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Authors: Lois Lowry

Tags: #Ciencia ficción - Juvenil

El dador de recuerdos (5 page)

—Lily —dijo Papá—, es hora de salir para la escuela. ¿Quieres venir hoy andando a mi lado para vigilar el capacho del Nacido, no vaya a ser que se desate?

Jonás empezó a levantarse para coger sus libros de clase. Le pareció sorprendente que no hubieran comentado su sueño antes de darle las gracias. Quizá les resultara tan desconcertante como a él.

—Espera, Jonás —dijo Mamá con suavidad—. Voy a escribirte una disculpa para el Instructor y así no tendrás que decirla por llegar tarde.

Jonás se dejó caer otra vez en el asiento, perplejo. Papá y Lily se fueron llevándose a Gabi en su capacho y les dijo adiós con la mano.

Contempló a su madre mientras ella recogía los restos del desayuno y sacaba la bandeja a la puerta de delante para que se la llevasen los del Equipo de Recogida.

Por fin se sentó a la mesa junto a él.

—Jonás —dijo con una sonrisa—, ese sentimiento que has descrito como deseo, eso ha sido tu primer Ardor. Papá y yo ya esperábamos que te ocurriera. Le ocurre a todo el mundo. Le ocurrió a Papá cuando tenía tu edad. Y me ocurrió a mí. Algún día le ocurrirá a Lily. Y es muy corriente —añadió Mamá— que empiece con un sueño.

Ardor. Ya había oído antes esa palabra. Recordó que se decía algo del Ardor en el Libro de Normas, pero no sabía qué. Y de vez en cuando lo mencionaban los Locutores.

«ATENCIÓN. RECORDAMOS

QUE TODO ARDOR DEBE SER NOTIFICADO PARA SU

TRATAMIENTO».

Nunca había hecho caso de esa Comunicación porque no la entendía, ni le había parecido que tuviera nada que ver con él. Como la mayoría de los ciudadanos, no hacía caso de muchas de las órdenes y recordatorios que leían los Locutores.

—¿Tengo que notificarlo? —preguntó a su madre.

Ella se echó a reír.

—Ya lo has hecho al contar el sueño. Basta con eso.

—Pero, ¿y el tratamiento? Los Locutores dicen que hay que administrar el tratamiento.

Jonás se sintió muy mal. Justo cuando llegaba la Ceremonia, su Ceremonia del Doce, ¿iba a tener que ingresar en algún sitio para que le trataran? ¡Y todo por un sueño estúpido!

Pero su madre volvió a reír de una manera cariñosa que le tranquilizó.

—No, no —dijo—. Son simplemente las pastillas. Ya tienes que tomar las pastillas, no es más que eso. Ése es el tratamiento para los Ardores.

Jonás se animó. Conocía las pastillas. Sus padres las tomaban todas las mañanas. Y sabía que algunos de sus amigos también las tomaban. Una vez iba para la escuela con Asher, cada uno en su bici cuando el padre de Asher gritó desde la puerta de su casa: «¡Asher, no te has tomado la pastilla!». Asher soltó un suspiro resignado, dio media vuelta con la bici, y al poco volvió a donde Jonás se había quedado esperándole.

Era del tipo de cosas que no se preguntaban a los amigos porque podía entrar en la incómoda categoría del «ser diferente». Asher tomaba una pastilla todas las mañanas, Jonás no. Siempre era mejor, menos descortés, hablar de las cosas en las que se coincidía.

Cogió la pastillita que le daba su madre y se la tragó.

—¿Nada más? —preguntó.

—Nada más —repuso ella, guardando otra vez el frasco en el armarito—. Pero que no se te olvide. Yo te lo recordaré las primeras semanas, pero después tendrás que ocuparte tú. Si se te olvida, volverá el Ardor. Volverán los sueños de Ardor. A veces hay que ajustar la dosis.

—Asher las toma —le reveló Jonás.

Su madre asintió sin dar muestras de sorpresa.

