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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (101 page)

Concentramos la mirada sobre el diminuto texto.

—Es poesía…, versos que la gente escribía como muestras de cariño. Éste dice:
Á ma vie de coer entier
—dijo Matthew, rozando la superficie de oro con la punta de su dedo índice—. Es francés antiguo, y quiere decir: «Todo mi corazón para toda la vida». Y éste:
Mon debut et ma fin,
con una letra alfa y una letra omega.

Mi francés alcanzaba para traducir eso: «Mi principio y mi fin».

—¿Qué hay en la banda interior?

—Está grabada por ambos lados. —Matthew leyó las líneas, haciendo girar las bandas al hacerlo—.
Se souvenir du passé, et qu’il y a un avenir
. «Recuerda el pasado y que hay un futuro».

—Esos versos se adaptan a nosotros perfectamente. —Era extraño que Philippe hubiera escogido versos para Ysabeau hacía tanto tiempo que además tuvieran sentido para Matthew y para mí en el presente.

—Los vampiros son también una especie de viajeros del tiempo. —Matthew volvió a montar el anillo. Me cogió la mano izquierda y apartó la mirada, temeroso de mi reacción—. ¿Lo vas a usar?

Le toqué la barbilla con mis dedos para hacer que girara su cabeza hacia mí, y asentí con la cabeza, incapaz de pronunciar una sola palabra. El rostro de Matthew expresó timidez, y bajó la mirada hacia mi mano, todavía dentro de la suya. Deslizó el anillo en mi dedo pulgar hasta que se detuvo justo encima del nudillo.

—Con este anillo te desposo y te entrego mi cuerpo. —La voz de Matthew era serena, pero temblaba un poco. Con cuidado sacó el anillo para colocarlo en mi dedo índice y lo deslizó hasta llegar a la articulación intermedia—. Y con todos mis bienes terrenales te doto. —El anillo saltó por encima de mi dedo medio y encontró su sitio en el dedo anular de mi mano izquierda—. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. —Llevó mi mano hacia su boca y al mismo tiempo me miró a los ojos otra vez. Sus labios fríos apretaron el anillo sobre mi piel—. Amén.

—Amén —repetí—. Así que ahora estamos casados a los ojos de los vampiros y de acuerdo con la ley de la Iglesia. —El anillo me resultaba pesado, pero Ysabeau tenía razón: me quedaba bien.

—A tus ojos también, espero. —Matthew parecía inseguro.

—Por supuesto que estamos casados a mis ojos. —Algo de mi felicidad se tradujo en mi expresión, porque la sonrisa con que me respondió fue tan amplia y sentida de corazón como nunca había visto.

—Veamos si
maman
ha enviado más sorpresas. —Volvió su atención al maletín y sacó algunos libros más. Había otra nota, también de Ysabeau.

—«Éstos estaban junto al manuscrito que pediste —leyó Matthew—. Te los envío también, por si acaso».

—¿Son también de 1590?

—No —dijo Matthew pensativo—, ninguno de ellos. —Metió la mano otra vez en el maletín. Cuando la sacó, sostenía la insignia de plata de peregrino de Betania.

No había ninguna nota que explicara por qué estaba allí.

El reloj de la sala dio las diez. Teníamos que irnos… pronto.

—Me encantaría saber por qué ha enviado estos dos objetos. —Matthew parecía preocupado.

—Tal vez pensó que deberíamos llevar otras cosas valiosas para ti. —Yo sabía que él se sentía muy ligado al pequeño ataúd de plata.

—No si eso te hace más difícil concentrarte en 1590. —Miró el anillo en mi mano izquierda y yo cerré los dedos. No había manera de sacarlo, fuera de 1590 o no.

—Podemos llamar a Sarah y preguntarle qué le parece.

Matthew negó con la cabeza.

—No, no la molestaremos. Sabemos lo que tenemos que hacer: llevar tres objetos del pasado y nada más del presente o del pasado que pueda interferir. Haremos una excepción con el anillo, ahora que está en tu dedo. —Abrió el libro que estaba arriba y se quedó paralizado.

—¿Qué es?

—Mis anotaciones están en este libro…, y no recuerdo haberlas escrito ahí.

—Eso fue hace más de cuatrocientos años. Quizás lo olvidaste. —A pesar de mis palabras, un escalofrío recorrió mi columna vertebral.

Matthew echó un vistazo a algunas páginas más y respiró hondo.

—Si dejamos estos libros en la sala principal, junto con la insignia del peregrino, ¿la casa los cuidará?

—Lo hará si se lo pedimos —respondí—. Matthew, ¿qué está ocurriendo?

—Te lo diré después. Debemos irnos. Estas cosas —dijo levantando los libros y el ataúd de Lázaro— tienen que quedarse aquí.

Nos cambiamos en silencio. Me quité todo hasta quedarme desnuda y temblaba cuando me puse la túnica de lino, que resbaló sobre mis hombros. Los puños rozaron mis muñecas cuando llegó a mis tobillos, y el amplio cuello se cerró cuando tiré del cordón.

