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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (52 page)

BOOK: El hijo del desierto
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—Como te comenté una vez, tengo ilusión por establecerme y formar una familia, como casi todo el mundo. Este diario me facilitará enormemente la elección de mi esposa.

—Nunca vi tanta inmoralidad en un cuerpo tan pequeño —dijo Sejemjet devolviéndole los papiros—. No tienes solución.

* * *

La real comitiva continuó su camino hacia Tunip. Atravesaron los valles del norte, unos parajes que Sejemjet conocía bien por haber combatido en ellos durante las pasadas campañas. Mas en aquella ocasión su corazón se hallaba lejano a la cólera que había experimentado las anteriores veces, pues el amor lo desbordaba. Era tal la ilusión y las nuevas esperanzas que sentía hacia su futuro, que por primera vez en su vida vio a ésta como algo más que un permanente campo de batalla. La guerra ya no era su prioridad, ahora había personas que lo querían y que esperaban venir al mundo para verlo a través de la inocencia de quien todavía nada conoce. Sin querer empezó a hacer proyectos de futuro para su hijo, del que no pensaba separarse jamás. La ternura afloró en su mirada, e incluso su benevolencia.

—Set me pierda si el hijo de Montu no está enamorado —le dijo una noche Senu sentado junto al brasero—. Sólo se me ocurre una razón así para que una divinidad como la tuya acceda a convertirse en hombre. ¿Es guapa la chica?

Sejemjet lo miró de soslayo. Él nunca le había hablado de su relación con Nefertiry, aunque ahora que iba a tener un hijo con ella deseaba contarlo a todo aquel que quisiera escucharlo.

—¡Ahora entiendo tu mística reserva! —exclamó Senu alborozado—. Qué poco me equivocaba yo al hablar de tu divinidad. La reconocí la primera vez que te vi. Tengo ese particular don para darme cuenta de este tipo de cosas. Podríamos decir que te convertirás en yerno de Tutmosis. Emparentarás con el Horus reencarnado. Ya puedo imaginar el hijo que está próximo a nacer. Llevará la sangre del dios de Kemet y la de Montu. Lo nunca visto.

—No grites, enano del demonio, y abstente de contarlo a todo el mundo o divulgaré lo de tu diario. Eres el único de esta expedición que está enterado de la buena nueva, y confío en tu discreción de camarada.

Senu se echó teatralmente al suelo y se postró de hinojos como si estuviera ante Amón en persona.

—¡Qué honor me haces, hijo de los dioses, qué honor me haces! No te defraudaré. Tú eres mi guía y sería incapaz de traicionar tu confianza.

—No estoy tan seguro de que seas capaz de guardar el secreto.

—Eso es porque tienes una idea equivocada de mí. Mis vicios nada tienen que ver con mi discreción y camaradería. Por cierto, ¿cómo vas a llamar al niño? —preguntó de repente el hombrecillo—. Se me ocurre que si es niño podríais ponerle Senu, suena muy bien y...

—Sí, suena a vicios y genios desatados, y a sodomía incontrolada, que sé que eso te gusta.

—Tampoco hay que exagerar, uno tiene sus debilidades pero...

—Pero no se llamará Senu —le cortó Sejemjet—. Con uno como tú ya tenemos bastante en Egipto.

El hombrecillo agachó la cabeza, como apesadumbrado, en un gesto que acostumbraba a prodigar y que solía darle buenos resultados. Como casi siempre, su escenificación hizo su efecto y Sejemjet acabó por darle un pescozón cariñoso.

—Mañana llegaremos a Tunip para hacernos cargo de las princesas. Luego podremos regresar a Egipto. No veo la hora de volver a saludar a Hapy.

—¿Cuántos días estaremos en Tunip? —quiso saber Senu.

—Eso dependerá del protocolo, supongo. En cualquier caso no nos corresponde a nosotros decidirlo.

—Espero que podamos pasar un mes en la ciudad. Tengo entendido que sus mujeres son muy buenas amantes, aunque no se puedan comparar con las egipcias, las mejores de todas; o aun con las babilonias, que son muy viciosas.

