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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

El corredor de fondo (24 page)

—La palabra correcta es gay —corrigió Billy.

—Pongámonos de acuerdo y digamos homosexual —dijo McGill.

El estómago se me fue encogiendo poco a poco y noté un ligero temblor que se extendía por mis brazos y piernas.

Billy sonrió.

—Es usted muy divertido —dijo—. Yo nunca he ocultado que fuera gay. ¿Dónde está el problema?

McGill observó a Vince y a Jacques.

—Deduzco que vosotros dos también sois homosexuales. ¿Es cierto?

—Sí —respondió Vince. Jacques asintió despacio y bajó la mirada.

A nuestro alrededor, los demás se quedaron helados, boquiabiertos. Cada vez se nos acercaba más gente. Fue entonces licuando la mirada de McGill reparó en mí.

—Harlan —dijo—, los rumores dicen que…

Lo corté en seco, enfadado y dolido por la forma en que había interrogado a los chicos. Las palabras brotaron con tanta facilidad que apenas pensé en lo que decía.

—Ahórrese la puta saliva —le dije—. Soy tan gay como ellos.

Betsy se adelantó, con la barbilla alzada.

—Se olvida usted de mí —le escupió—. Soy una mujer lesbiana.

Aldo se abrió paso entre el grupo y estuvo a punto de agarrar al periodista por las solapas.

—No es asunto suyo —dijo. Vince, amenazador, también se acercaba a McGill.

Cogí del brazo a Aldo y a Vince.

—Dejadlo en paz —dije—. Sólo intenta hacer su trabajo —miré a McGill—. A lo mejor tiene usted alguna otra pregunta —le dije, con mi mejor voz de Parris Island.

—Pues sí, la verdad —repuso McGill—. Los rumores dicen que usted y Billy mantienen una relación sexual. ¿Es cierto?

A nuestro alrededor, varias personas reprimieron una exclamación. Casi todos los que estaban en el bar se habían congregado a nuestro alrededor. Incluso los jueces se alejaron de sus listas de tiempos oficiales, empapadas de lluvia, y se acercaron a contemplar el espectáculo. Las aletas de la nariz de Billy palidecieron todavía más y entornó los ojos. En cuanto a mí, me esforzaba en controlar mi expresión y deseaba que no revelara mis sentimientos.

—Oiga, se está usted haciendo bastante pesado con eso de que los rumores dicen… —dijo Billy.

—¿Es cierto? —preguntó McGill.

—No me gusta la expresión relación sexual —intervine—. ¿Por qué no dice que Billy y yo estamos enamorados? Puede citarme textualmente.

McGill tomaba nota de todo. Había tanto silencio que se habría oído el ruido de un alfiler al caer.

—¿Cuánto tiempo hace que dura esa relación?

Billy seguía acorralado; era como un animal contra la pared. La copa de plata, olvidada, estaba aún bajo su brazo. Sonrió ligeramente.

—Desde abril. Justo después del Campeonato Universitario de Drake. Desde el veintisiete de abril, por si le interesa la fecha.

McGill estaba entrando en calor. Me miró.

—¿Cómo se siente al saber que mucha gente cree que usted, como entrenador, está haciendo algo incorrecto al mantener una relación sexual con el chico?

—¿Por qué es incorrecto? —dije—. Puedo darle los nombres de media docena de entrenadores heterosexuales que están casados o prometidos con sus corredoras. Y también puedo darle media docena de nombres de entrenadores que se acuestan con sus corredoras.

—¿No cree que eso es distinto? —inquirió McGill.

—Disculpe —dije—, será mi punto de vista gay, pero a mí no me parece distinto en absoluto.

—Los rumores dicen que usted lo sedujo —prosiguió McGill—. ¿Es cierto?

—No creo que usted se haya tomado la molestia de escuchar atentamente los rumores —dijo Billy—. Lo que decían es que nosotros tres éramos gay cuando estábamos en Oregón. Por eso Gus Lindquist nos expulsó del equipo. Y yo tuve cuatro amantes antes de Harlan, así que nadie me ha seducido.

