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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (16 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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Sebastiana no perdió tiempo en preparativos y, tan pobremente pertrechada como la primera vez, se recluyó en el monasterio, sintiéndose feliz después de muchos meses. Aquella vez, sin embargo, entregó de su hacienda una fuerte suma para que de ella se dotaran doncellas pobres que prefirieran el hábito al matrimonio.

El enclaustramiento, la oración y el trabajo la ayudaron a reponerse; junto con el color, recuperó el apetito.

Durante las horas de recreación, las religiosas comentaban el empeño que ponía en leer los mamotretos de Química, Simples y Hierbas, «para mejor servir —confesaba— a aquellos mis pobres dependientes del campo, ya que estamos muy lejos de los médicos».

Una tarde en que, de rodillas, sacaba los yuyos inútiles del plantío de yerbas, sor Sofronia, sentada en el banco amurado, agotada por su debilidad, le dijo a modo de consuelo:

—Tendrás otros hijos.

Mientras ella pensaba: «No de ese hombre», le confesó:

—El niño que he perdido, mi Sebastián Mártir, era hijo del descuido más que del pecado, pero también de un joven al que amé con todos mis sentidos. ¿Importa acaso la duración de ese amor, las horas, los escasos días en que nos tratamos? ¿Qué es el tiempo para Dios? ¿Qué puede ser el tiempo para Él, que sólo conoce la Eternidad? —y sentándose sobre sus talones respiró profundamente, como para aflojar algún nudo corredizo que le apretaba la cintura—. ¿Sabe usted?, él se hubiera casado conmigo, pero lo mataron. Era mi primo… Ni siquiera sé el día de su nacimiento, puesto que hay dos San Raimundo: uno se celebra el 7 de enero; el otro, el 23. ¿En cuál de ellos habrá nacido? Lo mismo da, puesto que rezo por él en ambas fechas.

Así reveló por primera y única vez en su vida la identidad del joven y la suerte que había corrido. Con las manos arruinadas y sucias de tierra sobre la falda, miró sobre la fronda de los árboles la tarde que parecía despeñarse tras el muro del convento.

—A veces, a esta hora, no sé si porque la sangre declina al mismo tiempo que la luz, me lleno de melancolía. ¡Cuánto me hubiera gustado recibir una carta de él, una carta de amor, una carta suya, extraviada y llegada a mí mucho después de muerto! Una carta que de alguna manera explicara qué me sucedió, qué pasó entre nosotros que terminó por destruirnos: él enterrado en donde no sabemos, mi hijo asesinado por el hombre que, según los votos, debía cuidarme, y yo… yo tan muerta como ellos, aunque camine sobre la Tierra.

Y desmenuzando un terrón entre los dedos hinchados por las ortigas, murmuró:

—Una carta, una simple carta es lo que deseo, sucia de estar perdida o enterrada, sin firma ni…

—¿Cómo sabrías que es de él, criatura, si nunca viste su escritura? —dijo la monja, afligida por su pupila.

—¡Ah, hermana, en eso consiste el misterio del amor; yo lo sabría!

—¿No te queda otro sostén en la vida?

Sebastiana pareció perderse en algún recodo de su conciencia. Se limpió las manos en el delantal y apartó un mechón de pelo de la mejilla, escondiéndolo bajo el pañuelo que le cubría la cabeza.

—Sí, lo tengo: es el deseo de ver que los que me dañaron sean castigados. El padre Thomas dice que se empieza a pagar en esta vida y se continúa en la otra. Por la salud de mi alma, quiero ver el principio del tormento.

Y notando a la religiosa preocupada, le aclaró:

—Porque, sor Sofronia, los perversos de este mundo terminan muertos no por nuestro deseo, sino por sus propios vicios.

Pocos días después de aquella conversación, llegó una criada a anunciarles que doña Alda había amanecido muerta.

13. De la materia medicinal

«Había diferentes clases de entierro. Podía ser mayor o menor, rezado o cantado, con cruz alta o baja, con posas o sin ellas, con capas y sobrepelliz o sin ellos. Todo esto hacía variar la pompa de la ceremonia y, lógicamente, el costo de la misma».

Ana María Martínez

Vida y «buena muerte» en Córdoba durante la segunda mitad del siglo XVIII

Córdoba del Tucumán

Tiempo de Cuaresma, tiempo de Pasión

Otoño de 1702

ASebastiana regresó antes que su padre y encontró a la servidumbre más callada que nunca; la señora solía castigarlas si las oía hablando y su presencia se sentía tanto en la muerte como en vida.

Ante la imposibilidad de sacarles una explicación coherente, separó a Belarmina de entre las otras y se encerró con ella en la biblioteca de su padre.

—Bueno, Belarmina, ¿qué pasó?

La negra, que tenía una relación franca con ella, se atrevió a mirarla a los ojos y decirle:

—Anoche Porita fue a llevarle el botellón de agua y el ama no le abrió. La oyó hablar y pensó que… que… —no quería aludir a la debilidad de la señora por la bebida.

Sebastiana le facilitó las cosas.

—Entiendo; sigue.

