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Authors: Francis Fukuyama

El Fin de la Historia (4 page)

Las reiteradas afirmaciones de Gorbachov en el sentido que sólo está procurando recuperar el significado original del leninismo son en sí una suerte de doble lenguaje orwelliano. Gorbachov y sus aliados permanentemente han sostenido que la democracia al interior del partido era de algún modo la esencia del leninismo, y que las diversas prácticas liberales de debate abierto, elecciones con voto secreto, e imperio de la ley, formaban todos pane del legado leninista, y sólo se corrompieron más tarde con Stalin. Aunque prácticamente cualquiera puede parecer bueno si se le compara con Stalin, trazar una línea tan drástica entre Lenin y su sucesor es democrático de Lenin era el centralismo, absolutamente rígida, monolítica y disciplinada de un partido comunista de vanguardia jerárquicamente organizado, que habla en nombre del
demos
. Todos los virulentos ataques de Lenin contra Karl Kautsky, Rosa Luxemburgo y varios otros mencheviques y rivales cuestionable. La esencia no la democracia; esto del centralismo

es, la dictadura social demócratas, para no mencionar su desprecio por la “legalidad burguesa” y sus libertades, se centraban en su profunda convicción de que una revolución dirigida por una organización gobernada democráticamente no podía tener éxito.

La afirmación de Gorbachov de que busca retomar al verdadero Lenin es fácilmente comprensible: brezhnevismo, encuentra la URSS, necesita de un punto de apoyo en la historia soviética en el cual afincar la legitimidad de la continuación del mando del PCUS. Pero los requerimientos tácticos de Gorbachov no deben obnubilarnos el hecho que los principios democráticos y descentralizadores que ha enunciado, tanto en la esfera política como en la económica, son altamente subversivos de algunos de los preceptos más fundamentales del marxismo y del leninismo. En realidad, si el grueso de las proposiciones de reforma económica se llevaran a efecto, es difícil pensar que la economía soviética podría ser más socialista que la de otros países occidentales con enormes sectores públicos.

La Unión Soviética de ningún modo podría ahora catalogarse de país democrático o liberal, y tampoco creo que la
perestroika
tenga muchas posibilidades de triunfar en forma tal que dicha etiqueta pueda ser concebible en un futuro cercano. Pero al término de la historia no es necesario que todos los países se transformen en sociedades liberales exitosas, sólo basta que abandonen sus pretensiones ideológicas de representar formas diferentes y más elevadas de sociedad humana. Y en este respecto creo que algo muy importante ha sucedido en la Unión Soviética en los últimos años: las críticas al sistema soviético sancionadas por Gorbachov han sido tan vastas y devastadoras, que las posibilidades de retroceder con facilidad al stalinismo o al brezhnevismo son muy escasas. Gorbachov finalmente ha permitido que la gente diga lo que privadamente había comprendido desde hacía muchos años, es decir, que los mágicos encantamientos del marxismo-leninismo eran un absurdo, que el socialismo soviético no era superior en ningún aspecto al sistema occidental, sino que fue, en realidad, un fracaso monumental. La oposición conservadora en la URSS, conformada tanto por sencillos trabajadores que temen al desempleo y la inflación, como por funcionarios del partido temerosos de perder sus trabajos y privilegios, se expresa con claridad, es franco y puede ser lo suficientemente fuerte como para forzar la salida de Gorbachov en los próximos años. Pero lo que ambos grupos desean es tradición, orden y autoridad: y no manifiestan un compromiso muy profundo con el marxismo-leninismo, salvo por el hecho de haber dedicado gran parte de su propia vida a él
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. Para que en la Unión Soviética se pueda restaurar la autoridad, después de la demoledora obra de Gorbachov, se precisará de una nueva y vigorosa base ideológica, que aún no se vislumbra en el horizonte.

Si aceptamos por el momento que ya no existen los desafíos al liberalismo presentados por el fascismo y el comunismo, ¿quiere decir que ya no quedan otros competidores ideológicos? O, dicho de manera diferente, ¿existen otras contradicciones en las sociedades liberales, más allá de la de clases, que no se puedan resolver? Se plantean dos posibilidades: la de religión y la del nacionalismo.

El surgimiento en los últimos años del fundamentalismo religioso en las tradiciones Cristiana, Judía y Musulmana ha sido extensamente descrito. Se tiende a pensar que el renacimiento de la religión confirma, en cierto modo, una gran insatisfacción con la impersonalidad y vacuidad espiritual de las sociedades consumistas liberales. Sin embargo, aun cuando el vacío que hay en el fondo del liberalismo es, con toda seguridad, un defecto de la ideología —para cuyo reconocimiento, en verdad, no se necesita de la perspectiva de habiendo promovido una denuncia sindicados como causa originaria del exhaustiva del stalinismo y el

actual predicamento en que se la religión—
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, no está del todo claro que esto pueda remediarse a través de la política. El propio liberalismo moderno fue históricamente consecuencia de la debilidad de sociedades de base religiosa, las que no pudiendo llegar a un acuerdo sobre la naturaleza de la buena vida, fueron incapaces de proveer siquiera las mínimas precondiciones de paz y estabilidad. En el mundo contemporáneo, sólo el Islam ha presentado un Estado teocrático como alternativa política tanto al liberalismo como al comunismo. Pero la doctrina tiene poco atractivo para quienes no son musulmanes, y resulta difícil imaginar que el movimiento adquiera alguna significación universal. Otros impulsos religiosos menos organizados se han satisfecho exitosamente dentro de la esfera de la vida personal que se permite en las sociedades liberales.

