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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (3 page)

Al sexto día, día del pescado, el 17 de chet de 1805, llegaron a un pueblo.

En el bosque Turbio se oyó un murmullo de aire desplazado bajo el canto de la lechuza y el mono. No fue muy alto, pero los animales que se encontraban en su camino levantaron la mirada con el pánico de una presa. En los intersticios entre los árboles, junto a los saledizos de arcilla, se extendía un encaje de luna. El ramaje no se movía.

Entre las sombras de la noche apareció un hombre. Llevaba un traje negro azulado. Tenía las manos en los bolsillos. Sobre sus lustrosos zapatos, que se desplazaban a la altura de la cabeza por encima de las raíces, caían tallos de luz de luna. El hombre avanzaba, con el cuerpo en perfecto equilibro, erguido por el aire. Y mientras avanzaba, suspendido por arcanos medios entre las copas de los árboles y el suelo del bosque, el sonido venía con él, como si el espacio gimiera por su violación.

Estaba impertérrito. Algo correteó sobre él, entrando y saliendo de las sombras, entre los pliegues de su ropa. Un mono, aferrado al hombre como si fuera su madre. El mono tenía algo en el pecho, una excrecencia que se contraía y tensaba.

Bajo la débil luz, el hombre y su pasajero entraron en el circo al que los hotchi acudían a luchar. Contemplaron a los milicianos muertos, moteados de podredumbre.

El monito se colgó de los pies del hombre y se dejó caer sobre los cadáveres. Sus hábiles deditos los examinaron. Volvió a encaramarse a las piernas de un salto y emitió unos ruidos rápidos y nerviosos.

Pasaron un rato sumidos en un silencio tan completo como el resto de la noche, el hombre mordiéndose los nudillos con aire meditabundo, como una cabriola paralizada, y el mono sobre su hombro, contemplando la negra floresta. Luego volvieron a ponerse en movimiento, avanzando entre los árboles con el sonido colmado de su paso, a través de helechales rotos días atrás. Después de que se hubieran alejado, los animales del bosque Turbio salieron de sus escondites. Pero estaban inquietos, y permanecieron así el resto de la noche.

2

El pueblo no tenía nombre. Los granjeros le parecieron a Cutter gente humilde. Aceptaron dinero a cambio de comida con una hosca desenvoltura. Si tenían curanderos, lo negaron. Cutter no pudo hacer más que dejar dormir a Drey.

—Tenemos que llegar a Myrshock —dijo. Los lugareños lo miraron con ignorancia y él apretó los dientes—. Ni que estuviera en la luna, joder —dijo.

—Puedo llevaros a la ciudad de los cerdos —dijo finalmente uno de los hombres—. Necesitamos cerdo y mantequilla. Está al sur, a cuatro días de aquí.

—Pero seguiremos a… no sé, unos seiscientos kilómetros de Myrshock, por Jabber —dijo Ihona.

—No tenemos elección. Y el sitio ese de los cerdos debe de ser más grande. A lo mejor pueden llevarnos más lejos. ¿Por qué no tenéis cerdos aquí?

Los aldeanos se miraron unos a otros.

—Ladrones —dijo uno de ellos.

—Así podéis ayudarnos —dijo otro—. Proteged el carromato con vuestras armas. Podéis llevarnos a la ciudad de los cerdos. Hay un mercado. Viene gente de todas partes. Tienen aeronaves, podrán ayudaros.

—¿Ladrones?

—Sí. Bandidos. Librehechos.

Sacaron un carromato tirado por dos jamelgos y conducido por uno de los aldeanos. Cutter y sus compañeros se subieron, entre raquíticas verduras y baratijas. Drey se tumbó, empapado en sudor. Su brazo apestaba. Los demás mantuvieron las armas al alcance de la mano, intranquilos y ostentosos.