—Y bueno, que Porita se volvió con la jarra. Muy luego nos pareció oír un grito, pero prestamos atención y la escuchamos cantar suavecito. Y esta mañana, cuando nos levantamos, Porita me dice: «Raro, ¿no?, que el ama no llamó más tarde por agua». Y como no quería yo que castigara a la chica, fui y golpié y golpié, y al fin me atreví a abrir y la encontré… tal cual está ahora, ya la verá. —Y avergonzada, agregó—: Había dos botellas de vino de los frailes vacías…

—Bien le advertí que el licor acabaría con su salud. ¿Y el maestre de campo?

—Ayer de mañanita salió para el Chaco; dicen que los guaycuruses han cruzado el arroyo de los Guevara: allá lo mandó el gobernador para que los ataje.

—Mejor, así no se presenta al velorio —murmuró Sebastiana. Al abrir la puerta, sus nervios se evidenciaron en la brusquedad de sus modales—. Manda por mi padre, pero que no le digan nada. Y que avisen al alcalde.

Recibió la llave de Belarmina y se dirigió al dormitorio de doña Alda. Se encerró en él y luego de mirar a su alrededor con detenimiento y santiguarse ante los restos, su primer acto de posesión fue buscar el joyero y retirar el collar de perlas, el broche de oro con forma de cisne y el rosario de aguamarinas que su padre le había regalado el día en que se convirtió en pastora de la Virgen. Luego, recordando vagamente algo escuchado a Rafaela, abrió puertas y ventanas para que el alma no quedara guarecida en los rincones o entre los pliegues del dosel.

Don Gualterio llegó y al enterarse de lo sucedido se descompuso —hubo quien dijo que de alivio—, y tuvo que medicarlo ella misma, convenciéndolo de que el padre Thomas le había enseñado qué medidas tomar por su salud. Ya fuera que Sebastiana supiese lo que hacía, ya que la confianza curara tanto como el medicamento, don Gualterio se repuso.

Ordenó entonces la joven que se buscara a un médico —más conocido como sangrador que como facultativo— para que, junto con los comisionados, confirmara la defunción de su madre. Llegó aquél antes que los funcionarios, rodeó varias veces el cuerpo yerto, se golpeó los dientes con la trompetilla de auscultar y diagnosticó muerte súbita por espasmo de pecho.

Entretanto, Sebastiana hizo llamar a Bienvenido López —nombre poco feliz para su oficio, o tal vez no—, que se encargaba de proveer las telas de luto, los crespones y las cenefas mortuorias, trataba con los negros sobre el precio de los cirios y arreglaba cuanto fastidio privado, con respecto al funeral, se presentase.

El hombre llegó de inmediato y en un santiamén, ayudado por sus hijos menores, cubrieron con bayeta negra el suelo de las habitaciones de recibo, y espejos y ventanas fueron cegados con terciopelo de aquel color, como era de rigor hasta el final de la novena de Ánimas.

Ya con doña Alda en el templo, él y su mujer, Felicidad Espejo, cuidarían de que los cantores no se «comiesen» ningún salmo, ni que los despacharan de prisa para terminar pronto y cobrar sus centavos.

Al tener, por medio de aquel personaje, controlado lo que debía desarrollarse dentro de la casa y en la sala mortuoria, Sebastiana consoló al viudo y preparó el funeral en las Teresas, como había solicitado doña Alda.

Estudió el testamento y siguió las indicaciones estipuladas en él. Se vistió a la muerta con sus mejores ropas, y como pertenecía a la cofradía de españoles de Nuestra Señora del Carmen, sobre ellas se le colocó el hábito carmelita, que guardaba, cuidadosamente perfumado, en un arcón. Mandó hacer el ataúd conforme a la Real Cédula de 1693, como había dispuesto la muerta: forrado de bayeta, paño y holandilla, de clavos y herrajes empavonados y guarnecido con galones violáceos. Sería velada en la sala De Profundis de la Merced, por dar gusto al padre Cándido, y su albacea —que resultó ser don Marcio Núñez del Prado—, suave pero hábil regateador, fue quien se las entendió con el arancel del obispo Trejo, impuesto en 1610, que aún subsistía.

El cortejo saldría de la Merced y atravesaría las calles, haciendo cuatro «posas», hasta llegar a las Teresas; se llevaría cruz alta, se cantarían salmos, y los oficiantes vestirían capas y sobrepelliz. El gasto en velas que iluminaran su tránsito al Reino de Dios no debía ser medido. Pedía la señora que la sepultaran «en el coro bajo de Santa Teresa, en cajón de buena hechura»; el quinto de sus bienes, que la ley le permitía disponer a su antojo, lo legó a las monjas para que rezaran por su alma a perpetuidad, además de fundar una capellanía vinculada a unos terrenos que tenía por Ongamira.

De las capellanías y heredades prometidas al obispo… nada: el testamento estaba fechado antes de que éste llegara a Córdoba, y doña Alda no lo había renovado.

No eran difíciles las cuentas de la señora. Su dote había quedado en Álava y no tenía en Córdoba pariente más cercano que Sebastiana, quien a más, era hija única.

