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Authors: Lois Lowry

Tags: #Ciencia ficción - Juvenil

El dador de recuerdos (9 page)

—Señor, pido disculpas por mi incomprensión...

Esperó, pero el hombre no dio la respuesta habitual de aceptación de disculpas.

Pasado un instante, Jonás continuó:

—Es que creí, quiero decir creo —rectificó, diciéndose que si en algún momento era importante hablar con precisión, sin duda era entonces, en la presencia de aquel hombre—, que el Receptor de la Memoria es usted. Yo sólo soy, en fin, a mí únicamente me han asignado, quiero decir seleccionado, ayer. Yo no soy nada, todavía.

El hombre le miró pensativo, callado. Era una mirada en la que se mezclaban interés, curiosidad, atención y quizá también un poco de afecto.

Por fin habló.

—A partir de hoy, de este momento, por lo menos para mí, el Receptor eres tú. Yo vengo siendo el Receptor desde hace mucho tiempo. Muchísimo tiempo. Eso lo ves, ¿verdad?

Jonás asintió. El hombre tenía muchas arrugas y sus ojos, aunque penetrantes con su inusitada claridad, parecían cansados. La carne de alrededor estaba oscurecida en círculos de sombra.

—Veo que es usted muy viejo —replicó Jonás con respeto.

A los Viejos siempre se les trataba con el mayor respeto.

El hombre sonrió y con gesto risueño se palpó la carne fláccida de la cara.

—En realidad no soy tan viejo como aparento —dijo—. Este trabajo me ha envejecido. Ahora parece como si ya me debiera faltar poco para la liberación. Pero la verdad es que tengo bastante tiempo por delante.

—Me agradó, sin embargo, que te seleccionaran. Han tardado mucho. El fracaso de la selección anterior fue hace diez años y mi energía está empezando a disminuir. Necesito la fuerza que me queda para tu formación. Nos espera un trabajo duro y doloroso, a ti y a mí.

Haz el favor de sentarte —dijo señalando al sillón cercano.

Jonás se dejó caer en el mul ido asiento.

El hombre cerró los ojos y siguió hablando.

—Cuando yo llegué a Doce, fui seleccionado lo mismo que tú.

Estaba asustado, como seguro que lo estás tú.

Abrió los ojos por un instante y miró a Jonás, que asintió.

Los ojos se volvieron a cerrar.

—Vine a este mismo cuarto para empezar mi formación. ¡Cuánto tiempo ha pasado desde entonces!

—El Receptor anterior me pareció tan viejo como yo te parezco a ti.

Estaba tan cansado como yo lo estoy hoy.

De pronto se inclinó hacia delante, abrió los ojos y dijo:

—Puedes hacer preguntas. ¡Tengo tan poca experiencia de describir este proceso! Está prohibido hablar de ello.

—Lo sé, señor. He leído las instrucciones —dijo Jonás.

—Por eso puede ser que me descuide y no aclare las cosas como es debido —el hombre rió para sí—. Mi trabajo es importante y enormemente honroso. Pero eso no quiere decir que yo sea perfecto, y la otra vez que intenté formar a un sucesor fracasé. Así que hazme todas las preguntas que quieras.

En su pensamiento, Jonás tenía preguntas; un millar, un millón de preguntas. Tantas preguntas como libros había por las paredes. Pero no hizo ninguna, de momento.

El hombre suspiró como si pusiera en orden sus ideas. Después tomó otra vez la palabra.

—Dicho sencillamente —dijo—, aunque de sencillo no tiene nada, mi trabajo consiste en transmitirte todos los recuerdos que tengo dentro.

Recuerdos del pasado.

—Señor —se aventuró a decir Jonás—, yo tendría mucho gusto en oír la historia de su vida y escuchar sus recuerdos. Pido disculpas por interrumpir —añadió rápidamente.

El hombre hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—Nada de disculpas en esta habitación. No tenemos tiempo.

