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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (38 page)

»Sí, pasaréis, hermanas. Los mira sin el menor atisbo de incertidumbre. «Llevaos esto, dice. Su voxiterador. Lo miran con perplejidad. »Mirad. Así es como se graba lo que decís. Lo observan mientras carga la cera y saca los cilindros vacíos que le quedan. »Una al año, dice lentamente. »Enviadme una. Dondequiera que estéis. Por barco, a caballo, a pie, como sea. Ya se verá si los mensajeros llegan. Quiero escuchar vuestras voces. Mira a Ann-Hari. «Quiero escuchar vuestras voces.

Los abraza, uno a uno. Aprieta muy fuerte a cada uno de sus camaradas, incluso a aquellos cuyos nombres no conoce. »Larga vida al Consejo de Hierro, les dice a todos, uno detrás de otro. »Larga vida, larga vida.

Con repentino y travieso amor, da un profundo beso a Uzman, y el rehecho se estremece y está a punto de separarse, pero al final no lo hace. Judah no lo besa mucho tiempo. »No seas duro con los chicos de las noches del día de la cadena, le dice al oído al rehecho, y Uzman sonríe.

Y Judah abraza a Ann-Hari y ella le besa como al principio, la primera vez que se amaron y él la atrae por las caderas y ella le sujeta la cara durante varios segundos. »Larga vida, le susurra Judah en la boca. »Larga vida.

Ha olvidado lo deprisa que se viaja solo. No tarda ni un día en volver al humorroca. La mano del hombre atrapado que sobresalía de la roca ha quedado reducida a un muñón mordisqueado y enrojecido.

Judah camina sobre la cima de los tirabuzones de roca como si fuera un océano. Los despojos de la lucha y los cadáveres están por todas partes. A mediodía siente unas sombras y pasa sobre él una bandada de aeronaves, en dirección al tren perpetuo. Judah se protege los ojos del sol y se apoya en su bastón.

Piensa que quizá debería temer por sus camaradas pero no puede. Estudia las cambiantes formaciones de los dirigibles. Sonríe, solo en el suelo, mientas las aeronaves pasan sobre él como lentas barracudas. Parecen titubear. Él se sienta, apoyando la espalda en una voluta de granito, y observa.

Alcanza a ver el humo del tren. Una flota de guerra de mediano tamaño se adentra nerviosamente en el espacio de la zona cacotópica. Desde su posición, el paisaje parece totalmente cotidiano, pero Judah percibe que algo funesto está agitándose bajo la piel del mundo.

La aeronave suelta sus bombas al aproximarse al tren perpetuo. Judah ve las pequeñas flores-explosión sobre las colinas. Ni siquiera entonces tiene miedo.

En la distancia, el cielo sufre convulsiones. Se mueve un bolo de algo, algo agarrotado y orgánico, no una nube sino un aspecto del propio cielo que se vuelve palpable y empieza a reptar por la tierra sin terminar de dejarse ver. El sonido es extraño. Judah no respira. Hay un traqueteo. El dirigible parpadea y vuelve a aparecer y entonces hay algo diferente en él, —una diferencia insignificante, está un poco más abajo— y da la vuelta y se aleja con una velocidad que Judah apostaría que es fruto del pánico.

El tren continúa su marcha, hacia la mancha, hacia la zona cacotópica que ha derrotado a Nueva Crobuzón.

Judah camina durante meses. Su vida se convierte en un caminar constante. Por barrancas, ciénagas, quebradas, por bosques de árboles vitreos y otros que al principio cree fosilizados hasta que se percata de que son grandes esqueletos. Camina por un osario, una ecología de huesos con su propia maleza y sus propios carroñeros.

Cruza lagos con la superficie agitada por las batallas de tribus de vodyanoi. Ve chimeneas en las laderas de las montañas que indican la presencia de aldeas trogloditas. Pasa algún tiempo con una tribu de sacerdotes exiliados. Es desvalijado por librehechos. Se une a una banda de ellos.

