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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (33 page)

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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Vi en la mesa una tarjeta de Navidad, un petirrojo en el tronco de un árbol, nieve y ramitas peladas alrededor. Indiqué el pájaro y le di la pluma a José. Dibujó el pájaro magníficamente, y utilizó una pluma roja para el pecho. Los pies tenían algo de garras asiendo la corteza (me sorprendió, entonces y más tarde, la necesidad que tenía de subrayar la capacidad de asir de manos y pies, de establecer contacto seguro, casi apremiante, obsesivo). Pero (¿qué sucedía?) la seca ramita invernal, próxima al tronco de árbol, había crecido en el dibujo, convirtiéndose en un brote abierto florido. Había otras cosas que quizás fuesen simbólicas, aunque no podía estar seguro. Pero la transformación destacada y emocionante y más significativa era ésta: que José había transformado el invierno en primavera.

Ahora, por fin, empezaba a hablar. (Aunque «hablar» es un término demasiado fuerte para las emisiones extrañas, titubeantes, ininteligibles que brotaban, sorprendiéndole a él en ocasiones tanto como a nosotros.) Porque todos nosotros, José incluido, le habíamos considerado total e incorregiblemente mudo, por incapacidad, por indisposición o por ambas cosas (había la actitud, además del hecho, de no hablar). Y también aquí nos resultaba imposible determinar cuánto era «orgánico» y cuánto era cuestión de «motivación». Habíamos reducido, aunque no eliminado, sus trastornos del lóbulo temporal… sus electroencefalogramas no eran nunca normales; mostraban aún en esos lóbulos una especie de murmullos eléctricos de baja intensidad, espigas ocasionales, disritmia, ondas lentas. Pero constituían una inmensa mejora comparados con lo que eran en el momento de su ingreso en la institución. José podía eliminar la convulsividad, pero no podía reparar la lesión que la había sostenido.

No cabía duda de que habíamos conseguido mejorar sus
potenciales
fisiológicos del habla, aunque había una deficiencia en su capacidad de utilizar, comprender e identificar el lenguaje, con la que, indudablemente, habría de enfrentarse siempre. Pero, y tenía una importancia similar, ahora luchaba por recuperar su entendimiento y su lenguaje (instado por todos nosotros y guiado en particular por el terapeuta del lenguaje), mientras que hasta entonces había aceptado la situación, desesperada o masoquísticamente, y se había negado casi en redondo a la comunicación con los demás, verbal y de cualquier otro tipo. El deterioro del lenguaje y la negativa a hablar se habían unido previamente en la malignidad doble de la enfermedad; ahora, la recuperación del lenguaje y las tentativas de hablar se unían felizmente en la doble benignidad de empezar a curarse. Era evidente, hasta para los más optimistas, que José no llegaría a hablar nunca de un modo normal, que el lenguaje jamás podría ser para él un auténtico vehículo de autoexpresión, que sólo podría servir para expresar sus necesidades más elementales. Y también él parecía creer esto y, aunque siguiese luchando por recuperar la palabra, se volcaba más rabiosamente en el dibujo como forma de autoexpresión.

Un último episodio. José había sido trasladado del pabellón de ingreso de frenéticos a un pabellón especial más tranquilo y sosegado, más hogareño, menos carcelario que el resto del hospital: un pabellón que contaba con una calidad y un número excepcional de especialistas y de personal, concebido especialmente, como diría Bettelheim, como «un hogar para el corazón», para pacientes con autismo que parecen requerir un tipo de atención amorosa y esmerada que pocos hospitales pueden proporcionar. Cuando subí a este nuevo pabellón, José me hizo un gesto vivo con la mano en cuanto me vio, un gesto expansivo, franco. Jamás lo hubiese imaginado capaz de un gesto como aquél. Indicó la puerta cerrada, quería que la abriesen, quería salir.