—Bien —continuó Jonás, con el malestar de darse cuenta de que podría estar interrumpiendo otra vez—, pues me interesa de verdad, no es que no me interese. Pero no alcanzo a entender por qué es tan importante. Yo podría hacer algún trabajo de adulto en la Comunidad y en las horas de recreación venir a escuchar los relatos de su infancia.

Me gustaría. En realidad —añadió—, ya lo he hecho, en la Casa de los Viejos. A los Viejos les gusta contar su infancia y siempre es entretenido oírla.

El hombre meneó la cabeza.

—No, no —dijo—. No me he expresado con claridad. No es mi pasado, ni mi infancia, lo que te tengo que transmitir.

Se echó hacia atrás y apoyó la cabeza en el respaldo del sillón.

—Son los recuerdos del mundo entero —dijo, dando un suspiro—.

Anteriores a ti, anteriores a mí, anteriores al anterior Receptor y a las generaciones que le precedieron.

Jonás frunció las cejas.

—¿Cómo del mundo entero? —preguntó—. No entiendo. ¿No de nosotros sólo? ¿No sólo de la Comunidad? ¿Se refiere a Afuera, también? —trató de asir la idea mentalmente—. Lo siento, señor, pero no alcanzo a comprender. Quizá tendría que ser más despierto. No sé a qué se refiere al decir «el mundo entero» o «las generaciones que le precedieron». Yo creía que sólo estábamos nosotros. Creía que sólo hay lo de ahora.

—Hay mucho más. Hay todo lo que va más allá, todo lo que está Afuera; y todo lo de atrás, desde hace muchísimo, muchísimo tiempo.

Yo recibí todas esas cosas cuando me seleccionaron. Y aquí en esta habitación, yo solo, las vuelvo a experimentar una y otra vez. Es así como viene la sabiduría. Y como configuramos nuestro futuro.

Descansó un momento, respirando hondo.

—¡Pesan sobre mí de tal modo! —dijo.

Jonás sintió una terrible preocupación por aquel hombre, de pronto.

—Es como si...

El hombre hizo una pausa, como si quisiera encontrar las palabras justas para describirlo.

—Es como bajar un monte en trineo sobre un espeso manto de nieve —dijo por fin—. Al principio es emocionante: la velocidad, el aire cortante de puro fino; pero enseguida se acumula la nieve, se amontona sobre los patines, y te frena, tienes que empujar fuerte para seguir y...

De repente sacudió la cabeza y miró a Jonás.

—Eso no ha significado nada para ti, ¿verdad? —preguntó.

Jonás no supo qué responder.

—No lo he entendido, señor.

—Claro que no. Tú no sabes lo que es la nieve, ¿verdad?

Jonás negó con la cabeza.

—¿Ni un trineo? ¿Ni patines?

—No, señor —dijo Jonás.

—¿Y bajar un monte? ¿Eso te dice algo?

—Nada, señor.

—Bueno, puede ser un punto de partida. Antes estaba pensando cómo podríamos empezar. Pasa a la cama y túmbate boca abajo.

Quítate antes la túnica.

Jonás obedeció, un poco temeroso. Bajo el pecho desnudo sintió los blandos pliegues del magnífico paño que cubría la cama. Vio que el hombre se levantaba y se dirigía primero a la pared donde estaba el altavoz. Era el mismo tipo de altavoz que había en todas las casas, pero con una diferencia. Este altavoz tenía un interruptor, que el hombre corrió diestramente al extremo donde ponía CERRADO.

Jonás apenas pudo reprimir una exclamación. ¡Tener el poder de cerrar el altavoz! Era asombroso.

Después el hombre se dirigió, con sorprendente agilidad, al ángulo donde estaba la cama. Se sentó en una silla al lado de Jonás, que estaba inmóvil, esperando a ver qué pasaba a continuación.

—Cierra los ojos. Relájate. Esto no dolerá.