Matthew se quitó sus ropas y se vistió con la camisa con rapidez, ya que conocía bien ese estilo de prenda de vestir. Casi le llegaba a las rodillas y por debajo salían sus piernas blancas y largas. Mientras yo recogía nuestra ropa, Matthew fue al comedor y salió con una hoja en blanco y una de sus plumas favoritas. Su mano corrió veloz sobre la página, luego dobló esa única hoja para meterla en un sobre.

—Una nota para Sarah —explicó—. Le pediremos a la casa que también se ocupe de guardarla.

Llevamos los libros, la nota y el amuleto del peregrino al salón principal. Matthew los puso cuidadosamente en el sofá.

—¿Dejamos las luces encendidas? —preguntó Matthew.

—No —respondí—. Sólo la luz del porche, por si está oscuro cuando regresen a casa.

Se vio una fosforescencia verde cuando apagamos las lámparas. Era mi abuela, balanceándose en su mecedora.

—Adiós, abuela. —Ni Bridget Bishop ni Elizabeth estaban con ella.

«Adiós, Diana».

—La casa tiene que cuidar estas cosas. —Señalé el montón de objetos depositados sobre el sofá.

«No te preocupes por nada y sólo piensa en el lugar adonde vas».

Lentamente recorrimos toda la casa hasta la puerta trasera, y fuimos apagando las luces según avanzábamos. En la sala de estar, Matthew recogió el ejemplar de
Doctor Faustus,
el pendiente y la pieza de ajedrez.

Recorrí con la mirada la familiar cocina marrón por última vez.

—Adiós, casa.

Tabitha
escuchó mi voz y salió chillando de la despensa. Se detuvo con brusquedad y nos miró fijamente sin parpadear.

—Adiós,
ma petite
—la saludó Matthew, y se inclinó para rascarle las orejas.

Habíamos decidido partir desde el granero. Era un sitio tranquilo sin ningún rastro de vida moderna que pudiera distraernos. Atravesamos el huerto de manzanos sobre la hierba cubierta de escarcha con los pies desnudos. El frío hizo que apresuráramos el paso. Cuando Matthew abrió la puerta del granero, mi respiración se hacía visible en el aire frío.

—Está helando. —Apreté la túnica contra mi cuerpo mientras me castañeteaban los dientes.

—La chimenea estará encendida cuando lleguemos al Viejo Pabellón —dijo, pasándome el pendiente.

Pasé el fino hilo de metal a través del agujero de mi oreja y abrí la mano para recibir a la diosa. Matthew me la entregó.

—¿Qué más?

—Vino, por supuesto…, vino tinto. —Matthew me pasó el libro, me envolvió en sus brazos y me dio un fuerte beso en la frente.

—¿Dónde están tus habitaciones? —Cerré los ojos, y recordé el Viejo Pabellón.

—Arriba, en el lado occidental del patio, sobre el parque de los ciervos.

—¿Y qué olor tendrá?

—Olor a hogar —respondió—. A madera ardiendo y carne asada de la cena de los criados, cera de abejas de las velas y la lavanda que se usa para mantener perfumada la ropa de cama.

—¿Se puede oír algo especial?

—Nada en absoluto. Sólo las campanas de St. Mary y de St. Michael, el crepitar del fuego y los perros gruñendo en los escalones.

—¿Cómo te sientes cuando estás allí? —le pregunté, concentrándome en sus palabras y en los sentimientos que provocaban en mí.

—Siempre me he sentido… normal en el Viejo Pabellón —dijo Matthew en voz baja—. Es un lugar donde puedo ser yo mismo.

Un olorcillo a lavanda se elevaba por el aire, fuera de época y de lugar en un granero de Madison en octubre. Me maravillé por el olor y pensé en la nota de mi padre. Mis ojos estaban completamente abiertos a las posibilidades de la magia en ese momento.

—¿Qué haremos mañana?

—Caminaremos por el parque —me informó con un murmullo y sus brazos alrededor de mis costillas—. Si hace buen tiempo, saldremos a cabalgar. No habrá muchas flores en los jardines en esta época del año. En algún sitio debe de haber un laúd. Te enseñaré a tocarlo, si quieres.

Otro olor, picante y dulce, se unía al olor de la lavanda, y vi un árbol cargado de pesadas y doradas frutas. Una mano avanzó y un diamante brilló a la luz del sol, pero la fruta resultó inalcanzable. Sentí la frustración y el filo agudo del deseo, y recordé las palabras de Emily cuando me dijo que la magia estaba en el corazón tanto como en la mente.

—¿Hay un membrillo en el jardín?

—Sí —confirmó Matthew con la boca sobre mi pelo—. La fruta estará madura ahora.

El árbol se disolvió, pero no el olor dulzón, que permaneció con nosotros. Luego vi un plato de plata poco profundo sobre una larga mesa de madera. Velas y fuego se reflejaban en su superficie bruñida. Amontonados en el plato estaban los membrillos de color amarillo brillante que eran el origen del olor. Doblé los dedos sobre la tapa del libro que yo sostenía en mi presente, pero en mi mente se cerraron sobre una fruta del pasado.