—Y probablemente muchos de tus compañeros de grupo. Los chicos, por lo menos. Y pronto las tomarán todos. Las chicas también.

—¿Y cuánto tiempo las tengo que estar tomando?

—Hasta que ingreses en la Casa de los Viejos —explicó ella—.

Durante toda tu vida de adulto. Pero llega a ser una rutina; al cabo de un tiempo no tendrás ni que pensarlo.

Mamá miró su reloj.

—Si sales ahora mismo ni siquiera llegarás tarde. Corre.

Y añadió cuando él ya se dirigía a la puerta:

—Y gracias de nuevo, Jonás, por tu sueño.

Pedaleando velozmente por el camino, Jonás sintió un extraño orgullo por haber ingresado en el número de los que tomaban las pastillas. Pero por unos instantes volvió a recordar el sueño. El sueño había sido placentero. Aunque las sensaciones eran confusas, pensó que aquello que su madre llamaba Ardor le había gustado. Recordaba que cuando se despertó tenía ganas de sentir otra vez el Ardor.

Luego, de la misma manera que su casa desapareció tras él cuando dobló una esquina con la bici, también el sueño desapareció de sus pensamientos. Muy brevemente, sintiéndose un poco culpable, trató de recuperarlo. Pero las sensaciones se habían desvanecido. El Ardor ya no existía.

Capítulo Seis

Lily, haz el favor de estarte quieta —volvió a decir Mamá. Lily, de pie ante ella, brincaba impaciente.

—Me las sé atar yo —protestó—. Yo me las ato siempre.

—Ya lo sé —repuso Mamá, estirándole las cintas que le sujetaban las trenzas—. Pero también sé que se te aflojan constantemente y que lo más seguro es que a media tarde las lleves colgando por la espalda. Y hoy, por lo menos, queremos que estén bien atadas y que sigan estando bien atadas.

—No me gustan las cintas del pelo. Me alegro de que sólo me quede un año de llevarlas —dijo Lily, irritada—. Y al año que viene tendré además mi bici —añadió más alegre.

—Todos los años hay cosas buenas —le recordó Jonás—. Este año te toca empezar las horas de voluntariado. ¿Y ya no te acuerdas de lo contenta que te pusiste el año pasado, al llegar a Siete, con la chaqueta abrochada por delante?

La niña asintió y se miró a la chaqueta, que con su hilera de botones grandes la señalaba como Siete. Los Cuatros, los Cincos y los Seises vestían chaquetas que se abotonaban por la espalda, para que tuvieran que ayudarse unos a otros a vestirse y comprendieran la dependencia mutua.

La chaqueta abrochada por delante era el primer signo de independencia, el primer símbolo muy visible de ir haciéndose mayor.

La bicicleta, a los Nueve, sería el emblema patente de que ya se iba entrando en la Comunidad y saliendo de la Unidad Familiar protectora.

Lily se soltó de su madre riendo.

—Y este año te toca a ti tu Misión —dijo a Jonás con voz emocionada—. Espero que te toque ser Piloto. ¡Y que me lleves en avión!

—Puedes estar segura —dijo Jonás—. Y te buscaré un paracaídas especial, pequeñito, que te esté muy bien, y entonces te subo hasta, pongamos, ocho mil metros, abro la puerta y...

—¡Jonás! —le regañó Mamá.

—Era sólo una broma —gimió Jonás—. Además, yo no quiero ser Piloto. Si me toca Piloto apelaré.

—Bueno, vámonos —dijo Mamá, dando el último apretón a las cintas de Lily—. Jonás, ¿estás dispuesto? ¿Te tomaste la pastilla? Quiero coger buen sitio en el Auditorio.

Empujó a Lily hacia la puerta y Jonás las siguió.

Había una carrera corta hasta el Auditorio. Lily fue saludando con la mano a sus amigos desde la trasera de la bici de Mamá. Jonás aparcó la suya junto a la de su madre y se abrió paso entre el gentío, buscando a su grupo.