Su cuerpo se transforma de nuevo en un cuerpo de viajero. Los asombrosos músculos de sus brazos y su pecho menguan y vuelve a ser un flaco maniquí templado por las muchas jornadas de viaje. Losgaruda acuden a alimentarlo, descendiendo del cielo con muda caridad. Él comprueba sus toscos mapas, su brújula. No regresa por la larga ruta que han seguido a la ida, sino que viaja en línea recta hacia el este.

Atraviesa una tormenta, en un país de basalto a cientos de kilómetros de Nueva Crobuzón, entre
blitzbaums
, árboles relámpago de kilómetro y medio de altura. Rayos atrapados por fuerzas crípticas, bifurcados en ramas, un bosque brilla como el magnesio.

El bajo y oxidado contorno de una ciudad de hierro devorada por el tiempo. Y una ciénaga de lodo cargado taumatúrgicamente que transforma sus botas en gusanos. Y un túmulo y una iglesia sepultada, y campos de bayas salvajes y hermosas colinas. Cinco veces lucha con animales y otras tres con criaturas inteligentes. Judah huye o corre.

Es un hombre más silencioso que antes. Se mueve con una pericia que no le supone ningún esfuerzo. Han pasado muchas semanas desde que creara un gólem de hierba para tener un compañero de caminata, alguien con quien hablar hasta que el viento terminara de deshacerlo, Judah se cruzacon rebaños de criaturas que antes eran domésticas y ahora son salvajes. Las ruinas de cercas, de pastos desiertos, kilómetro tras kilómetro.

Y entonces al fin llega a las colinas inesperadas y se detiene con cara de idiota. Al fin se adelanta un paso y tropieza. Judah cae de rodillas. Hace frío. ¿Qué estaciones han transcurrido? Avanza a rastras y toca los rieles.

Parece imposible que pueda tocar el metal, esas serpentinas de hierro que avanzan sinuosamente a través del tiempo y la geografía, que a pesar de toda la sangre y toda la sal derramada sobre ellas, los huesos de todos los hombres y las mujeres que las sustentan, no son nada, son una nada, se convierten en nada a instancias del tiempo y el polvo.

Saqueadas. Imperfectas. Con tramos de menos. Las vías aparecen y desaparecen. Ha pasado mucho tiempo desde que el último tren pasara por allí.

Judah dirige la mirada hacia el norte. Recuerda cómo se plantó el firme. Las ciénagas están muy lejos, al sur.

Cuando vuelva descubrirá por qué están inmóviles las vías. Se enterará de que el proyecto terminó de secarse y murió cuando las malversaciones se hicieron tan grandes que para el Estado hubiera supuesto un oprobio seguir ignorándolas. Que el dinero se acabó cuando los rumores sobre las revueltas, sobre el Consejo de Hierro, llegaron a los inversores. Y que, después de algunos intentos imprudentes de salvar la empresa elevando los salarios y recurriendo a los rehechos, la fuga de capitales alcanzó tal magnitud que la Ferroviaria Transcontinental cayóherida de muerte y las vías se transformaron en huesos.

Pronto, cuando Judah llegue a la ciudad, averiguará todo esto. Por ahora únicamente sonríe. Recoge su mochila del suelo y, mientras todavía está agazapado, acaricia la vía como si fuera un gato. Lo hace con afecto, casi con un poco de melancolía.

Se pone en pie y echa a andar por la vía muerta. A su alrededor, las paredes del túnel lo envuelven. No ve más allá. El camino dirige su visión y lo devuelve a Nueva Crobuzón. Lo ha estado esperando.

»Nueva Crobuzón, susurra. Es la primera vez que habla desde hace días. »Nueva Crobuzón, siempre volveré a ti.

No es una promesa de amante, ni un desafío, ni una afirmación resignada o beligerante. Es un poco de todos ellos.

Sigue caminando. En la mochila lleva los heliotipos del consejo de hierro. La verdad, la fuga, una nueva vida, una democracia rodante, la arcadia de los rehechos. »Os convertiré en leyendas, dice, y los pájaros escuchan,»y será verdad.

