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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

El corredor de fondo (25 page)

La lista negra llevó el tema, por primera vez, a las publicaciones de atletismo. Hasta entonces, lo habían evitado con delicadeza, con la excusa de que carecía de relevancia —y estaban en lo cierto— pero, de pronto,
Track & Field News y Runner's World
publicaban editoriales y cartas de corredores, entrenadores, aficionados, directores de escuelas, dirigentes de la AAU…, el espectro al completo. Nadie hablaba demasiado de la homosexualidad per se, sino que más bien disfrazaban su preocupación hablando básicamente de la cuestión política de la lista negra. Las cartas, sin embargo, eran obras maestras de la literatura sentimental. Muchos creían que los chicos y yo merecíamos que se nos concediera el Corazón Escarlata, y otros creían que merecíamos ser linchados y quemados en la hoguera.

Por el momento, la lista negra no afectó ni a Jacques ni a Vince. Habían planeado no competir en serio hasta que, a mitad del invierno, empezara la temporada en pista cubierta. La ilusión de Billy, sin embargo, era participar en el campeonato nacional de cross de la AAU, que se celebraría en Kansas City el 15 de noviembre. Evidentemente, ya no aceptarían su solicitud.

Muy pronto se nos presentó la oportunidad de devolver el golpe. Estaba previsto que la convención anual de la AAU se celebrara en Lake Placid, Nueva York, durante la última semana de octubre, así que decidimos intentar reunimos con Steinbock y los otros, ya que estarían todos allí. Planeamos unas cuantas maniobras infalibles para obligarles a levantar la prohibición. En primer lugar, Billy, Vince y Jacques organizaron una movida (así llamábamos los gays a las manifestaciones), que tendría lugar durante la jornada inaugural de la convención. Vince fue quien lo planificó todo y quien hizo buena parte del trabajo. Los chicos se pasaron horas al teléfono, convocando a activistas gay y grupos solidarios de estudiantes de toda el área metropolitana. Incluso se las apañaron para incitar a algunos corredores locales que no tenían ambiciones olímpicas. El objetivo de una parte de aquella movida serían las oficinas de la AAU en Park Place, ya que se hacía difícil transportar a tantos centenares de manifestantes hasta Lake Placid, a pocos kilómetros de la frontera con Canadá. Varios autocares cargados de manifestantes furiosos, sin embargo, viajarían hacia el norte para arrasar el salón de convenciones de Lake Placid.

El tema de la homosexualidad se estaba poniendo de moda en muchos campus y, por esta razón, la convocatoria tuvo tanto éxito. Ahora que el tema de los derechos civiles de los negros y de las mujeres estaba ya muy visto, la homosexualidad surgía como algo nuevo y provocador, a lo cual habían contribuido varios músicos de rock al declarar públicamente su bisexualidad. Y, por otro lado, la fotografía de portada del
National Intelligencer
nos había convertido de la noche a la mañana en los héroes de esa nueva causa.

John Sive, Aldo Franconi y yo nos dedicamos a estudiar juntos el enfoque legal. El domingo 21 de octubre, el día antes de que empezara la convención, fuimos los tres en coche a Lake Placid. En los Adirondacks, los bosques de arces empezaban a adquirir tonalidades amarillas y de un rojo muy vivo, y las escarpadas montañas se reflejaban en los lagos. La hermosura de aquel trayecto contrastaba de una forma inquietante con nuestro sombrío estado de ánimo. Lake Placid, un pequeño centro turístico de invierno cuyos días olímpicos habían terminado hacía décadas, hervía de agitación con la llegada de los miembros de la AAU. Los coches descargaban frente a los, hoteles, la gente se inscribía en la convención, todo el mundo entraba y salía de los bares, o salía a correr por las pistas de los alrededores de los lagos. Encontramos a todo el mundo en una fiesta en el hotel Mont Blanc, en la que se servía vino y queso, y le preguntamos a Steinbock y a unos cuantos dirigentes más si podíamos reunimos inmediatamente con ellos. Steinbock se mostró afable pero firme. Había salido de la fiesta con su vaso de borgoña californiano y un trozo de queso en la mano.

—No tengo nada que decirles —repuso—. No tengo que rendirles cuentas a ustedes.

—Bueno —dije yo, con la misma afabilidad—, éste es el abogado de los chicos y creo que será mejor que hablemos.

La palabra abogado puso a Steinbock un poco nervioso. Se quedó allí, con su impermeable de nailon y su gorra de béisbol, observando a John, que ofrecía un aspecto elegante y muy urbano con su traje gris oscuro de Bill Blass.

—De acuerdo —dijo.

Reunió al presidente del atletismo nacional, Mickey Reel; al presidente del atletismo de fondo, Bob Flagstaad, y a otros dos dirigentes que habían apoyado su decisión. Nos sentamos en una pequeña sala de reuniones del hotel. La atmósfera estaba tan viciada y cargada de humo que, probablemente, momentos antes había sido escenario de cualquier otra reunión informal. Nadie había vaciado aún los ceniceros, que rebosaban de colillas, y había programas y horarios de la convención por todas partes. Les presenté a John.