—Puedo oler los membrillos. —Nuestra nueva vida en el Viejo Pabellón ya me estaba llamando—. Recuerda, no debes soltarte… pase lo que pase. —Con el pasado rodeándome por todos lados, la posibilidad de perderlo era lo único que me daba miedo.

—Nunca —dijo con firmeza.

—Y levanta el pie para luego bajarlo cuando yo te diga.

Se rió entre dientes.

—Te amo,
ma lionne
. —Era una respuesta poco habitual, pero era suficiente.

«El hogar», pensé.

Mi corazón latió con desesperación.

Una campana poco familiar anunció la hora.

Hubo un cálido roce del calor del fuego contra mi piel.

El aire estaba lleno de los olores de la lavanda, la cera de abejas y los membrillos maduros.

—Ha llegado el momento. —Juntos levantamos los pies y dimos un paso hacia lo desconocido.

Capítulo
43

L
a casa estaba anormalmente silenciosa.

Para Sarah no era sólo la ausencia de conversaciones o la partida de siete mentes activas lo que la hacía parecer tan vacía.

Era el hecho de no saber.

Habían vuelto a casa de la reunión de las brujas antes de lo habitual con el pretexto de que tenían que hacer las maletas para el viaje con Faye y Janet. Em encontró el maletín vacío junto al sofá en la sala de estar, y Sarah descubrió la ropa amontonada encima de la lavadora.

—Ya se han ido —había dicho Em.

Sarah se arrojó a sus brazos, con los hombros temblando.

—¿Están bien? —había susurrado.

—Están juntos —había respondido Em. No era la respuesta que Sarah quería, pero era sincera, igual que Em.

Habían puesto su ropa en unas bolsas, sin prestar demasiada atención a lo que estaban haciendo.
Tabitha
y Em ya estaban en la caravana y Faye y Janet esperaban pacientemente a que Sarah cerrara la casa.

Sarah y el vampiro habían conversado horas y horas en la despensa durante su última noche en la casa, compartiendo una botella de vino tinto. Matthew le había contado algo de su pasado y había compartido sus miedos por el futuro. Sarah había escuchado, haciendo un esfuerzo para no mostrar su propia conmoción y sorpresa ante algunas de las cosas que había oído. Aunque era pagana, Sarah comprendió que él quería confesarse y la había escogido para el papel de sacerdote. Ella le había dado la absolución como buenamente pudo, sabiendo todo el tiempo que algunos hechos jamás podrían ser perdonados ni olvidados.

Pero había un secreto que él se había negado a compartir, y Sarah seguía sin saber nada sobre el lugar y el tiempo al que había ido su sobrina.

Las tablas del suelo de la casa de las Bishop chirriaron en un coro de quejidos y suspiros mientras Sarah vagaba por las habitaciones familiares y oscuras. Cerró las puertas del salón principal y se volvió para despedirse del único hogar que había conocido.

Las puertas del salón principal se abrieron con un fuerte estruendo. Una de las tablas del suelo cerca de la chimenea se levantó de un salto para dejar ver un pequeño libro de encuadernación negra y un sobre color crema. Era la cosa más brillante en la habitación y reflejaba la luz de la luna.

Sarah ahogó un grito y estiró la mano. El cuadrado color crema voló fácilmente hacia ella, se apoyó con un leve golpecito y se dio la vuelta. Había una sola palabra escrita en él: «Sarah».

Tocó las letras ligeramente y vio los dedos blancos y largos de Matthew. Rompió el papel con el corazón latiéndole rápidamente.

«Sarah —decía—, no te preocupes: lo conseguimos».

Los latidos de su corazón se serenaron.

Sarah puso la hoja de papel sobre la mecedora de su madre e hizo un gesto hacia el libro. Una vez que la casa lo entregó, la tabla del suelo volvió a su lugar habitual con un crujido de madera vieja y el chirrido de clavos viejos.

Fue a la primera página.
La sombra de la noche. Contiene dos himnos poéticos creados por el caballero

G. C. 1594
. El libro olía a viejo, pero no de manera desagradable; como incienso en una polvorienta catedral.

«Muy propio de Matthew», pensó Sarah con una sonrisa.

Un papelito sobresalía por arriba. Eso la condujo a la página de la dedicatoria. «A mi querido y más respetable amigo Matthew Roydon». Sarah miró con más atención y vio un pequeño y descolorido dibujo de una mano con la muñeca tensa apuntando imperiosamente al nombre, con el número veintinueve escrito abajo con antigua tinta marrón.

Abrió obedientemente la página veintinueve, y tuvo que luchar contra las lágrimas al leer el pasaje subrayado:

Ella hace cazadores: y con esa sustancia los sabuesos,

cuyas bocas ensordecen el cielo y abren la tierra con heridas,

asustan no sólo a una ninfa tan rica en gracia,

a los sabuesos feroces persigue y da caza.

Porque ella puede adoptar cualquier forma

de dulces bestias y escapar cuando quiere.

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