—Abstente de originar ningún altercado en Tunip durante nuestra estancia en la ciudad o no respondo de lo que pueda ocurrirte. Si algo sale mal por tu culpa, el dios mandará que te desollen vivo. Él mismo hizo hincapié en ello —mintió Sejemjet.

—¿De verdad que el dios me conoce? —quiso saber Senu, asombrado.

—Como si fuerais amigos de toda la vida. Él sabe de tus vicios y también está al tanto de lo podrido que tienes el corazón. Él es dios, y puede ver esas cosas, no lo olvides.

Senu bajó la vista sin saber qué decir.

—Seré un espejo en el que puedan mirarse las virtudes —musitó al rato—. Nunca sospeché algo semejante. El dios me conoce —repitió mientras se alejaba.

La estancia en Tunip resultó para Sejemjet aún más tediosa de lo que había sido el viaje. A él, todas aquellas recepciones y festejos le aburrían soberanamente. Se sentía fuera de lugar entre los príncipes y los
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que era como se conocía a la aristocracia local. Sin embargo, todos en la capital habían oído hablar de él, y no pocos lo habían sufrido en alguno de los asaltos llevados a cabo en las anteriores guerras. Su nombre era sinónimo de desastre, y los paisanos procuraban evitarlo.

Justo era reconocer que el enviado por el señor de las Dos Tierras, Amunedjeh, se hallaba en su elemento, pues demostraba poseer una especial habilidad a la hora de tratar con aquellas gentes. Como solía ser norma en tales casos, todo se realizaba sin prisas y con una parsimonia que llegaba a exasperar a Sejemjet, que no veía el momento de regresar a la Tierra Negra para abrazar de nuevo a Nefertiry.

A Senu, sin embargo, aquella forma de llevar las cosas le parecía una bendición caída del cielo. Estaba encantado del lento desarrollo de las negociaciones, pues había confraternizado enseguida con las gentes del lugar, ante las que se daba no poca importancia.

—El dios Menjeperre en persona me eligió para este cometido sin par. Él me conoce y sabe de mis particularidades —decía a todo aquel que estaba dispuesto a escucharlo.

A no mucho tardar, su pequeña figura se hizo habitual por las calles de Tunip, aunque éstas no resultaron ser como los palmerales de Tebas. A la tercera proposición deshonesta que se le ocurrió hacer hubo que encerrarle para evitar males mayores, aunque todo se pudo reconducir con discreción y la cosa no fue a más. Senu acabó siendo asiduo de un lupanar de la ciudad en el que hizo amistad con el dueño, y Sejemjet pensó que quizá fuera lo mejor, pues al menos estaría controlado.

Más de un mes permanecieron en la capital hasta que al fin todo estuvo listo para iniciar el viaje de regreso. El faraón estrechaba sus lazos de amistad con el príncipe de Tunip por medio del matrimonio con tres de sus hijas. Su sangre se uniría así con la de aquel pueblo que a cambio le juraba fidelidad y le garantizaba los tributos correspondientes. Ahora eran dos estados amigos, y como tales prometieron defenderse mutuamente de los belicosos hurritas del norte, y de todos aquellos que se atrevieran a alzar su brazo contra cualquiera de ellos. La alianza quedaba sellada allí mismo en una ceremonia que tendría continuidad en Tebas cuando el faraón recibiera a sus nuevas esposas en la corte.

Después de la conquista de Karkemish y la erección de la estela conmemorativa de Tutmosis, toda la región había corrido a presentar sus deseos de amistad al faraón. Nadie a lo largo de la Historia había visto algo igual a lo acontecido junto al Éufrates. Nunca los pueblos que habitaban aquellas tierras habían sido testigos de tales alardes; ningún ejército había atravesado Siria con barcos desmontados para luego armarlos y cruzar el legendario río. Sólo el Toro Poderoso había sido capaz de hacerlo. Por ello no era de extrañar que hasta el rey de Babilonia hubiera querido felicitar en persona al gran Tutmosis. Karaindash, el rey de la dinastía cassita que gobernaba en Babilonia, era ahora amigo personal del señor de Kemet, al que reconocía su grandeza. La ciudad de Tunip hacía bien en aliarse con Egipto, y su príncipe quería zanjar con ello las pasadas diferencias.