—Éste es John Sive, el padre de Billy —dije—. Posiblemente han oído hablar de él en todo lo concerniente a la decisión del Tribunal Supremo sobre la sodomía. John fue, por así decirlo, el artífice del caso.

Los dirigentes estrecharon prudentemente la mano de John y siguieron bebiendo vino.

—Queremos hablar con ustedes sobre la lista negra —dije—. Quizá podamos encontrar una solución.

—Por lo que a mí respecta, el tema está cerrado —repuso Steinbock amablemente, mientras jugueteaba con su vaso medio vacío—. Sencillamente, no podemos tolerar esta clase de cosas en el atletismo amateur y es mi deber evitarlas. Creo que tiene Usted mucho atrevimiento al venir aquí.

—No he venido como amante de Billy —dije—. He venido como entrenador de esos tres chicos.

Se ruborizaron. Me divirtió comprobar que, sólo con hablar de aquella manera, había conseguido que se pusieran a la defensiva. Se produjo un tira y afloja que duró un buen rato: nosotros intentamos hacerles entrar en razón, convencerles de que se estaban metiendo en un terreno que no era asunto suyo, pero ellos se mostraron más o menos firmes. Me di cuenta de que Flagstaad estaba inquieto (él tampoco era un fundamentalista) pero secundó a Steinbock.

Finalmente, y con mucha amabilidad, les dije:

—Muy bien, lo voy a decir de otra manera: si no levantan la prohibición de inmediato, pondremos este asunto en manos de los abogados inmediatamente.

—Están en su derecho —replicó Steinbock—. Éste es un país libre.

—¿Lo es? —inquirí—. Ustedes son los que pretenden acabar con la carrera de tres atletas de categoría internacional que no han infringido ninguna norma escrita de la AAU. ¿Llama libertad a eso?

—Nadie se ha enfrentado legalmente a una lista negra.

—Lucharemos contra ustedes durante el tiempo que haga falta —dije—. Tenemos a uno de los mejores abogados de derechos civiles del país y tenemos todo el dinero que haga falta para luchar contra ustedes ante los tribunales. Hay dos gay adinerados que creen que los chicos son una causa que vale la pena defender y han accedido a financiar todos los costes legales.

Siguieron bebiendo vino y reflexionando. La AAU no disponía del dinero necesario para embarcarse en juicios largos; ni siquiera dispone del dinero necesario para llevar a cabo sus programas de atletismo.

—También solicitaremos que el comité del Congreso para el deporte amateur investigue este asunto —dije.

—Se supone que el deporte amateur debe mantenerse apartado de la política —intervino rápidamente Flagstaad—. En eso se basa el movimiento olímpico.

—Esto no es política —dijo Aldo—. Es una cuestión de derechos civiles. Si ustedes creen que no deben rendir cuentas ante las leyes de derechos civiles, hablen con todos los atletas negros de la AAU y con todas las mujeres.

—Y luego —proseguí— existe esa ley federal que nos apoya. Tal vez no hayan oído hablar de esa ley. John…

John, que se estaba fumando un purito, les habló de la decisión del Tribunal Supremo y de cómo podría aplicarse esa ley al caso.

—Ustedes pusieron por escrito la orden de incluir a los chicos en la lista negra —dijo— y yo tengo una copia de esa orden. Así pues, el tribunal no tendrá ninguna duda sobre lo que está ocurriendo. Les parecerá un caso clarísimo.

Guardaron silencio, atentos y un poco fascinados por la actitud dura y precisa de John, propia de la sala de un tribunal. Hasta hacía muy poco, los dirigentes de la AAU apenas habían tratado con abogados, puesto que los atletas no buscaban compensaciones legales, sino que se limitaban a sufrir.

—Bien —prosiguió John—, si no levantan la prohibición, lo primero que vamos a hacer es conseguir una orden judicial temporal contra esa lista negra, hasta que haya una vista oral. Eso significa que tendrán que permitir que los chicos compitan; si no lo hacen, se les acusará de desacato al tribunal. Lo segundo que haremos, si es necesario, será presentar una demanda contra la AAU y contra todos los promotores de pruebas atléticas que apoyan su política. Y pediremos daños y perjuicios para los chicos. Digamos, por ejemplo, que podríamos pedir un millón de dólares para cada uno.

Hubo un nuevo silencio, mientras ellos pensaban en la reducida cuenta bancaria de la AAU.

—Obviamente —dijo John—, deberían consultar todo esto con su abogado. Que les diga si tienen alguna oportunidad ante un tribunal. Y recuerden que, si pierden el caso, ustedes corren con todos los gastos legales.

—Los promotores de pruebas, Mel —dijo Flagstaad—. Como le pongan una demanda a uno de ellos, los otros ignorarán tu memorando.

—Pues no recibirán el dinero de la AAU —replicó Steinbock.