La Comunidad entera asistía cada año a la Ceremonia. Para los padres significaba dos días de no ir a trabajar; se sentaban todos juntos en la enorme sala. Los niños se sentaban cada cual con su grupo hasta el momento de ir uno por uno al escenario.

Papá no estaría con Mamá desde el principio; en la primera Ceremonia de todas, la Imposición de Nombres, los Criadores tenían que llevar a los Nacidos al escenario. Jonás, desde la butaca que ocupaba en el anfiteatro con los Onces, paseó la mirada por el Auditorio en busca de su padre. No era muy difícil localizar el sitio de los Criadores, allá delante: era de donde salían los berridos y los lloros de los Nacidos que pataleaban en el regazo de cada Criador. En todas las demás celebraciones el público estaba silencioso y atento, pero una vez al año todos sonreían con indulgencia al alboroto que armaban los chiquitines en espera de recibir nombre y familia.

Por fin Jonás vio mirar a su padre y le saludó con la mano. Papá puso una ancha sonrisa y saludó a su vez, y luego le levantó la mano al Nacido que tenía en el regazo y le hizo saludar también.

No era Gabriel. Ese día Gabi estaba otra vez en el Centro de Crianza, atendido por el turno de noche. El Comité le había concedido una prórroga especial e inusitada, un año más de crianza antes de la Imposición de Nombre y Colocación. Papá había presentado ante el Comité una petición en favor de Gabriel, que aún no había alcanzado el peso correspondiente a sus días de vida ni había empezado a dormir por las noches lo bastante tranquilo como para colocarle en una Unidad Familiar. Lo normal era que un niño así fuera calificado de Incapaz y liberado de la Comunidad.

En lugar de eso, y gracias a la solicitud de Papá, a Gabriel le habían calificado de Incierto y concedido ese año más. Seguiría recibiendo crianza en el Centro y pasando las noches en la Unidad Familiar de Jonás. Todos los miembros de la familia, incluida Lily, habían tenido que firmar una promesa de no encariñarse con aquel pequeño huésped temporal y entregarle sin protesta ni apelación cuando fuera asignado a la Unidad Familiar que le correspondiera en la Ceremonia del año siguiente.

Por lo menos, pensó Jonás, después de que Gabriel fuera colocado al año siguiente le seguirían viendo a menudo, porque formaría parte de la Comunidad. Si se le liberase no le volverían a ver.

Las personas liberadas —incluso los Nacidos— eran enviadas Afuera y no regresaban a la Comunidad jamás.

Papá no había tenido que liberar a ningún Nacido aquel año, de modo que Gabriel habría significado un fracaso y una tristeza auténticos. Hasta Jonás, que no estaba todo el rato embobado con el chiquitín como Lily y su padre, se alegraba de que a Gabi no le hubiesen liberado.

La primera Ceremonia empezó puntualmente, y Jonás atendió mientras, uno tras otro, a cada Nacido se le ponía nombre y los Criadores se lo entregaban a su nueva Unidad Familiar. Para algunas era el primer hijo, pero muchas subían al escenario con otro niño que estaba orgullosísimo de recibir a un hermanito o hermanita, como había estado Jonás en vísperas de ser Cinco.

Asher le dio un codazo.

—¿Te acuerdas cuando nos dieron a Felipa? —preguntó en voz alta.

Jonás asintió; eso había sido el año anterior. Los padres de Asher habían esperado mucho tiempo antes de solicitar su segundo hijo. A lo mejor, pensaba Jonás, era que la atolondrada vitalidad de Asher les tenía tan exhaustos que tuvieron que tomarse un respiro.

Dos de su grupo, Fiona y otra chica llamada Thea, faltaban momentáneamente, porque estaban esperando con sus padres a recibir sendos Nacidos. Pero era raro que hubiera tanta diferencia de edad entre los hijos de una Unidad Familiar.

Cuando acabó la Ceremonia para su familia, Fiona se sentó en el sitio que le habían guardado en la fila de delante de Asher y Jonás. Se volvió y dijo en voz baja: —Es muy guapo. Pero el nombre no me gusta mucho—. Y haciendo aspavientos se rió por lo bajo. Al nuevo hermano de Fiona le habían puesto Bruno. No era un gran nombre, pensó Jonás, como..., pues como Gabriel, por ejemplo. Pero estaba bien.

