Read El Fin de la Historia Online
Authors: Francis Fukuyama
Como consecuencia del descenso del problema de clase, puede decirse con seguridad que el comunismo resulta menos atractivo hoy en el mundo occidental desarrollado que en cualquier otro momento desde que finalizara la primera guerra mundial. Esto puede apreciarse de variadas maneras: en la sostenida disminución de la militancia y votación electoral de los partidos comunistas más importantes de Europa, así como en sus programas manifiestamente revisionistas; en el correspondiente éxito electoral de los partidos conservadores desde Gran Bretaña y Alemania hasta los de Estados Unidos y el Japón, que son abiertamente antiestatistas y pro mercado; y en un clima intelectual donde los más “avanzados” ya no creen que la sociedad burguesa deba finalmente superarse. Lo cual no significa que las opiniones de los intelectuales progresistas en los países occidentales no sean en extremo patológicas en muchos aspectos. Pero quienes creen que el futuro será inevitablemente socialista suelen ser muy ancianos o bien están al margen del discurso político real de sus sociedades.
Podríamos argumentar que la alternativa socialista nunca fue demasiado plausible en el mundo del Atlántico Norte, y que su base de sustentación en las últimas décadas fue principalmente su éxito fuera de esta región. Pero son las grandes transformaciones ideológicas en el mundo no europeo, precisamente, las que le causan a uno mayor sorpresa. Por cieno, los cambios más extraordinarios han ocurrido en Asia. Debido a la fortaleza y adaptabilidad de las culturas nativas de allí, Asia pasó a ser desde comienzos de siglo campo de batalla de una serie de ideologías importadas de Occidente. En Asia, el liberalismo era muy débil en el período posterior a la primera guerra mundial; es fácil hoy olvidar cuán sombrío se veía el futuro político asiático hace sólo diez o quince años. También se olvida con facilidad cuán trascendentales parecían ser los resultados de las luchas ideológicas asiáticas para el desarrollo político del mundo entero.
La primera alternativa asiática al liberalismo que fuera derrotada definitivamente fue la fascista, representada por el Japón Imperial. El fascismo japonés (como su versión alemana) fue derrotado por la fuerza de las armas americanas en la Guerra del Pacífico, y la democracia liberal la impusieron en Japón unos Estados Unidos victoriosos. El capitalismo occidental y el liberalismo político, una vez trasplantados a Japón, fueron objeto de tales adaptaciones y transformaciones por parte de los japoneses que apenas son reconocibles
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. Muchos norteamericanos se han dado cuenta ahora de que la organización industrial japonesa es muy diferente de la que prevalece en Estados Unidos o Europa, y U relación que pueda existir entre las maniobras faccionales al interior del gobernante Partido Democrático Liberal y la democracia es cuestionable. Pese a ello, el hecho mismo de que los elementos esenciales del liberalismo político y económico se hayan insertado con tanto éxito en las peculiares tradiciones japonesas es garantía de su sobrevivencia en el largo plazo. Más importante es la contribución que ha hecho Japón, a su vez, a la historia mundial, al seguir los pasos de los Estados Unidos para crear una verdadera cultura de consumo universal, que ha llegado a ser tanto un símbolo como la base de soporte del Estado homogéneo universal. V.S. Naipaul, viajando por el Irán de Khomeini poco después de la revolución, tomó nota de las señales omnipresentes de la publicidad de los productos Sony, Hitachi y JVC, cuyo atractivo continuaba siendo virtualmente irresistible y era un mentís a las pretensiones del régimen de restaurar un Estado basado en las reglas del
Shariab.
El deseo de acceder a la cultura de consumo, engendrada en gran medida por Japón, ha desempeñado un papel crucial en la propagación del liberalismo económico a través de Asia, y por tanto, del liberalismo político también.
El éxito económico de los otros países asiáticos en reciente proceso de industrialización (NICs) que han imitado el ejemplo de Japón, es hoy historia conocida. Lo importante desde un punto de vista hegeliano es que el liberalismo político ha venido siguiendo al liberalismo económico, de manera más lenta de que lo que muchos esperaban, pero con aparente inevitabilidad. Aquí observamos, una vez más, el triunfo del Estado homogéneo universal. Corea del Sur se ha transformado en una sociedad moderna y urbana, con una clase media cada vez más extensa y mejor educada que difícilmente podría mantenerse aislada de las grandes tendencias democráticas de su alrededor. En estas circunstancias, a una parte importante de la población le pareció intolerable el gobierno de un régimen militar anacrónico, mientras Japón, que en términos económicos apenas le llevaba una década de ventaja, tenía instituciones parlamentarias desde hace más de cuarenta años. Incluso el anterior régimen socialista de Birmania, que por tantas décadas permaneció en funesto aislamiento de las grandes tendencias dominantes en Asia, fue sacudido el año pasado por presiones tendientes a la liberación del sistema económico y político. Se dice que el descontento con el hombre fuerte, Ne Win, comenzó cuando un alto funcionario birmano tuvo que viajar a Singapur para recibir tratamiento médico, y, al ver cuán atrasada estaba la Birmania socialista respecto de sus vecinos de la ANSEA (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), estalló en llanto.