Cumplidos los ritos, la joven determinó espantar los fantasmas de la difunta vaciando los arcones. Regaló a sus familiares los lujosos vestidos, repartió zapatos y mantillas y donó a las parroquias innumerables cosas. Destinó dinero y abrigo de invierno para los pobres, además de tres vacas al hospital, para que se le diera leche a niños y ancianos indigentes. Liberó a Belarmina, para resarcirla de los malos tratos de su madre, y a Marina, la esclava de confianza de doña Alda y por cuya causa ya comenzaba a tener problemas domésticos, pues la servidumbre, a la muerte del ama, se tomaba venganza por pasadas delaciones. Puso a nombre de estas dos mujeres unas casas modestas que habían sido de su madre, y una suma que don Marcio entregaría mensualmente a Marina para que rezara y cuidara de por vida la tumba del ama. Como Belarmina prefirió permanecer con los Zúñiga, Sebastiana le asignó un salario.

Cuando Dídima, la vieja que vivía en las ruinas de al lado, fue a pedirle, en medio de su confusión alcohólica, que «por servicios prestados a su madre», le diera ropa, unas monedas y vino, ella, después de meditarlo, aceptó tomarla bajo su protección, encargándole comisiones sencillas y dosificando la bebida que le hacía entregar.

Luego, como último tributo mortuorio, hizo desenterrar las plantas de peonía y las mandó a los conventos, para que sacaran dinero vendiéndolas, o las plantaran en los patios; su madre, aclaró, no hubiera gustado de que se desperdiciara nada.

«En efecto; Alda era muy guardosa», dijo don Marcio, encubriendo con aquel eufemismo la mezquindad —en algunas cosas— de la señora.

La servidumbre, espantada, contempló por horas el holocausto del bosquecillo mientras Sebastiana, con un libro de oraciones en la mano, asistió al sacrificio con entereza admirable. Decían que en secreto se habían ofrecido sumas enormes a los negros que consiguieran el mejor vástago, con la esperanza de que prendiera.

Todo se había consumado en muy poco tiempo, como si se tratara de un vendaval.

Cuando Sebastiana volvió al convento, encontró a la hermana Sofronia desplomada en la cama, con mal color y peor respirar.

—No deberías acercarte —le dijo al ver que, con el permiso de la superiora, la joven se sentaba a su lado—. Ignoro si mi mal es contagioso.

—No se preocupe usted —sonrió Sebastiana y, aunque la severidad de la congregación no veía bien el contacto físico, se atrevió a rozar los dedos resecos de su maestra.

—Eres generosa con tus fuerzas —dijo la religiosa—; habrías sido una buena hermana si Dios lo hubiese consentido. Pero si te ha dejado en el mundo, es porque tiene otros planes para ti, recuérdalo siempre.

—Pero ¿qué dice de vuestra salud el señor apotecario?

—Esta crisis me dura ya una semana, y el hermano Peschke ha confesado que no sabe cómo atajarla. Mi familia quiere que vuelva al que fue mi hogar para mejor cuidarme, pero le he pedido a la madre Gertrudis el favor de morir entre mis hermanas y en esta celda. He vivido aquí la mayor parte de mi existencia.

Sebastiana consiguió mantenerse decorosamente serena y hablaron en voz baja, en tonos suaves, del interés que las unía: el estudio de la botánica, la química y la medicina. Evitaron hablar de la muerte de doña Alda.

Al rato, extenuada, la monja le dijo que viniera al otro día y trajera con qué tomar apuntes; la joven comprendió que la religiosa estaba despidiéndose de la vida y esa noche no pudo dormir.

Por una semana se prolongó aquello, hasta que una mañana no le permitieron verla, pues había empeorado. Sin embargo, para el ángelus del mediodía se presentó una de las esclavas del convento: la moribunda pedía por ella y la superiora se lo había concedido. Aunque sin esperanzas de que se recuperara, Sebastiana no había creído que el fin estuviera tan cerca.

En la penumbra de la pequeña habitación, sor Sofronia se incorporó con esfuerzo cuando la novicia que guiaba a la joven abrió la puerta. Tenía la expresión confusa y había adelgazado mucho en pocas horas.

Sebastiana, que en el apuro se había echado un manto para esconder el vestido de entrecasa, se arrodilló al lado de la moribunda, que le hacía señas apremiantes, y acercó el oído a su boca para que no tuviera que esforzar la voz.

—Ya no puedo dictar —jadeó la enferma—. Debes bajar a la cripta y…

Como ella le dijo, por tranquilizarla, que lo haría más tarde, la religiosa se agitó, tomándole la ropa en el puño.

—No; sea ahora, que todas están ocupadas. Hay algo que quiero que tengas…

Ante el desconcierto de Sebastiana, exhaló en su oreja:

—En el cofre… allí encontré… toma el libro que está debajo de todos, a la izquierda. Dice: Pedacio Dioscórides Anazarbeo, acerca de la Materia Medicinal…

Sebastiana necesitó que se lo repitiera y luego, pensando que estaba en trance de agonía, se puso de pie dispuesta a hacerle creer que iba a la cripta. Pero en el momento en que salía, la monja ordenó con un graznido a la novicia que estaba a su disposición:

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