El primer heraldo real cerró los tratados satisfactoriamente, y a la embajada egipcia se unieron las tres princesas con su séquito y una pequeña guardia. La salida de la ciudad supuso todo un acontecimiento, y los ciudadanos los despidieron con loas al gran faraón que mezclaba su sangre con la de ellos.

A Senu casi hubo que llevárselo a rastras pues, según él, había llegado a tomar cariño a aquellas gentes.

—Nunca volveré a levantar mi brazo contra ellos —decía compungido mientras dejaban atrás la ciudad—, y menos les cortaré las manos. Una vez que los conoces son cariñosos, y ellas muy consideradas.

Como las princesas viajaban con un gran número de sirvientes, la comitiva casi se transformó en caravana. «Demasiados para tan pocos hombres de armas como hay», pensó Sejemjet al verlo, y un extraño presentimiento empezó a tomar cuerpo en él. Era como si los dioses de la guerra a los que siempre había sido fiel le advirtieran de que un peligro cierto los acechaba. El joven conocía muy bien lo poco dados a bromear que resultaban Montu o el terrible Set. Si ellos le avisaban, debía tomar precauciones.

Sejemjet decidió situar a algunos de sus hombres en ambos flancos, y a una distancia desde la que pudieran avisar con tiempo suficiente en caso de tener que repeler un ataque. Amunedjeh se burló al ver aquel despliegue, e hizo caso omiso de los temores del joven.

—Esta zona es tan segura como la carretera que va de Menfis a Iunú —se mofó—. ¿Olvidas que el príncipe de Tunip en persona nos entregó a sus hijas? Creo que no podré hablar nada bien de ti a nuestra llegada a Tebas. Mehu se ha equivocado al enviarte. Me desagradas, Sejemjet.

Al joven le daban lo mismo aquellas fatuidades. Él sabía de lo que hablaba.

—Yo también puedo notarlo, divino Sejemjet —le dijo Senu una noche—. Hay que estar alerta. Puedo oler la sangre antes de que ésta se derrame.

Durante varias jornadas, la real embajada atravesó las planicies del norte hasta llegar al río Orontes, allí donde las cordilleras del Líbano y Antilíbano hacían un intento de unirse. Al otro lado los esperaba la zona norte del valle de La Bekaa, que Sejemjet tan bien conocía, y luego el territorio de los amorritas donde embarcarían de nuevo en una nave que los devolviese al país de las Dos Tierras.

Cuando alcanzaron el valle de La Bekaa, el cielo se volvió negro y amenazador, y el viento del oeste comenzó a soplar con intensidad. Llegaba cargado con la humedad del mar, y parecía que alimentara a las torvas nubes, que se tornaron aún más amenazantes.

—Qué cerca estamos de Kumidi —le dijo Senu sin poder remediarlo—. Podríamos acercarnos a saludar a los amigos que allí dejamos. Así visitaría de nuevo El Edén de Hathor; pasé momentos inolvidables allí.

—Más vale que estés atento —le contestó Sejemjet—. Este terreno es propicio para las emboscadas.

No había nada que desanimara más al
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que ver hechos realidad sus peores presagios. Sería porque siempre había poseído una particular clarividencia para presentirlos, pues por algo conocía tan bien las reglas que regían en la guerra. Por ello no le extrañó en absoluto todo lo que aconteció, pues no en vano ya se lo habían advertido los dioses de los que era devoto.