Me condujo él mismo escaleras abajo, afuera, al jardín cubierto de hierba, bañado por el sol. Según pude saber no había salido, voluntariamente, desde los ocho años, desde el principio mismo de su enfermedad y su retiro. Ni siquiera tuve que ofrecerle una pluma… cogió una él mismo. Paseamos por el jardín, José miraba de cuando en cuando el cielo y los árboles, pero sobre todo miraba el suelo, a sus pies, la alfombra malva y amarilla de trébol y diente de león sobre la que caminaba. Tenía buena vista para los colores y las formas de las plantas, localizó enseguida y cogió un extraño trébol blanco y localizó también uno aun más raro de cuatro hojas. Diferenció nada menos que siete tipos distintos de hierba y pareció identificar, saludar, a cada uno de ellos como a un amigo. Le entusiasmaban sobre todo los grandes dientes de león amarillos, abiertos, todas las florecillas expuestas al sol. Aquélla era su planta… así lo sentía, y para demostrar su sentimiento la dibujaría. La necesidad de dibujar, de rendir homenaje gráfico, era inmediata y vigorosa: se arrodilló, colocó el cuaderno en el suelo, y, cogiendo el diente de león, lo dibujó.

Creo que era el primer dibujo del natural que José hacía desde que su padre lo llevaba de niño a dibujar al campo, antes de que cayese enfermo. Es un dibujo espléndido, fiel, lleno de vida. Muestra su amor a la realidad, a otra forma de vida. Es, en mi opinión, bastante similar, y no inferior, a las magníficas y vividas flores que se ven en los herbarios y botánicas medievales, esmerada, botánicamente exacta, aunque José no tenga ningún conocimiento formal de botánica, y no pueda enseñársele o entenderlo si se intentase. Su inteligencia no está estructurada para lo abstracto, lo conceptual. Eso no es para él asequible como vía hacia la verdad. Pero José tiene una pasión y una capacidad real para lo particular, le encanta, entra en ello, lo recrea. Y lo particular, si uno es suficientemente particular, es también una vía (podríamos decir que es la vía de la naturaleza) hacia la realidad y la verdad.

Lo abstracto, lo categórico, no tiene el menor interés para el autista, para el que lo concreto, lo particular, lo singular, lo es todo. No hay la menor duda de que es así, sea por una cuestión de capacidad o de disposición. El autista, que carece del sentido de lo general, o de disposición para apreciarlo, parece estructurar su visión del mundo exclusivamente a base de detalles particulares. Viven así no en un universo sino en lo que William James llamaba un «multiverso» de detalles innumerables, precisos y apasionadamente intensos. Se trata de una mentalidad situada en el extremo opuesto de la generalizadora, la científica, pero que es a pesar de ello «real», igualmente real, de un modo completamente distinto. Esta mentalidad la imaginó Borges en su relato «Funes el memorioso» (lo mismo que Luria en su Mnemotécnico):

[Ireneo], no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas… En el vertiginoso mundo de Funes, había sólo detalles, casi inmediatos en su presencia… Nadie… ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo.

A José le sucedía exactamente lo mismo que al Ireneo de Borges. Pero no es inevitablemente una circunstancia desdichada: en los detalles particulares puede haber una satisfacción profunda, sobre todo si brillan, como podían brillar para José, con un resplandor emblemático.

Yo creo que José, un autista, un retrasado además, tiene un don tal para lo concreto, para la
forma
, que es, a su manera, un naturalista y un artista nato. Capta el mundo como formas (formas sentidas de un modo directo e intenso) y las reproduce. Posee unas magníficas capacidades reproductivas, pero posee también capacidades figurativas. Es capaz de dibujar una flor o un pez con una fidelidad sorprendente, pero puede también dibujar uno que sea una personificación, un emblema, un sueño, o una broma. ¡Y se considera al autista falto de imaginación, de alegría, de arte!

En realidad no se admite que existan criaturas como José. No se admite que existan artistas infantiles autistas como «Nadia». ¿Son tan excepcionales realmente, o se los margina? Nigel Dennis, en un brillante ensayo sobre Nadia que apareció en la
New York Review of Books
(4 de mayo de 1978), se pregunta cuántas «Nadias» del mundo son menospreciadas o marginadas, sus notables trabajos desechados y destinados a la papelera, o simplemente, como en el caso de José, tratados sin consideración alguna, como un don extraño, aislado, insignificante, sin ningún interés. Pero el artista autista o (seamos menos arrogantes) la imaginación autista, no es algo excepcional ni mucho menos. He visto docenas de ejemplos de ella y sin hacer ningún esfuerzo especial por buscarlos.