Jonás recordó que se le permitía, se le animaba incluso a hacer preguntas.

—¿Qué va usted a hacer, señor? —preguntó, deseando que en la voz no se le notara el nerviosismo.

—Voy a transmitir el recuerdo de la nieve —dijo el Viejo.

Y puso las manos sobre la espalda desnuda de Jonás.

Capítulo Once

Al principio Jonás no sintió nada extraño, simplemente la ligera presión de las manos del Viejo en su espalda.

Intentó relajarse, respirar acompasadamente. En la habitación reinaba un silencio absoluto y por un instante Jonás temió hacer el ridículo ya, en su primer día de formación, si se quedaba dormido.

Entonces tiritó. Se dio cuenta de que el tacto de las manos, de pronto, era frío. En el mismo instante, al respirar, sintió que el aire cambiaba y que hasta su aliento se enfriaba. Se lamió los labios, y al hacerlo su lengua tocó un aire súbitamente helado.

Aquello era muy sorprendente, pero Jonás ya no tenía ningún miedo. Se encontraba lleno de energía y volvió a respirar sintiendo el cuchillo del aire helador. Entonces notó también un aire frío que se arremolinaba alrededor de todo su cuerpo. Lo sentía soplar contra sus manos, que yacían a sus costados y por encima de su espalda.

El tacto de las manos del hombre parecía haber desaparecido.

Entonces se percató de una sensación totalmente nueva:

¿pinchazos? No, porque eran suaves y no dolían. Unas sensaciones pequeñitas, frías, como plumas, que salpicaban su cuerpo y su cara.

Volvió a sacar la lengua y uno de los puntitos de frío se posó en ella. Al instante desapareció de su conciencia; pero atrapó otro, y otro, y la sensación le hizo sonreír.

Una parte de su ser sabía que seguía estando allí tendido, sobre la cama de la habitación del Anexo. Pero otra parte distinta de su ser estaba ahora erguida, en posición sentada, y notaba que no tenía debajo la blanda colcha decorada, sino que estaba sentado en una superficie dura y plana. Sus manos sujetaban (aunque al mismo tiempo permanecían inmóviles a sus costados) una cuerda áspera y húmeda.

Y veía, a pesar de tener los ojos cerrados. Veía un torrente, un torbel ino luminoso de cristales en el aire de alrededor, los veía acumularse sobre el dorso de sus manos, como una piel fría.

Su aliento era visible.

Más allá, a través del remolino de aquello que ahora percibía, sin saber cómo, que era lo que había nombrado el Viejo —la nieve—, su vista abarcaba una gran distancia. Estaba en un lugar alto. El suelo era una gruesa capa de nieve esponjosa, pero él estaba sentado un poco más arriba, sobre un objeto duro y plano.

Un trineo, supo de golpe. Estaba sentado sobre una cosa llamada trineo. Y el trineo parecía estar colocado en lo alto de una larga cuesta que se alzaba del propio terreno. Y en el mismo instante en que pensó la palabra «cuesta», su nueva conciencia le dijo: monte.

Entonces el trineo, con Jonás encima, empezó a avanzar a través de la nieve que caía y él comprendió inmediatamente que estaba bajando el monte. Ninguna voz lo había explicado; era la propia experiencia la que se explicaba.

Su cara hendía el aire helador cuando inició el descenso, a través de la sustancia llamada nieve, en un vehículo llamado trineo, que avanzaba sobre algo que entonces supo sin sombra de duda que eran los patines.

Abarcar todas aquellas cosas mientras descendía velozmente no le impidió disfrutar del intenso gozo que le invadía: la velocidad, el aire fino y frío, el silencio total, la sensación de equilibrio y emoción y paz.