—Sacarán el dinero de cualquier otra parte —dijo Flagstaad—. Hay muchas competiciones que consiguen fondos de la industria privada y todo eso.

—Pues no autorizaremos las competiciones —dijo Reel impetuosamente.

—¿A qué viene todo esto? —inquirió Aldo—. ¿Acaso quieren perjudicar a todos los atletas?

—Hay una cosa más —dije— y es la publicidad. A ustedes no les gusta la publicidad, la clase de basura que publicó el
National Intelligencer
. Sinceramente, a nosotros tampoco. No nos asusta la publicidad, pero es un fastidio. No estamos buscando publicidad en absoluto. Por lo que a nosotros respecta, ni siquiera deberíamos concederle importancia. Lo único que queremos es paz y tranquilidad, como si no pasara nada, y asegurarnos de que los chicos compiten.

—En eso estoy de acuerdo con usted —admitió Steinbock—. La publicidad es horrible, pero ustedes se lo buscaron.

Negué con la cabeza.

—El tal McGill se nos acercó después de aquel cross de quince kilómetros y empezó a formularnos preguntas sobre un tema que estaba en boca de todo el mundo. ¿Qué se suponía que debíamos hacer? ¿Negarlo todo y ponernos en ridículo? Nosotros no le pedimos que viniera. Hay una diferencia entre la publicidad que uno busca y la publicidad en la que uno cae como si fuera una alcantarilla.

—Lo que intentamos aclarar —dijo Aldo— es que, cuanto más se enfrenten a los chicos, más publicidad van a conseguir. Y hay mucha gente dispuesta a convertir a los chicos en mártires. Ustedes quedarán como los malos de la película.

—Eso

es cierto —musitó Steinbock en tono lastimero—, nosotros siempre quedamos como los malos de la película. La gente nunca es consciente de lo mucho que trabajamos, ni de las cosas buenas que hacemos.

Me di cuenta de que el tema de la publicidad les estaba haciendo cambiar de opinión.

—Les garantizo —dije— que sus ocupaciones actuales les parecerán unas vacaciones comparadas con el trabajo que tendrán si insisten en lo de la lista negra. Para empezar, se ha organizado una manifestación masiva para mañana, frente a las oficinas de la AAU en Nueva York. Los chicos se han puesto en contacto con los medios de comunicación y éstos se han mostrado muy interesados.

—Dios mío —exclamó Steinbock.

—Y mañana vendrá aquí un grupo de gente que pretende boicotear la convención —añadió John—. Los tres chicos también estarán aquí. Los periódicos más importantes y dos cadenas de televisión tienen previsto enviar a alguien.

Los vasos de vino estaban vacíos. Nos dimos cuenta de que la inquietud aumentaba en sus expresiones. Piquetes, manifestaciones, demandas…, todo aquello le recordaba a la AAU las manifestaciones negras de 1967 en Madison Square Garden, en contra de la política racista del New York Athletic Club.

—¿Qué clase de gente viene a boicotearnos? —preguntó Reel.

—Gays —dijo John lentamente—. Cuatro autocares llenos, creo. Gente de la Mattachine Society de Nueva York, de la Alianza de Activistas Gay, de Jóvenes Gay…

Observamos sus rostros detenidamente, mientras ellos trataban de imaginarse a un montón de homosexuales boicoteando la convención de la AAU.

—¿Es posible desconvocarla? —dijo Reel.

—Claro —respondió John alegremente.

—En otras palabras —dije—, antes de que nos marchemos de aquí, ustedes nos mostrarán el borrador final de un contra memorando en el que se levante la prohibición.

Mañana, en la convención, distribuirán ese memorando. No habrá ninguna manifestación.

Haremos como si no ocurriera nada y la publicidad será mínima.

—¿Pueden garantizarnos que no habrá publicidad? —preguntó Steinbock.

—No controlamos a la prensa —repuse—, así que no podemos garantizarles nada. Pero, como he dicho antes, no iremos por ahí buscando publicidad.

—De acuerdo —dijo Mel—, redactaré ahora mismo el borrador del memorando y lo revisaremos.

—En otras palabras, si Billy envía su solicitud al campeonato nacional de cross, será aceptada.

—Por supuesto —respondió Steinbock. Sacó unas cuantas hojas de papel y se puso a escribir aplicadamente.

No sentí demasiada alegría mientras estaba allí sentado, mirando cómo escribía Steinbock. Habíamos conseguido una tregua, pero yo sabía —y Steinbock también— que ahora había más motivos que nunca para utilizar el verdadero reglamento y poner zancadillas a los chicos. Por eso había cedido tan rápidamente, tan generosamente. ¿Para qué correr el riesgo de enfrontarse a problemas legales? Si esperaba un poco, los chicos caerían igualmente en sus manos.

En noviembre, Billy ganó el campeonato nacional de cross y aquel mismo mes los cazadores abatieron a tiros al primero de mis pájaros. Jacques y yo estábamos una noche sentados frente a la chimenea de mi salón, cuando él me anunció que dejaba el atletismo durante un tiempo.

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