El armatoste avanzó por veredas casi invisibles y las Mendicantes fueron quedando atrás, reemplazadas por unos pastizales. Durante dos días marcharon por campos de salvia y pasto, entre peñascos sobresalientes que parecían almacenes portuarios. La roca recibía la luz del sol como si fuera un tatuaje rojizo.

Montaban guardia por si aparecía algún aero-corsario. Fejh hacía breves visitas a los ríos y arroyos por los que pasaban.

—Vamos muy lento. —Cutter hablaba para sí, pero los demás lo oyeron—. Demasiado lento, demasiado lento, demasiado lento, joder.

—Que se vean vuestras armas —dijo de repente uno de los granjeros—. Alguien está mirando. —Señaló las lomas achatadas, cadáveres sobre la roca—. Si vienen, disparad. No esperéis. Si los dejáis, nos desollarán vivos.

Incluso Drey estaba despierto. Su mano sana empuñaba una pistola de repetición.

—Tu arma es la más potente, Pomeroy —dijo Cutter—. Preparado.

Y al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras, los dos granjeros empezaron a gritar:

—¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahí!

Cutter movió su pistola con peligrosa imprecisión mientras Pomeroy levantaba el trabuco. Un virote de ballesta pasó silbando sobre sus cabezas. Una figura salió de detrás de un bloque de asperón tapizado de líquenes y Elsie disparó contra ella.

Era un librehecho: un rehecho criminal, reconfigurado en las factorías de castigo de la ciudad y huido a las llanuras y colinas de Rohagi.

—Cabrones —gritó de dolor—. Joder, cabrones. —Todos pudieron ver en qué consistía su transformación: tenía demasiados ojos. Se retorció sobre la arena, dejando un rastro de sangre.

Una nueva voz.

—Volved a disparad y moriréis. —Estaban rodeados de figuras por todas partes, con arcos preparados y algunos viejos rifles—. ¿Quiénes sois? No sois de la región. —El que había hablado dio un paso al frente sobre una mesa de roca—. Vamos, vosotros dos. Ya conocéis las normas. El peaje. Os voy a cobrar un carromato de… ¿Qué es esto? Un carromato de míseras verduras.

Los librehechos eran una banda harapienta y variopinta, cuyas mutaciones de humeante hierro y carne de animal robada palpitaban como tumoraciones arcanas. Hombres y mujeres con colmillos de elefante o miembros de metal, con colas, con tuberías de gutapercha, negras como el aceite, en lugar de intestinos en la vacía e inutilizada cavidad estomacal.

Su jefe se movía con lentitud y torpeza. Al principio, Cutter creyó que estaba montado sobre alguna especie de animal mutante sin ojos, pero entonces se dio cuenta de que el torso del hombre estaba cosido a un cuerpo de caballo, en el lugar que tendría que haber ocupado la cabeza. Solo que, con el capricho y la crueldad de que hacían gala los bio-taumaturgos del estado, el tronco del hombre estaba orientado hacia la cola del caballo, como si hubiera montado de espaldas. Para avanzar, tenía que mover cuidadosamente hacia atrás sus cuatro patas de caballo mientras movía la cola.

—Esto es nuevo —dijo—. Tenéis armas. Nosotros no. He visto mercenarios antes. No sois mercenarios.

—Pues esto va a ser lo último que veas como sigas así —dijo Pomeroy. Apuntó el mosquete con pasmosa calma—. Seguro que podéis acabar con nosotros, pero, ¿a cuántos nos llevaremos por delante? —Todo el grupo, Drey incluido, tenía a algún librehecho en el punto de mira.

—¿Qué sois? —dijo el jefe—. ¿Quiénes sois? ¿Qué estáis haciendo?

Pomeroy se disponía a responder, alguna bravata, alguna fantasía de luchador, pero entonces algo inesperado le ocurrió a Cutter. Escuchó un susurro. Totalmente íntimo, como si unos labios le hablaran al oído, con voz antinatural y apremiante. Un escalofrío acompañó a las palabras. Se estremeció. La voz dijo: «di la verdad».