Pero la fuerza de la idea liberal parecería mucho menos impresionante si no hubiese contagiado a la más extensa y antigua cultura en Asia, China. La mera existencia de China comunista creaba un polo alternativo de atracción ideológica, y como tal constituía una amenaza al liberalismo. Sin embargo, en los últimos quince años se ha desacreditado casi por completo el marxismo-leninismo como sistema económico. Comenzando por el famoso tercer plenario del Décimo Comité Central, en 1978, el partido comunista chino emprendió la descolectivización agrícola que afectaría a los ochocientos millones de chinos que aún vivían en el campo. El rol del Estado en el agro se redujo al de un recaudador de impuestos, mientras la producción de bienes de consumo se incrementaba drásticamente con el objeto de dar a probar a los campesinos el sabor del Estado homogéneo universal y, con ello, un incentivo para trabajar. La reforma duplicó la producción china de cereales en sólo cinco años, y en el proceso le creó a Deng Xiao-ping una sólida base política desde la cual estuvo en condiciones de extender la reforma a otros sectores de la economía. Las estadísticas económicas apenas dan cuenta del dinamismo, la iniciativa y la apertura evidentes en China desde que se inició la reforma.
De ningún modo podría decirse que China es ahora una democracia liberal. En la actualidad, no más de un 20 por ciento de su economía es de mercado, y más importante todavía, continúa siendo gobernada por un partido comunista autodesignado, que no ha dado señal de querer traspasar el poder. Deng no ha hecho las promesas de Gorbachov respecto a la democratización del sistema político, y no existe equivalente chino de la
glasnost.
El liderazgo chino de hecho ha sido mucho más cuidadoso al criticar a Mao y el maoísmo que Gorbachov respecto de Brezhnev y Stalin, y el régimen sigue considerando, de palabra, al marxismo-leninismo como su base ideológica. Pero cualquiera que esté familiarizado con la mentalidad y la conducta de la nueva élite tecnocrática que hoy gobierna en China, sabe que el marxismo y los principios ideológicos son prácticamente irrelevantes como elementos de orientación política, y que el consumismo burgués tiene por primera vez desde la revolución significado real en ese país. Los diversos frenos en el andar de la reforma, las campañas en contra de la “contaminación espiritual” y las medidas represivas contra la disidencia política se ven más propiamente como ajustes tácticos en el proceso de conducir lo que constituye una transición política sumamente difícil. Al eludir la cuestión de la reforma política, mientras coloca a la economía en nuevo pie, Deng ha logrado evitar el quiebre de autoridad que ha acompañado a la
perestroika
de Gorbachov. Sin embargo, el peso de la idea liberal continúa siendo muy fuerte a medida que el poder económico se traspasa y la economía se abre más al mundo exterior. En la actualidad hay más de veinte mil estudiantes chinos en los Estados Unidos y otros países occidentales, casi todos ellos hijos de miembros de la élite china. Resulta difícil imaginar que cuando vuelvan a casa para gobernar se contenten con que China sea el único país en Asia que no se vea afectado por la gran tendencia democratizadora. En Pekín, las manifestaciones estudiantiles que estallaron primero en diciembre de 1986, y que hace poco volvieron a ocurrir con motivo de la impactante muerte de Hu Yao, fueron sólo el comienzo de lo que inevitablemente constituirá una mayor presión para un cambio también dentro del sistema político.
Lo importante respecto de China, desde el punto de vista de la historia mundial, no es el estado actual de la reforma ni aun sus perspectivas futuras. La cuestión central es el hecho que la República Popular China ya no puede servir de faro de las diversas fuerzas antiliberales del mundo, ya se trate de guerrilleros en alguna selva asiática o de estudiantes de clase media en París. El maoísmo, más que constituir el modelo para el Asia del futuro, se ha convertido en un anacronismo, y, en efecto, fueron los chinos continentales quienes se vieron afectados de manera decisiva por la influencia de la prosperidad y dinamismo de sus hermanos de raza de ultramar: la irónica victoria final de Taiwán.