McGill seguía mirándome. No, en realidad no era odioso. A nuestro alrededor, todos empezaron a ponerse nerviosos, a hacer comentarios, a hablar en susurros… La gente se daba codazos, se decían esto es increíble, etc.

—¿Le importaría hablarme de su despido de Penn State, teniendo en cuenta todo esto?

—Claro, le hablaré de todo aquello. Yo era inocente en el asunto de Penn. El chico era gay y notó que yo también lo era. Quiso acostarse conmigo, pero yo no quise acostarme con él. Soy un tipo exigente, McGill, no follo con cualquiera. El chico me denuncio por despecho, eso es todo.

—¿Tiene usted por costumbre acostarse con atletas?

¿Era posible que todo aquello me estuviera sucediendo a mí? ¿Era posible que todo aquello me estuviera sucediendo a mí, justo después de aquella carrera, después del éxito, después de la débil llovizna y de aquella masa de corredores sobre el césped?

—No —dije—, tengo la costumbre de separar mi vida sentimental de mi trabajo, por así decirlo.

—¿Puede decirme con cuántos lo ha hecho?

Billy estaba pálido de rabia y le temblaban los labios.

—Sólo Billy —dije—, aunque estoy seguro de que no me cree.

Jacques había dado media vuelta. Se cubría la cara con las manos y sollozaba. Betsy intentaba consolarlo.

—¿Cuál cree que es el futuro de esa relación? — preguntó McGill.

Yo estaba a punto de asesinar a alguien.

—¿Me está usted preguntando si creo que esa relación tiene futuro?

—Bueno… —dijo McGill.

—Si pensara que no lo tiene, ¿cree que la habría empezado? que estaría ahora aquí contestando a sus estúpidas preguntas sólo por echar un polvo con alguien? —me costaba respirar—. Por supuesto que tiene futuro. Por lo que a nosotros respecta, es para toda la vida.

Sosteniendo aún la copa de plata, Billy alargó hacia mí su mano libre y me apretó el brazo cariñosamente. Nos miramos, angustiados. El sádico del fotógrafo nos hizo una foto en aquel preciso momento.

—¿Ya tiene todo lo que quería? —le preguntó Billy bruscamente.

—Sí, creo que sí. Gracias —dijo McGill, cerrando su cuaderno de notas.

—En ese caso —dijo Billy—, y si no le importa, voy a tomarme un té.

Yo estaba dispuesto a salir corriendo de aquel maldito bar en cuanto McGill terminara pero, de repente, entendí que Billy estaba actuando instintivamente de la forma correcta.

Si huíamos a toda prisa, parecería que estábamos avergonzados y asustados. Billy le dio el trofeo a Vince y se alejó, muy digno y mesurado, en dirección a la jarra de té. El grupo se apartó en silencio para dejarlo pasar.

—¿Queréis algo? —nos preguntó, por encima del hombro. Los que formaban el grupo empezaron a disolverse, sin acabar de salir de su asombro.

—Te ayudo —dijo Betsy, y se fue con Billy hacia la jarra de té. La gente se iba marchando, mientras comentaban en voz baja lo que habían oído. Tembloroso, me senté en un taburete. Vince le pasó un brazo por los hombros a Jacques, que estaba pálido y silencioso. Varias personas, corredores y sus familiares, se quedaron allí, sin dejar de mirarnos. Billy y Betsy regresaron despacio, con cuatro tazas de té con miel y limón, y él se sentó en otro taburete, a mi lado. Finalmente, quedaron unas veinticinco personas. Tuve la sensación de que se solidarizaban con nosotros y me sentí un poco mejor. Siempre y cuando tuviéramos a unas cuantas personas así a nuestro alrededor, lo conseguiríamos.

Billy observó a los otros, mientras bebía su té.

—Bueno —dijo—, habéis sido testigos de algo que muchos heteros no llegan a ver jamás. Los gays lo llamamos salir del armario.