Las palabras brotaron de su boca en un cántico involuntario y fuerte:

—Ihona trabaja en un telar. Drey es maquinista. Elsie está sin trabajo, y el gran Pomeroy es oficinista. Fejh es estibador. Yo soy tendero. Pertenecemos al Caucus. Buscamos a un amigo mío. Y buscamos al Consejo de Hierro.

Sus compañeros se lo quedaron mirando.

—¿Qué demonios haces, tío? —dijo Fejh.

E Ihona:

—En el nombre de Jabber, ¿por qué…?

Cutter relajó las mandíbulas y sacudió la cabeza.

—Ha sido sin querer —trató de explicarles—. He oído algo…

—Bueno, bueno —estaba diciendo el jefe de los bandidos—. Os queda un largo camino por delante. Aunque os dejemos marchar… —y entonces se interrumpió. Su mandíbula se movió un momento, y después siguió hablando, rítmicamente, con un tono diferente, declamatorio—. Pueden irse. Dejadlos pasar. El Caucus no es nuestro enemigo.

Sus hombres lo miraron.

—Dejadlos pasar —volvió a decir. Hizo un gesto a sus librehechos y puso cara de exasperación. Sus hombres y mujeres gritaron, enfurecidos e incrédulos, y durante unos segundos pareció que iban a desobedecer la orden, pero entonces se apartaron y, rezongando, se cargaron las armas al hombro.

El jefe de los librehechos observó a los viajeros mientras seguían su camino, y estos no le quitaron la vista de encima hasta que se perdió de vista en la distancia. No vieron que se moviera.

Cutter les habló a sus camaradas del susurro imperativo que lo había obligado a actuar.

—Taumaturgia —dijo Elsie—. El jefe de los ladrones debe de haberte embrujado, los dioses saben por qué.

Cutter sacudió la cabeza.

—¿No has visto qué aspecto tenía cuando nos ha dejado marchar? —dijo—. Así me sentía yo. Él también estaba hechizado.

Cuando llegaron a la ciudad del mercado, encontraron buhoneros, comerciantes y cómicos ambulantes. Entre los edificios de adobe había globos de gas, maltrechos y medio desinflados.

El día del polvo, mientras volaban sobre unas estepas de hierba, rocas y flores, Drey expiró. Parecía que había estado mejorando. En la ciudad había estado consciente y hasta había regateado con el aero-mercader. Pero durante la noche, el brazo lo envenenó, y aunque seguía con vida cuando habían levantado el vuelo, había muerto no mucho después.

El comerciante nómada se entretuvo revisando el ronroneante motor de la góndola, incomodado por la miseria de sus pasajeros. Elsie abrazó el cuerpo frío de Drey. Finalmente, con el sol en lo alto, celebró un servicio, y todos besaron a su amigo muerto y lo encomendaron al cuidado de los dioses con la tenue intranquilidad de los agnósticos que eran.

Elsie recordó los entierros aéreos de las tribus septentrionales, de los que había oído hablar. Hombres y mujeres de la tundra que depositaban a sus muertos en ataúdes abiertos colgados de globos y los enviaban en alas de las corrientes de aire a las alturas, atravesando la fría atmósfera y las nubes, más allá de las depredaciones de los insectos y hasta de la propia podredumbre, hasta llegar a la catacumba que era la estratosfera de sus tierras de caza, donde solo los dirigibles de los exploradores los encontraban, errabundos y momificados por el frío.

Impelidos por la necesidad, dieron a Drey un entierro diferente: lo levantaron con delicadeza sobre el borde de la góndola, lo colocaron entre las cuerdas y lo dejaron ir.