Por importantes que hayan sido estos cambios en China, sin embargo, son los avances en la Unión Soviética —la patria “del proletariado mundial”— los que han puesto el último clavo en el sarcófago de la alternativa marxista-leninista a la democracia liberal. Es preciso que se entienda con claridad que, en términos de instituciones formales, no ha habido grandes cambios en los cuatro años transcurridos desde que Gorbachov llegara al poder: los mercados libres y las cooperativas representan sólo una pequeña parte de la economía soviética, la cual permanece centralmente planificada; el sistema político sigue estando dominado por el partido comunista, que sólo ha comenzado a democratizarse internamente y a compartir el poder con otros grupos; el régimen continúa afirmando que sólo busca modernizar el socialismo y que su base ideológica no es otra que el marxismo-leninismo; y, por último, Gorbachov encara una oposición conservadora potencialmente poderosa que puede revertir muchos de los cambios que han tenido lugar hasta ahora. Más aún, difícilmente pueden albergarse demasiadas esperanzas en las posibilidades de éxito de las reformas propuestas por Gorbachov, ya sea en la esfera de la economía o en la política. Pero no me propongo aquí analizar los acontecimientos en el corto plazo ni hacer predicciones cuyo objeto sea la formulación de políticas, sino examinar las tendencias subyacentes en la esfera de la ideología y de la conciencia. Y en ese respecto, claro está que ha habido una transformación sorprendente.
Los emigrados de la Unión Soviética han estado denunciando, por lo menos ahora hasta la última generación, que prácticamente nadie en ese país creía ya de verdad en el marxismo-leninismo, y que en ninguna otra parte sería esto más cierto que en la élite soviética, que continuaba recitando cínicamente slogans marxistas. Sin embargo, la corrupción y la decadencia del Estado soviético de los últimos años de Brezhnev parecían importar poco, ya que en tanto el Estado mismo se rehusase a cuestionar cualesquiera de los principios fundamentales subyacentes a la sociedad soviética, el sistema podía funcionar adecuadamente por simple inercia, e incluso exhibir cierto dinamismo en el campo de las políticas exterior y de defensa. El marxismo-leninismo era como un encantamiento mágico que, aunque absurdo y desprovisto de significado, constituía la única base común sobre la cual la élite podía gobernar la sociedad.
Lo que ha sucedido en los cuatro años desde que Gorbachov asumiera el poder es una embestida revolucionaria contra las instituciones y principios más fundamentales del stalinismo, y su reemplazo por otros principios que no llegan a ser equivalentes al liberalismo
per se
, pero cuyo único hilo de conexión es el liberalismo. Esto se hace más evidente en la esfera económica, donde los economistas reformistas que rodean a Gorbachov se han vuelto cada vez más radicales en su respaldo a los mercados libres, al punto que a algunos, como Nikolai Shmelev, no les importa que se les compare en público con Milton Friedman. Hoy existe un virtual consenso dentro de la escuela de economistas soviéticos actualmente dominante, en cuanto a que la planificación central y el sistema dirigido de asignaciones son la causa originaria de la ineficiencia económica, y que el sistema soviético podrá sanar algún día sólo si permite que se adopten decisiones libres y descentralizadas respecto de la inversión, el trabajo y los precios. Luego de un par de años iniciales de confusión ideológica, estos principios se han incorporado finalmente a las políticas, con la promulgación de nuevas leyes sobre autonomía empresarial, cooperativas, y por último, en 1988, sobre modalidades de arrendamientos y predios agrícolas de explotación familiar. Hay, por cierto, numerosos errores fatales en la actual aplicación de la reforma, especialmente en lo que respecta a la ausencia de una modificación integral del sistema de precios. Pero el problema ya no es de orden “conceptual”: Corbachov y sus lugartenientes parecen comprender suficientemente bien la lógica económica del mercado, pero al igual que los dirigentes de un país del Tercer Mundo que enfrenta al FMI, temen a las consecuencias sociales derivadas del término de los subsidios a los productos de consumo y otras formas de dependencia del sector público.
En la esfera política, los cambios propuestos a la Constitución soviética, al sistema legal y los reglamentos del partido no significan ni mucho menos el establecimiento de un Estado liberal. Gorbachov ha hablado de democratización principalmente en la esfera de los asuntos internos del partido, y ha dado pocas señales de querer poner fin al monopolio del poder que detenta el partido comunista; de hecho, la reforma política busca legitimar y, por tanto, fortalecer el mando del PCUS
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. No obstante, los principios generales que subyacen en muchas de las reformas —que el “pueblo” ha de ser verdaderamente responsable de sus propios asuntos; que los poderes políticos superiores deben responder a los inferiores y no a la inversa; que el imperio de la ley debe prevalecer sobre las acciones policíacas arbitrarias, con separación de poderes y un poder judicial independiente; que deben protegerse legalmente los derechos de propiedad, el debate abierto de los asuntos públicos y la disidencia pública; que los
soviets
se deben habilitar como un foro en el que todo el pueblo pueda participar, y que ha de existir una cultura política más tolerante y pluralista— provienen de una fuente completamente ajena a la tradición marxista-leninista de la URSS, aunque la formulación de ellos sea incompleta y su implementación muy pobre.