Pero a medida que el ángulo del descenso se iba reduciendo, a medida que la cuesta —el monte— se aplanaba al llegar abajo, el trineo perdía velocidad. Ahora la nieve se le acumulaba alrededor, y Jonás hizo fuerza con su cuerpo para impulsarlo, porque no quería que aquella emocionante carrera acabase.

Hasta que el obstáculo de la nieve acumulada fue demasiado para los estrechos patines y el trineo se paró. Jonás se quedó quieto un momento, jadeando, sujetando la cuerda entre sus manos frías. Abrió los ojos con cautela; no los ojos de la nieve, el monte y el trineo, pues ésos habían estado abiertos durante todo el extraño viaje. Abrió sus ojos normales y vio que seguía estando sobre la cama, vio que no se había movido.

El Viejo, todavía a su lado, le miraba fijamente.

—¿Cómo te sientes? —preguntó.

Jonás se incorporó y trató de responder sinceramente.

—Sorprendido —dijo al cabo de un instante.

El Viejo se enjugó la frente con la manga.

—¡Uf! —dijo—. Ha sido agotador. Pero fíjate, sólo por transmitirte ese pequeñísimo recuerdo ya me encuentro un poco menos cargado.

—¿Quiere usted decir..., me dijo que podía hacer preguntas?

El hombre asintió, alentándole a preguntar.

—¿Quiere usted decir que ahora ya no tiene el recuerdo de eso, de ese viaje en el trineo?

—Eso es. Un poquito de peso menos para este viejo cuerpo.

—¡Pero era muy divertido! ¡Y ahora usted no lo tiene! ¡Yo se lo he quitado!

Pero el Viejo se rió.

—Yo no te he dado más que una carrera, en un trineo, bajo una nevada, por un monte. Tengo un sinfín de ellas en la memoria. Te las podría ir dando una por una, mil veces, y aún quedarían más.

—¿Quiere usted decir que podría, o sea que podríamos, hacerlo otra vez? —preguntó Jonás—. Me gustaría de verdad. Creo que podría conducir, tirando de la cuerda. Esta vez no lo intenté porque todo era muy nuevo.

El Viejo, riendo, sacudió la cabeza.

—Quizá otro día, de regalo. Pero no hay tiempo, realmente, para que nos dediquemos a jugar. Sólo he querido empezar enseñándote cómo se hace.

—Ahora —añadió, pasando a un tono más práctico—, échate. Quiero...

Jonás se echó. Esperaba con ansia la experiencia siguiente. Pero de pronto se le ocurrieron muchísimas preguntas.

—¿Por qué no tenemos nieve, ni trineos, ni montes? —preguntó—. ¿Y cuándo los tuvimos en el pasado? ¿Mis padres tuvieron trineos cuando eran muy jóvenes? ¿Y usted?

El Viejo se encogió de hombros y soltó una risilla breve.

—No —dijo—. Es un recuerdo muy lejano. Por eso ha sido tan agotador: tengo que tirar de él desde una distancia de muchas generaciones. Se me dio al principio de ser Receptor, y también el Receptor anterior tenía que tirar de él desde muy atrás.

—Pero, ¿qué fue de aquellas cosas, de la nieve y todo lo demás?

—El Control del Clima. La nieve dificultaba el cultivo de alimentos, limitaba los períodos agrícolas. Y la imprevisibilidad del tiempo hacía el transporte casi imposible, a veces. No era práctica y por lo tanto se abandonó cuando pasamos a la Igualdad.

—Y los montes también —añadió—. Entorpecían el transporte de mercancías. Los camiones, los autobuses, perdían velocidad. Así que...

—sacudió la mano, como si un gesto hubiera hecho desaparecer los montes—. La Igualdad —concluyó.

Jonás frunció el ceño.

—Pues a mí me gustaría que siguiéramos teniendo esas cosas.

Sólo de vez en cuando.

El Viejo sonrió.

—A mí también —dijo—. Pero no nos dan a elegir.

—Pero, señor —sugirió Jonás—, ya que usted tiene tanto poder...

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