Judah se aleja por el camino de hierro, de vuelta a la ciudad, de vuelta a las torres de Nueva Crobuzón.

Cuarta Parte
Manifestaciones
14

La multitud estaba persiguiendo a un tullido. Uno de los soldados o marineros de la guerra de Tesh. Parecían estar en todas las calles, como si hubieran salido de debajo de las piedras.

Ningún periódico decía que la guerra fuese mal, pero la afluencia de heridos y mutilados sugería desastres. Ori se imaginaba los acorazados de Nueva Crobuzón, escorados, heridos de muerte, yéndose a pique en aguas templadas por la guerra, se imaginaba una capa de hombres sobre las olas, pasto para las sierpes marinas o los tiburones. Corrían terribles rumores. Todo el mundo hablaba de la batalla de Malaterra y de la lucha en el sol.

La primera oleada de heridos fue recibida con miedo y respeto. Eran milicianos, es decir, gente con la que convenía mantener las distancias, pero habían luchado y habían caído por la ciudad, así que se extendió un sentimiento de auténtica indignación y durante algún tiempo las canciones patrióticas estuvieron de moda. Los pocos teshi que quedaban en la ciudad fueron asesinados o se ocultaron. Cualquiera que tuviese acento extranjero se arriesgaba a recibir una paliza.

Cada vez con mayor frecuencia, se reclutaba a los criminales en lugar de rehacerlos o enviarlos a prisión. Muchos de los desgraciados que mendigaban y hablaban a gritos del cañón de almas y los vientos efreti de Tesh habían sido reclutados a la fuerza y enviados directamente al frente. No eran milicianos de carrera. Eran un recuerdo inquietante y penoso.

Los veteranos pasaron de ser bienvenidos a ser recibidos con frialdad, luego con hostilidad y finalmente con agresividad. Los milicianos, sus antiguos camaradas, los sacaban de los parques y de las plazas de los barrios elegantes. Ori había visto cómo se llevaban a un hombre de la plaza de las Iglesias. Tenía la piel cubierta por marcas de dentaduras que parecían brotar de su interior, y murmuraba algo sobre una bomba dental.

Los habitantes de Nueva Crobuzón daban limosna a las obras de caridad que se ocupaban de las víctimas de la taumaturgia. Todavía había marchas y discursos a favor de la guerra: «desfiles por la libertad», los llamaban, con sus trompetas y sus carrozas militares. Pero los supervivientes que regresaban a casa con aquellas extrañas lesiones descubrían que se les consideraba gafes.

¿Y aquellos cuyas heridas eran sencillas y somáticas, no lesiones mágicas? Los heridos, los que habían perdido algún miembro en lugar de tener demasiados, los ciegos, cargados con carteles que rezaban
VETERANO DE LA GUERRA DE TESH, HERIDO POR N. CROBUZON
. Seguro que muchos de ellos eran tullidos que querían revestir sus viejas heridas con la respetabilidad del soldado heroico, y el resentimiento y la ansiedad que inspiraba a los crobuzonianos la guerra que estaba librando su ciudad encontraba en ellos una válvula de escape.

Solo hacía falta que una voz alzase una acusación —«tú naciste así, cabrón mentiroso»— para que se reuniera una multitud y persiguiera al lisiado ortodoxo. Lo hacían por Nueva Crobuzón; como es lógico, decían: «bastardo, ¿cómo te atreves a compararte con nuestros muchachos, que están luchando y muriendo en el frente?». La turba de la Sombra se aproximó al obeso hombre sin brazos al que acusaba de mentir. Alguien exclamó que nunca había estado en un barco. El hombre gritó su rango mientras lo apedreaban. Ori siguió su camino.