—Lo que estáis haciendo requiere muchas agallas —dijo un corredor, en un tono cariñoso.

Conseguí echarme a reír. El orgullo gay de Billy me levantó el ánimo.

—Salir del armario en Christopher Street es una cosa; salir del armario en una competición de cross, otra muy distinta —maticé.

—Si alguien quiere mi bocadillo, que se lo coma —durante un angustioso segundo, pensé que Billy iba a decir que la única carne que comía era la mía, pero no lo hizo. Sacó del bolsillo de su chaqueta un puñado de nueces, me dio un par a mí y ofreció el resto al reducido grupo de corredores, que reaccionaron emocionados ante el firme intento de Billy de situar lo que acababa de ocurrir en un contexto de normalidad. Segundos después, todos partían hábilmente las nueces con las manos y hablaban del tema preferido de los corredores: las dietas.

Un par de días más tarde, el
National Intelligencer
se exponía en los estantes de revistas de todos los supermercados del país, junto a la
Guía de TV
y el
Reader's Digest
. Las amas de casa que hacían maravillas para no pasarse de los cuarenta dólares de presupuesto semanal en comida tenían ante sus ojos la gran foto en la que aparecíamos Billy y yo, inmortalizados en el momento en que nos mirábamos angustiados, él con la copa todavía en la mano. El titular decía: «Una estrella del atletismo y su entrenador confiesan su relación homosexual». El artículo prestaba la debida atención a Vince y a Jacques, al reducido gueto gay de Prescott e, incluso, al padre de Billy. Se extendía, sin embargo, al hablar de Billy y de mí, a causa del hecho impactante (para los heterosexuales) de que yo era más viejo que él y, además, era su profesor.

Aquella bomba publicitaria tuvo una serie de repercusiones bastante desagradables para nosotros. En primer lugar, Billy y yo empezamos a recibir cartas desde todos los puntos del país, tres cuartas partes de las cuales eran cartas de odio: la mayoría de ellas iban dirigidas al «señor y la señora Harlan Brown». No permití que Billy leyera aquellas cartas cargadas de odio, porque temía que le afectaran. Contra toda lógica, sin embargo, yo sí las leí y algunas eran verdaderamente escalofriantes. Decían que nos merecíamos la muerte. Por primera vez, tuve miedo de que alguien intentara hacernos daño a uno de nosotros, o a los dos. También empezamos a recibir llamadas telefónicas amenazadoras, que hablaban de bombas y secuestros. La policía investigó las llamadas con una curiosa falta de entusiasmo y rápidamente cambiamos los números y dejamos de figurar en la guía. Facilitamos nuestros nuevos números únicamente a un puñado de amigos íntimos e hicimos que la centralita de la universidad filtrara todas nuestras llamadas. Los periodistas, dirigentes del mundo del atletismo y compañía sólo podían llegar hasta Billy a través de mí.

Como entrenador de Billy, mis deberes se ampliaron para protegerlo de todo aquello, puesto que él necesitaba paz y tranquilidad para entrenar. Un atleta no puede resistir tanta presión sin que su rendimiento se resienta. El estrés emocional aumenta el nivel de lactato en la sangre…, el mismo lactato que produce fatiga a causa del estrés físico. Yo tenía mucha fe en la resistencia de Billy y en su habilidad para mantener la calma, pero no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.

En segundo lugar, y para contrarrestar la parcialidad del artículo del
National Intelligencer
, Billy y yo decidimos que era necesario publicar otro artículo que se ajustara más a los hechos. Bruce Cayton, tal y como había prometido, había estado investigando sobre la homosexualidad en el deporte. Había hablado discretamente con mucha gente y había conseguido bastantes declaraciones, la mayoría de ellas anónimas, así que le ofrecimos una entrevista en exclusiva, acompañada de fotos. Aceptó encantado. Nos sentamos y hablamos bastante abiertamente de nuestros sentimientos, de la postura de los gays, del deporte. Nos gustó mucho el reportaje que escribió, porque era muy sensible. La entrevista era el eje de toda la información que había conseguido. Trató de dar a conocer el tema de forma imparcial.