Todo ocurrió con la rapidez con que suelen presentarse las emboscadas. El terreno era el más adecuado, ya que el valle se estrechaba en aquel lugar entre elevados farallones que hacían imposible el situar soldados de vigilancia en los flancos. A Sejemjet le pareció que si sus temores habían de hacerse realidad, aquel lugar era el apropiado. Dispuso a sus hombres lo mejor que pudo, y al poco comenzó a llover con fuerza. La caravana se detuvo, y Amunedjeh ordenó que se montaran las tiendas para guarecerse de la lluvia hasta que escampara.

—Este sitio no es el adecuado —le advirtió Sejemjet—. Debemos salir del valle lo antes posible.

—¿Acaso pretendes que las princesas se calen hasta los huesos? —le respondió el heraldo indignado—. Ellas no son el ganado con el que tú acostumbras a tratar.

Sejemjet frunció los labios y fulminó al real funcionario con la mirada. La lluvia arreciaba por momentos, y el viento traía ráfagas que sonaban lastimeras por entre las escarpadas cumbres.

Entonces escuchó una especie de aullido que se abría paso por encima del fragor del temporal que amenazaba con desatarse. Eran gritos que él ya había escuchado antes, y que sin poder evitarlo le hicieron temer lo peor. En un abrir y cerrar de ojos, el valle se llenó de hombres armados que corrían hacia la comitiva gritando como los genios que guardan las puertas del Duat.

—¡Los apiru! ¡Nos atacan los apiru! —gritó Sejemjet en tanto corría hacia las princesas—. ¡Formad en círculo! ¡Agrupaos alrededor de las esposas del dios! —ordenó a sus hombres—. Rápido, todos al interior del círculo —dijo al tiempo que hacía señas al heraldo, que parecía no comprender lo que ocurría.

—Pero, pero... —balbuceaba mientras Sejemjet lo empujaba junto a una de las carretas—. Esto no es posible. Se trata de una delegación diplomática y...

—Los apiru no entienden de eso. Vienen en busca de pitanza y se llevarán todo el botín que puedan. Ellos no poseen una nación con la que negociar. Son bandidos, ¿comprendes?

Amunedjeh parpadeó repetidamente, incapaz de asimilar lo que le decían. Él era el enviado del faraón, y ningún bandolero osaría levantar su mano contra él.

Sejemjet dispuso a la comitiva lo mejor que pudo, protegida entre las carretas. Pero no había tiempo para hacer más, pues los apiru cayeron sobre ellos como si se tratara de una horda. Eran más de trescientos, y se precipitaron desde todos los lados, blandiendo espadas y mazas.

Con apenas doscientos hombres, la real comitiva a duras penas podía contener aquel ataque. Sejemjet se batía como un león, y con la
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en la mano rebanaba cuellos a diestro y siniestro a la vez que daba ánimos a sus hombres con gritos que se abrían paso entre el ulular del viento. La lluvia creaba espesos cortinajes en derredor que dotaban a la escena de una difusa irrealidad. Las figuras que se movían en ella, acuchillándose como bestias, parecían espectros salidos de entre los goterones, como si se presentaran formando parte de la propia tempestad que azotaba el valle. Surgían y desaparecían como si fueran seres mágicos movidos por las implacables manos de la muerte. En aquella representación no había más argumento que el que Anubis había dispuesto para la ocasión. El dios de los muertos necesitaba nuevos difuntos a los que acompañar al Juicio de Osiris, y aquellos hombres estaban dispuestos a presentarse voluntariamente. La lluvia martilleaba sobre los cascos de bronce, y su sonido se entremezclaba con el estrépito del golpear de los escudos y el entrechocar de las armas. Gritos de moribundos, de los que otorgan la muerte, de los que sufren alguna amputación, de los que no pueden defenderse... El aguacero envolvía aquel estrépito de horror en su propio lenguaje mientras el viento se encargaba de transmitirlo a todo aquel que quisiera escucharlo. Los hombres volvían a matarse entre ellos en el valle, sin que les importara cabalgar entre los rociones del agua que los azotaba, ajenos a todo lo que no fuera su propia barbarie o dar satisfacción a su ira.

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