Fue como si echara a volar. Se remontó sobre ellos y pareció extender los brazos. El aire lo zarandeó de tal modo que por un momento dio la impresión de que estaba danzando o luchando y se alejó dando vueltas y vueltas. Pasó entre los pájaros. Sus amigos contemplaron su vuelo con asombro y con un deleite sorprendido y apartaron la mirada cuando todavía se encontraba a varios segundos del suelo.

Sobrevolaron extensiones de esquisto y hierba que se iban volviendo más secos conforme avanzaban hacia el sur. El bosque Turbio se alejó. El viento estaba con ellos. Cutter oyó que Elsie le susurraba algo a Pomeroy, algún lamento por Drey.

—Ahora no podemos detenernos —murmuró Pomeroy—. Lo sé, lo sé…, pero ahora no podemos.

En tres ocasiones vieron otros globos, a varios kilómetros de distancia. En cada una de ellas, el piloto miró por el telescopio y les dijo a quién pertenecía la nave. Los aeronautas no eran muy numerosos. Cada uno de ellos conocía las rutas de los demás.

El hombre había exigido una gran parte de su dinero para llevarlos a Myrshock, pero al enterarse de que la milicia había pasado por la ciudad de los cerdos poco antes, un destacamento de húsares con monturas alteradas, no pudieron negarse.
Estamos en el buen camino
. Y ahora que estaban avanzando, no rápidamente pero sí a un ritmo constante, por vez primera empezaron a albergar algo parecido a la esperanza.

—Cuesta creer —dijo Cutter— que hay una puta guerra en marcha. —Nadie respondió. Sabía que su bilis los aburría. Siguió observando aquel paisaje de retazos.

La tercera mañana en el aire, mientras frotaba con agua la piel agrietada de Fejh, Cutter gritó y señaló un punto situado a varios kilómetros de distancia, donde se veía el mar, y frente a él, en una depresión cubierta de hierba de color pardo trigo, los amarraderos de dirigibles y los minaretes de Myrshock.

Era un puerto feo. Estaban cansados. Aquel no era su territorio.

La arquitectura parecía producto de la casualidad, un conglomerado de materiales fortuitos, amontonados, sorprendidos de verse convertidos en una ciudad. Vieja pero carente de historia. Donde respondía a un diseño, su estética era vacilante: iglesias con fachadas de cemento que imitaban ringorrangos antiguos, bancos que empleaban tejas de colores insólitos y que no conseguían otra cosa que vulgaridad.

Myrshock era cosmopolita. Los hombres y las mujeres vivían junto a los cactacae, la raza vegetal, fornida y espinosa, y a los garuda, pájaros-corsario del Cymek sobre las aguas, en el aire y en las calles. Vodyanoi en un canal gueto.

Los viajeros comieron lo que compraron en un puesto, junto a un molo. Había filas de embarcaciones extranjeras y naves de Myrshock, vapores con torres fabriles, paleros, barcos mercantes tirados por grandes dracos marinos. A diferencia de los muelles de su hogar, aquel era un puerto de agua salada, así que no había estibadores vodyanoi. Apoyados en las paredes, holgazaneaban los mismos charlatanes y la misma chusma de buscavidas de todos los puertos.

—Hay que tener cuidado —dijo Cutter—. Necesitamos un barco con destino a Shankell, y en general eso significa una tripulación de cactacae. Ya sabéis lo que tenemos que hacer. Con los cactacae no vamos a poder. Necesitamos un barco pequeño y gente pequeña.

—Habrá vapores ilegales —dijo Ihona—. Piratas en su mayor parte…

Lanzó una mirada vaga a su alrededor.

Cutter sufrió un espasmo y se quedó inmóvil. Alguien le habló. Aquella voz de nuevo, susurrando junto a su oído. Se quedó paralizado.

La voz dijo:

El Arif. Un vapor. Al sur
.

La voz dijo:

Travesía de rutina, tripulación pequeña. Un cargamento muy útil: antílopes sable, preparados para montar. Las reservas están hechas. Salís a las diez de la noche
.

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