¿Existía tanta homosexualidad en el mundo del deporte como para empezar a preocuparse? ¿Valía la pena preocuparse? Contemplaba las dos posturas de aquel debate, pero acababa sugiriendo implícitamente que se estaba exagerando mucho la cuestión, especialmente teniendo en cuenta la decisión del Tribunal Supremo.

Después, sin embargo, tuvo muchos problemas para vender el reportaje. Una tras otra, las revistas lo rechazaban y, muy educadamente, le decían:

—Muy oportuno, pero no es nuestro estilo.

Finalmente lo compró
Esquire
. Cuando se publicó, provocó el mayor aluvión de cartas de los lectores que se había visto jamás en el
Esquire
.

Mientras tanto, la NCAA había enloquecido tras la revelación del
National Intelligencer.
Para ser más exactos, quienes habían enloquecido eran ciertos dirigentes de la AAU, incluido Melvin Steinbock, el director ejecutivo. Steinbock no era exactamente uno de los viejos chochos conservadores y fundamentalistas. En ese sentido, su llegada había supuesto una mejora respecto al anterior director ejecutivo y, de hecho, había cambiado o liberalizado algunos aspectos —los que detestaban los atletas— de la política de la AAU. Los fundamentalistas, sin embargo, podían presionarle fácilmente y tampoco era tan tolerantes como para admitir la homosexualidad.

Una cosa es que corran esos rumores clandestinos en el mundo del atletismo —dijo poco después en una prueba regional de AAU— y otra muy distinta es que se publique en las portadas de los diarios. Ofrece una imagen espantosa del atletismo amateur.

Steinbock reaccionó poniendo en la lista negra nacional a Billy, Vince y Jacques. La lista negra es un castigo de larga tradición en la AAU: es castración pura y dura. Normalmente, se reserva para entrenadores y atletas que critican abiertamente la política de la AAU; de este modo se los aleja de la competición. Un entrenador excesivamente franco, por ejemplo, se encontrará con que su equipo no es admitido en las competiciones. En este caso, Steinbock fue muy abierto respecto a la lista negra. ¿Por qué no? Siempre se había hecho así. Publicó un memorando en el que se decía que «se tomarían medidas» contra cualquier promotor de pruebas atléticas que invitara a competir a cualquiera de los tres chicos. «Medidas» significaba que se retirarían los fondos de la AAU para esas pruebas.

El efecto que provocó su reacción en el mundo del atletismo fue explosivo. Los dirigentes más liberales de la AAU, avergonzados por la existencia de aquella lista negra, protestaron. El más vehemente fue Aldo Franconi, a cuyo distrito pertenecían los chicos. Los organizadores de las competiciones tampoco estaban contentos porque, fueran cuales fueran sus opiniones morales, veían en Billy, Vince y Jacques una buena recaudación de taquilla y lo fundamental en las pruebas de atletismo era vender entradas. El asunto supuso un trastorno para un buen número de atletas, la mayoría de los cuales no admitía la homosexualidad. Por otro lado, los más jóvenes se sentían inclinados a ser más tolerantes. Su postura ponía de manifiesto que no entendían a qué venía todo aquel lío. La certeza de que la AAU había colocado en la lista negra a tres de sus compañeros de una forma tan evidente y descarada les puso los pelos de punta, pero la cercanía de un nuevo año olímpico fue la causa de que nadie se atreviera a protestar públicamente. Temían que a ellos también se les incluyera en la lista negra. Algunos escribieron cartas a Steinbock y a nosotros nos enviaron copias. La carta que expresaba mayor indignación fue la que escribió el atleta Mike Stella, un conocido activista. Apenas conocía a Billy, Jacques y Vince, así que nos chocó un poco su vehemencia. En su carta, Stella le decía a Steinbock: «Su acción hace retroceder unos quinientos años al movimiento por los derechos de los atletas. En otras palabras, hasta la Edad Media». Sin embargo, ni siquiera Stella se atrevió a protestar en público.

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