pont. Max. Estas indicaciones estaban en el interior, puesto que en la tapa alguien había borrado esas palabras con lejía.

El otro libro era una obra anterior escrita por un médico protegido de Mitrídates, rey del Ponto, encargado de sentencias que debían permanecer ignoradas. A través de sus escritos descubrí un científico frío e impiadoso, de prosa poética cuando de describir los efectos letales se trataba, capaz de crímenes estremecedores a la hora de investigar el tósigo y sus probables antídotos.

Observé ambos tomos, dándolos vuelta entre mis manos. El libro de los venenos… No podía creer que allí estuviera contenida la sabiduría de matar sin usar la fuerza o la violencia, que no están en mi carácter ni en mi cuerpo, más bien pequeño y ahora adelgazado.

Y con el pensamiento en don Julián, no quise reflexionar sobre la imposición de mi maestra.

Poco después tuve que salvar del Santo Oficio los libros que deleitan a mi padre y recordé, mientras los separaba, mi niñez, cuando me sentaba en sus rodillas, yo recostada sobre su pecho, a medias adormecida por el perfume a mirra del pebetero, y él que me leía:

… Po’l camín de los Acebos

cinco ríos de sangre van,

onde se juntan los ríos hacen un brazo de mar;

caballo del conde Olinos

recelaba de pasar.

Pasa, mi caballo, pasa,

no receles de pasar,

de muchas ya me has sacado,

de ésta no me has de dejar…

Aparté los recuerdos con dolor y, ayudada por Belarmina, examiné íntegramente la biblioteca.

A veces sucede que penetramos en un círculo donde todo se vuelve una sola trama, y eso sentí al encontrar el Libro de San Cipriano y Santa Justina, del que tanto hablaba Rafaela. Bajo una inquietante alegoría, decía: «Benedicamvs Domino Jones Svfurino». La fecha era de 1510.

Temiendo que algún desvelado tomara nota de la luz que filtraban los postigos, ordené a Belarmina que protegiera las ventanas con el terciopelo negro que usamos para velar a mi madre. Me lancé luego a hurgar con más empeño, porque una cosa es que encuentren libros de caballería o de fábula, y otra muy diferente que nos hallen con obras de agorería. Di con un Pócimas y filtros de amor, que reservé para mí, y otro que hablaba sobre la piedra filosofal, que separé para las llamas, aunque conservé el siguiente: Recetas y Secretos Mágicos, o la rama de la Magia Roja. Aquellos estantes parecían no darnos respiro: encontré el Tractatus de Fascinatione de Diego Álvarez Chanca, que, según anunciaba el frontispicio, había sido físico y cronista de Colón y médico de sus Majestades Católicas y después de su hija Juana, llamada la Loca. No pude resistirme a leer las primeras palabras del autor: «Interrogado muchas veces sobre la fascinación, guardé silencio ilustrado por Sócrates, quien señala: ‘Podrás hablar con propiedad sólo si dices aquello que sabes muy bien…’», y me pareció escuchar en tan sabia sentencia a mi perdida maestra. También lo preservé, y por fin di con uno que pareció quemarme los dedos: Del Tratado de lo Oculto; era de magia negra y temiendo que el canónigo de la Catedral o el comisario del Santo Oficio supieran que había estado en mi casa, lo agregué a los que pensaba llevarme.

Esa noche tuve una rara sensación: intuí que llevada a cabo la sentencia sobre mi madre, fuerzas imponderables se habían conjurado, indicándome el medio con el que podía protegerme de mis verdugos. No creía que fueran entes infernales: los libros de la cripta me habían sido entregados por una religiosa, aunque con el recaudo de sus consejos, y los otros los hallé porque un sacerdote había advertido a mi padre de la requisa que se llevaría a cabo. Uno y otro hecho me sugirieron un nimbo misterioso que, encerrando mi destino, determinaría mi futuro: cuando no existe justicia, es necesario crearla, porque de Dios para abajo, el que peca debe pagarlo, así en la Tierra como en el Cielo…

Luego hice quemar ante el canónigo las que había separado para tal fin y habiéndole sonsacado la fecha en que los señores revisores saldrían, por orden del comisario, a expurgar librerías, decidí regresar a Santa Olalla.

Cuando se armó en la ciudad el gran revuelo en que excomulgaron a don Esteban, en verdad me pareció gracioso que mientras él se desprendía de tanta lectura sana, yo me adueñaba de tratados que hablaban de venenos y hechizos, y comprendí que sólo basta una brecha en nuestra voluntad para que cualquier libro se vuelva grimorio.

Recuerdo que fue entonces, en todo aquel mover y trasladar libros y papeles, que extravié parte de los documentos de mi madre. No quería yo que los ojos de mis enemigos posaran la vista sobre ellos, pero considerando que nadie de la casa, salvo mi padre, sabía leer, no me preocupé mucho. Seguramente habían ido a dar a la basura o al fuego, pues el papel escasea en esta ciudad.

Antes de dejar la casa, di una recorrida final, y fue como si alguien me guiara; no es sensato dejar ninguna prueba, por minúscula que ésta sea, detrás de nosotros, y en mi dormitorio encontré una flor de la sardonia que había matado a mi madre. Debió caer del fondo del canasto y aunque reseca, era testimonio relevante para cualquier conocedor. La recogí y muy luego la guardé en el libro de Kratevas, el envenenador, que es donde merecía estar.

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