Otras víctimas sabían que no tenía sentido quejarse: los rehechos, milicia-esclava fabricada para la guerra, que habían sobrevivido a la prueba. Les decomisaban los brazos mecánicos antes de soltarlos en las calles de Nueva Crobuzón. Si trataban de decir que aquellas cicatrices —o la carne segada, los ojos perdidos y los huesos mal soldados— eran lesiones de guerra, se convertían, en el mejor de los casos, en objeto de escarnio. Ori siguió su camino.

Era un verano fresco y dirigió sus pasos a una frondosa arboleda hasta que dejó de oír los gritos de la multitud o del hombre al que estaban golpeando y acusando de traición. Una brisa lo acompañó al pasar bajo el arco de la estación de Aguas Negras. Las calles eran como venas tensas, con casas de arboscuro y estuco blanco junto a otras de ladrillo, y allí, otra totalmente calcinada, cuyos huesos de carbón sobresalían entre las cenizas aún por recoger. Las murallas de Pincod, en la zona oeste de Nueva Crobuzón, se bebían el agua que contenía el aire y la sudaban, haciendo que el yeso se hinchara como si estuviera cubierto de quistes. Su humedad era brillante y multicolor.

Hacia el norte las calles se ensanchaban. La Piazza de lla Settimana di Polvore era un jardín engalanado de zora-rosas y estelas altas de piedra, sobre las que se asomaban la ventanas de moldura de estuco de la Letrina. A Ori no le gustaba aquel lugar. Él se había criado en la Perrera. No era la jungla anárquica de Malado, no era tan malo, pero el niño Ori había aprendido a correr por laberintos de edificios modificados por el ingenio de los pobres, por planchas que cruzaban sobre lavaderos y retretes. Había rapiñado peniques y estíveres entre el barro de las cunetas, había aprendido a pelear y todo lo que sabía de sexo y la rápida y teatral jerga de las Docenas de la Perrera. Ori no comprendía la geografía de la Letrina o cualquier otro de los barrios elegantes. No sabía por dónde podían correr allí los niños. Aquellas casas austeras lo amedrentaban, y las odiaba por ello.

Su hostilidad se hinchó al ver las miradas que le dirigían los elegantes habitantes del barrio. Ori acarició sus armas.

En el cruce vio a sus contactos. En lugar de reaccionar a su presencia, Hombro Viejo y los otros siguieron caminando sin alterar el paso bajo los sauces que engalanaban cada esquina, en dirección a la avenida Cuadrícula.

Era uno de los lugares más bonitos de la ciudad. Las casas y los comercios se levantaban como pilares, tachonados de fósiles, como era característico del antiguo estilo Os Tumulus. Delante había un muro entero hecho del famoso vidral, una fachada de cristal tintado de siglos de antigüedad que se extendía entre dos edificios. Había una guardia asignada permanentemente allí y los carromatos tenían prohibido pasar por las calles empedradas de las proximidades por si las ruedas hacían saltar algún guijarro fortuito. En una ocasión, Ori había propuesto que la rompieran como acto de provocación, pero incluso la banda de Toro había respondido con espanto ante la idea. No estaban allí para eso. Hombro Viejo caminó disimuladamente hacia una oficina.

Y entonces, el cuidadoso ballet que tantas veces habían interpretado en el desierto almacén: dos pasos, uno, dos, Ori se puso junto a la puerta y tropezó, tres cuatro, con la mujer, Catlina; arrastraron los pies como habían ensayado; Ori tropezó; Marcus penetró a hurtadillas en la oficina acompañado por Hombro, mientras Ori y Catlina, los señuelos, empezaban a gritar.

Las luces elictro-barométricas chisporrotearon a su alrededor, haciendo que resplandeciera el vidral y tiñendo a Ori y Catlina de colores fantasmales. Mientras seguían peleándose, él observaba la puerta asomándose sobre los hombros de Catlina, preparado para llamarla «perra», a lo que ella respondería lanzando gritos, en cuanto alguien pareciera disponerse a echar un vistazo en la oficina donde estaban sus camaradas. Ya debían de estar interrogando a su objetivo. «¿A quién has vendido?», estaría diciendo Hombro en aquel momento.

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