El aplauso del público, que era entusiasta en cada Imposición, se hizo atronador cuando una pareja de padres, rebosantes de orgullo, recibieron a un Nacido y oyeron que se llamaba Caleb.

Este nuevo Caleb era un hijo de reemplazo. La pareja había perdido a su primer Caleb, que era un alegre chiquitín, un Cuatro. Era muy raro, muy raro perder a un hijo. La Comunidad era extraordinariamente segura y cada ciudadano protegía y tenía cuidado de todos los niños. Pero extrañamente el primer Caleb se había escapado sin que nadie lo advirtiera y se había caído al río. Toda la Comunidad reunida había celebrado la Ceremonia de la Pérdida, murmurando el nombre de Caleb durante un día entero, cada vez más espaciado y con menos intensidad, a medida que transcurría la larga y triste jornada, de modo que fue como si el pequeño Cuatro se desvaneciera poco a poco de la conciencia de todos.

Ahora, en esta Imposición especial, la Comunidad realizó la breve Ceremonia del Murmullo de Reemplazo, repitiendo el nombre por primera vez desde la pérdida: primero bajito y despacio, luego más deprisa y con más fuerza, mientras la pareja permanecía en el escenario con el Nacido dormido en brazos de la madre. Era como si volviera el primer Caleb.

A otro Nacido le habían puesto de nombre Roberto, y Jonás recordó que Roberto el Viejo había sido liberado la semana anterior.

Pero no hubo Ceremonia del Murmullo de Reemplazo para el nuevo Roberto pequeño. La Liberación era distinta de la Pérdida.

Jonás soportó educadamente las Ceremonias del Dos, del Tres y del Cuatro, aburriéndose cada vez más, como le ocurría todos los años.

Después hubo un descanso para el almuerzo, que se servía al aire libre; y luego vuelta a sentarse para asistir al Cinco, al Seis, al Siete y finalmente la última ceremonia del día, la del Ocho.

Jonás aplaudió cuando Lily subió muy ufana al escenario, pasó a ser Ocho y recibió la chaqueta de identificación que llevaría aquel año, ésta con botones más pequeños y por primera vez bolsillos, que indicaban que ya tenía la madurez suficiente para cuidar de sus pequeñas pertenencias. Lily escuchó muy seria el discurso de firme instrucción sobre las responsabilidades del Ocho y el estreno en las horas de voluntariado. Pero Jonás se dio cuenta de que, aunque parecía atender, miraba con anhelo hacia la hilera de bicicletas relucientes, que al día siguiente por la mañana les serían entregadas a los Nueves.

«El año que viene, Lili—Iaila», pensó Jonás.

Fue un día agotador y hasta Gabriel, al que recogieron en su capacho del Centro de Crianza, durmió como un tronco aquella noche.

Y por fin la mañana de la Ceremonia del Doce.

Ahora Papá estaba sentado con Mamá entre el público. Jonás vio que aplaudían amablemente cuando los Nueves, uno por uno, se fueron llevando sus bicis del escenario, todas con una brillante placa de identificación atrás. Sabía que sus padres se habían echado a temblar, lo mismo que él, cuando Fritz, que vivía en la casa siguiente a la suya, recibió su bici y casi al instante se chocó con ella contra el podio. Fritz era un niño muy torpe, que había sido llamado a castigo montones de veces. Sus infracciones eran pequeñas siempre: ponerse los zapatos cambiados, extraviar los deberes, no estudiar lo que debía para un cuestionario. Pero cada uno de esos errores dejaba en mal lugar a sus padres y deslucía la imagen de orden y éxito de la Comunidad. A Jonás y a su familia no les hacía mucha gracia imaginarse a Fritz con una bici, que seguramente dejaría la mayoría de las veces tirada en el camino de entrada en vez de aparcarla bien en su plaza.

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