Los autistas, por su carácter, raras veces están abiertos a influencias. Su «destino» es estar aislados, y en consecuencia ser originales. Su «visión», si puede vislumbrarse, procede de dentro y parece aborigen. A mí me parecen, a medida que veo más ejemplos, una especie extraña en nuestro medio, rara, original, dirigida totalmente hacia dentro, distinta a todas las demás.

El autismo se consideró en tiempos como una esquizofrenia de infancia, pero es más bien lo contrario fenómenológicamente. El esquizofrénico está siempre aquejado de «influencia» del exterior: es pasivo, se juega con él, no puede ser él mismo. El autista se quejaría (si se quejase) de ausencia de influencia, de aislamiento absoluto.

«Ningún hombre es una isla, completa en sí misma», escribió Donne. Pero esto es precisamente lo que es el autismo: una isla, separada del continente. En el autismo «clásico», que se hace manifiesto, y es a menudo total, en el tercer año de vida, la separación es tan prematura que puede no haber ningún recuerdo del continente. En el autismo «secundario», como el de José, debido a lesión cerebral en una etapa más tardía de la vida, hay algún recuerdo, puede que cierta nostalgia, del continente. Quizás esto explique por qué José era más accesible que la mayoría, y por qué podía, dibujando al menos, mostrar que se producía interacción.

¿El ser una isla, el estar separado, es inevitablemente una muerte? Puede ser una muerte, pero no inevitablemente. Porque aunque se hayan perdido las conexiones «horizontales» con los demás, con la sociedad y la cultura, puede haber aún conexiones «verticales» intensificadas y vitales, conexiones directas con la naturaleza, con la realidad, sin influencias, sin intermediarios, inasequibles para cualquier otro. Este contacto «vertical» es muy notable en el caso de José, debido a la penetrante franqueza, la claridad absoluta de sus percepciones y dibujos, sin la menor huella o matiz de ambigüedad o desviación, un vigor pétreo, sin influencia ajena.

Esto nos lleva a nuestra cuestión final: ¿hay algún «lugar» en el mundo para un hombre que es como una isla, que no puede ser aculturado, al que no se le puede hacer formar parte del continente? ¿Puede «el continente» adaptarse a lo singular, hacerle un sitio? Hay similitudes aquí con las reacciones sociales y culturales ante el genio. (No quiero sugerir con esto, claro, que todos los autistas posean un talento genial, sólo que comparten con el genio el problema de la singularidad.) Concretando más: ¿qué le reserva el futuro a José? ¿Hay algún «lugar» para él en el mundo que emplee su autonomía, pero la deje intacta?

¿Podría, con su excelente vista y su gran amor a las plantas, hacer ilustraciones para obras botánicas o herbarios? ¿Podría ser ilustrador de textos de anatomía o de zoología? (Véase el dibujo que me hizo cuando le enseñé una ilustración de un manual del tejido en capas llamado «epitelio ciliado».) ¿Podría participar en expediciones científicas y hacer dibujos (pinta y hace maquetas con la misma facilidad) de especies raras? Su concentración pura sobre el objeto que tiene delante sería ideal en estas circunstancias.

O, dando un salto extraño pero no absurdo, ¿podría, con sus peculiaridades, su idiosincrasia, hacer dibujos para cuentos de hadas, cuentos para párvulos, cuentos bíblicos, mitos? O (dado que no sabe leer y para él las letras son sólo formas puras y bellas) ¿no podría ilustrar, y adornar, las soberbias mayúsculas de misales y breviarios manuscritos? Ha hecho bellos retablos para iglesias, en mosaico y en madera coloreada. Ha tallado letras exquisitas en lápidas. Su «trabajo» actual es escribir con letras de imprenta letreros diversos para el pabellón, que hace con los adornos y fiorituras de una Carta Magna moderna. Todo esto puede hacerlo, y hacerlo muy bien. Y sería útil y placentero para los demás, y placentero también para él. Podría hacer todas estas cosas, pero, por desgracia, no hará ninguna, salvo que alguien muy comprensivo, y con oportunidades y medios, pueda guiarlo y emplearlo. Porque, tal como están las cosas, probablemente no haga nada, y lleve una vida inútil y estéril, como la que llevan tantos otros autistas en pabellones retirados de un hospital del Estado, donde ni les hacen caso ni los tienen en cuenta.

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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