La otra “contradicción” mayor potencialmente insoluble en el liberalismo es la que plantean el nacionalismo y otras formas de conciencia racial y étnica. En realidad, es verdad que el nacionalismo ha sido la causa de un gran número de conflictos desde la batalla de Jena. En este siglo, dos guerras catastróficas fueron generadas, de un modo u otro, por el nacionalismo del mundo desarrollado, y si esas pasiones han enmudecido hasta cierto punto en la Europa de la posguerra, ellas son aún extremadamente poderosas en el Tercer Mundo. El nacionalismo ha sido históricamente una amenaza para el liberalismo en Alemania, y lo continúa siendo en algunos lugares aislados de la Europa “poshistórica”, como Irlanda del Norte.

Pero no está claro que el nacionalismo represente una contradicción irreconciliable en el corazón del liberalismo. En primer lugar, el nacionalismo no es sólo un fenómeno sino varios que van desde la tibia nostalgia cultural a la altamente organizada y elaboradamente articulada doctrina Nacional Socialista. Solamente los nacionalismos sistemáticos de esta última clase pueden calificarse de ideología formal en el mismo nivel del liberalismo y el comunismo. La gran mayoría de los movimientos nacionalistas del mundo no tienen una proposición política más allá del anhelo negativo de independizarse “de” algún otro grupo o pueblo, y no ofrecen nada que se asemeje a un programa detallado de organización socioeconómica. Como tales, son compatibles con doctrinas e ideologías que sí ofrecen dichos programas. Y si bien ellos pueden constituir una fuente de conflicto para las sociedades liberales, este conflicto no surge tanto del liberalismo mismo como del hecho que el liberalismo en cuestión es incompleto. Por cierto, gran número de tensiones étnicas nacionalistas pueden explicarse en términos de pueblos que se ven forzados a vivir en sistemas políticos no representativos, que ellos no han escogido.

Puesto que es imposible descartar la aparición súbita de nuevas ideologías o contradicciones antes no reconocidas en las sociedades liberales, el mundo de hoy parece entonces confirmar que el avance de los principios fundamentales de la organización politico-social no ha sido muy extraordinario desde 1806. Muchas de las guerras y revoluciones que han tenido lugar desde esa fecha, se emprendieron en nombre de ideologías que afirmaban ser más avanzadas que el liberalismo, pero cuyas pretensiones fueron en definitiva desenmascaradas por la historia. Y, al tiempo, han contribuido a propagar el Estado homogéneo universal al punto que éste podrá tener un efecto significativo en el carácter global de las relaciones internacionales.

IV

¿Cuáles son las implicancias del fin de la historia para las relaciones internacionales?

Claramente, la enorme mayoría del Tercer Mundo permanece atrapada en la historia, y será área de conflicto por muchos años más. Pero concentrémonos, por el momento, en los Estados más grandes y desarrollados del mundo, quienes son, después de todo, los responsables de la mayor parte de la política mundial. No es probable, en un futuro predecible, que Rusia y China se unan a las naciones desarrolladas de Occidente en calidad de sociedades liberales, pero supongamos por un instante que el marxismo-leninismo cesa de ser un factor que impulse las políticas exteriores de estos Estados, una perspectiva que si aún no está presente, en los últimos años se ha convertido en real posibilidad. En una coyuntura hipotética como ésa: ¿cuán diferentes serían las características de un mundo desideologizado de las del mundo con el cual estamos familiarizados?

La respuesta más común es la siguiente: no muy distintas. Porque muchos son los observadores de las relaciones internacionales que creen que bajo la piel de la ideología hay un núcleo duro de interés nacional de gran potencia que garantiza un nivel relativamente alto de competencia y de conflicto entre las naciones. En efecto, según una escuela de teoría de las relaciones internacionales, que goza de popularidad académica, el conflicto es inherente al sistema internacional como tal, y para comprender la factibilidad del conflicto debe examinarse la forma del sistema —por ejemplo, si es bipolar o multipolar— más que el carácter específico de las naciones y regímenes que lo constituyen. Esta escuela, en efecto, aplica una visión hobbesiana de la política a las relaciones internacionales y presupone que la agresión y la inseguridad son características universales de las sociedades humanas, más que el producto de circunstancias históricas específicas.

Quienes comparten esa línea de pensamiento consideran las relaciones existentes entre los países de la Europa del siglo XIX, en el sistema clásico de equilibrio de poderes, como modelo de lo que sería un mundo contemporáneo desideologizado. Charles Krauthammer, por ejemplo, explicaba poco tiempo atrás que si la URSS se viera despojada de la ideología marxista-leninista como resultado de las reformas de Gorbachov, su conducta volvería a ser la misma de la Rusia Imperial decimonónica
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. Aunque estima que esto es más alentador que la amenaza de una Rusia comunista, deja entrever que todavía habrá un substancial grado de competencia y de conflicto en el sistema internacional, tal como lo hubo, digamos, entre Rusia y Gran Bretaña o la Alemania guillermina en el siglo pasado. Este es, por cierto, un punto de vista conveniente para aquellos que desean admitir que algo importante está cambiando en la Unión Soviética, pero que no quieren aceptar la responsabilidad de recomendar la reorientación radical de las políticas implícita en esa visión. Pero ¿es esto cierto?

En realidad, la noción de que la ideología es una superestructura impuesta sobre un substrato constituido por los intereses permanentes de una gran potencia, es una proposición sumamente discutible. Porque la manera en que un Estado define su interés nacional no es universal, sino que se apoya en cierto tipo de base ideológica, así como vimos que la conducta económica está determinada por un estado previo de conciencia. En este siglo, los Estados han adoptado doctrinas claras y coherentes, con programas explícitos de política exterior que legitiman el expansionismo, a semejanza del marxismo-leninismo o el nacional socialismo. La conducta expansionista y competitiva de los Estados europeos en el siglo diecinueve descansaba sobre una base no menos idealista; únicamente que la ideología que la impulsaba era menos explícita que las doctrinas del siglo veinte. No sin razón la mayoría de las sociedades “liberales” europeas no eran liberales en cuanto creían en la legitimidad del imperialismo, esto es, en el derecho de una nación a dominar a otras naciones sin tomar en cuenta los deseos de los dominados. Las justificaciones del imperialismo variaban de nación en nación, e iban desde la cruda creencia en la legitimidad de la fuerza, especialmente cuando se la aplicaba a los no europeos, a la Responsabilidad del Hombre Blanco y la Misión Evangelizadora de Europa, hasta el anhelo de dar a la gente de color acceso a la cultura de Rabelais y Molière. Pero cualesquiera fuesen las bases ideológicas específicas, todo país “desarrollado” creía que las civilizaciones superiores debían dominar a las inferiores, incluido, incidentalmente, el caso de los Estados Unidos respecto a Filipinas. En la última parte del siglo, esto produjo las ansias de una expansión territorial pura, la que desempeñara un papel nada pequeño en la generación de la Gran Guerra.

El fruto del imperalismo radical y desfigurado del siglo diecinueve fue el fascismo alemán, una ideología que justificaba el derecho de Alemania no sólo a dominar a los pueblos no europeos, sino también a “todos” aquellos que no eran alemanes. Pero, retrospectivamente, Hitler al parecer representó un insano desvío en el curso general del desarrollo europeo, y, desde su candente derrota, la legitimidad de cualquier clase de expansión territorial ha quedado desacreditada por completo
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. Luego de la segunda guerra mundial, el nacionalismo europeo se ha visto despojado de sus garras y de toda relevancia real en la política exterior, con el resultado de que el modelo decimonónico de conducta de las grandes potencias ha pasado a ser un severo anacronismo. La forma más extrema de nacionalismo que un país europeo ha podido exhibir desde 1945 fue el gaullismo, cuya asertividad ha sido ampliamente confinada a la esfera de la política y cultura perniciosas. La vida internacional en aquella parte del mundo donde se ha llegado al fin de la historia, se centra mucho más en la economía que en la política o la estrategia.

Los Estados occidentales desarrollados mantienen, por cierto, instituciones de defensa, y en el período de posguerra se han disputado arduamente su influencia para hacer frente al peligro comunista mundial. Esta conducta ha sido alentada, sin embargo, por la amenaza externa proveniente de Estados que poseen ideologías abiertamente expansionistas, y no se daría si no fuera por ello. Para que la teoría “neorrealista” pueda considerarse seriamente, tendríamos que creer que entre los países miembros de la OECD se restablecería la “natural” conducta competitiva si Rusia y China llegasen a desaparecer de la faz de la Tierra. Esto es, Alemania Occidental y Francia se armarían una contra la otra como lo hicieron en los años 30; Australia y Nueva Zelandia enviarían asesores militares con el objeto de bloquearse uno al otro sus respectivos avances en África, y se fortificaría la frontera entre EE.UU. y Canadá. Dicha perspectiva, por supuesto, es irrisoria: sin la ideología marxista-leninista tenemos muchas
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de la política mundial que competitividad propia del siglo diecinueve. Efectivamente, como lo demuestra nuestra experiencia cuando hemos tenido que abordar con los europeos materias tales como el terrorismo o Libia, ellos han ido mucho más lejos que nosotros en el camino de negar la legitimidad del uso de la fuerza en la política internacional, incluso en defensa propia.

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