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Authors: Dai Sijie

El complejo de Di (22 page)

»Probablemente la ventana ejerce una extraña influencia sobre mí —sigue diciéndose Muo—. La tentación de arrojarse por una ventana, ¿es un fenómeno raro? ¿O es ésta una ventana maldita, que me invita a saltar? Hace diez años tentó al marido homosexual de la Embalsamadora y lo convenció. Puede que, en vez de suicidarse, lo asesinara la llamada de la ventana, la hondura de su vergüenza. Yo también pertenezco a esa clase de gente (¿cuál es la proporción en el conjunto de los seres humanos?, ¿el cinco por ciento?, ¿el diez?) que siente una especie de llamada cuando está al borde de un abismo. Contra eso no pueden nada ni mis años de psicoanalista ni todos los libros de Freud, pese a estar llenos de sabiduría y perspicacia. Es un reflejo natural, ¡clic!, como el que hace que un hombre reaccione al olor de una mujer.»

Con la sensación de estar envuelto en una niebla fluida, Muo se pone a imitar los gestos que vio hacer a su abuelo aquella lejana noche de su infancia. Cambia de posición para acuclillarse en el alféizar, como un pájaro posado en una rama. Un pájaro con gafas, con patas huesudas, al borde de un precipicio de seis pisos. Intenta erguirse sin perder el equilibrio. Parece a punto de emprender el vuelo, pero, ¡uf!, consigue arrodillarse sobre el alféizar de ladrillos rosa pálido cubiertos con una capa de cemento húmeda de lluvia, cuya frescura atraviesa su pantalón prestado. Contempla el vacío como si se tratara de un estanque al que duda si arrojarse.

Una voz le murmura al oído. ¿Una ilusión? No. Un mosquito. «¡Será cabrón! —se dice Muo—. ¡Ha vuelto! Reconozco su zumbido.» El insecto se le posa en la punta de la nariz y se dispone a clavarle la trompa en una venilla. Muo agita la cabeza para espantarlo, con movimientos que tienen la precisión de un arriesgado número de acrobacia. Una pizca más bruscos, y se precipitaría al vacío.

Sopla un viento frío pero soportable. El cielo encapotado se refleja en los oscuros cristales de la ventana. Muo busca las palabras adecuadas para formular un voto. Con el corazón encogido, se dice que el voto más hermoso del mundo habría sido conservar su virginidad para ofrecérsela a Volcán de la Vieja Luna. Ahora es demasiado tarde. Vuelve a pensar en el juez Di y en la Embalsamadora, y la amargura lo inunda como una ola.

Se siente como un mosquito herido, encogido, con las alas plegadas, las patas —mucho más largas de lo que cree— dobladas sobre sí mismas, el minúsculo cuerpo, agonizante, apelotonado, tembloroso en la palma de un desconocido: el Destino. De pronto, Muo reza, con las manos juntas a la altura del pecho, como su abuelo. Pero lo que escapa de su boca es una vieja canción de la infancia, que no ha cantado desde hace años:

Mi padre es jefe de comedor
,

lo acusan de robar vales.

Robar vales, ¿de qué?

Vales de aceite y arroz.

Mi padre está de rodillas

atado con gruesas cuerdas.

La gente le pide cuentas
,

¡las cuentas, las cuentas!

Al principio, la voz de Muo, un poco pastosa por culpa del «Fantasma de la embriaguez», susurra, casi inaudible, con la punta de los labios, como si recitara una oración. Pero, poco a poco, se desmanda, se vuelve tan ronca como el canto del pájaro que, posado en el tejado, le responde. Es una voz teñida de ironía risueña, un eco confiado. Al acabar la primera estrofa, tararea el estribillo e hincha los carrillos para imitar a una trompeta, y ríe encantado al descubrir en su voz acentos del ídolo de su infancia, un vecino apodado el Espía, hijo de un catedrático de Patología, que durante los años de reeducación se convirtió en jefe de una banda de ladrones y fue condenado a veinte años de prisión por el atraco a mano armada de un banco, en los años setenta. Era la canción favorita del Espía; su sombrero flotaba sobre su exuberante cabellera y vibraba con una alegría salvaje cada vez que la tarareaba durante un paseo, la silbaba en una escalera o la cantaba a pleno pulmón para ligar con las chicas. ¡Pobre Espía! Tenía una forma de cantar muy suya, con unas florituras inconfundibles.

Al final de la segunda estrofa, con una serie de trémolos, Muo tararea el estribillo, triste y alegre a la vez, que libera su mente del peso de los fracasos y de su traición, y del recuerdo del juez Di, aficionado a las vírgenes. De pronto, ¡qué interrupción! Dos fuertes brazos le rodean las caderas. Muo suelta un grito de pánico, mientras el cielo estrellado gira, se vuelca, se pone del revés, y las pantuflas bordadas vuelan por los aires y se precipitan al vacío, como dos cuerpos etéreos.

El grito de Muo se propaga entre los edificios, mezclado con los trinos de dos pájaros, un tordo y un gorrión. La lluvia vuelve a la carga. Ruido de gotas en los cristales.

Quien lo ha cogido por la cintura es la Embalsamadora. Al salir del cuarto de baño y verlo en el alféizar de la ventana, ha creído ver a su difunto marido. Se ha acercado despacio, centímetro a centímetro, para no asustarlo, y luego, rápida como el rayo, ha saltado sobre él y lo ha sujetado con los brazos para hacerle caer al interior de la sala. Ambos han acabado rodando abrazados por el parquet.

La Embalsamadora es fuerte. No en vano sus compañeros masculinos la consideran la perla de la profesión. Llorando como una Magdalena, empuja a Muo al interior de un armario y cierra las hojas metálicas con un grueso candado.

—No quiero tener que coserte el cráneo —dice en respuesta a los gritos desesperados y las patadas de Muo—. Es por tu seguridad, te lo juro.

TERCERA PARTE
Pequeño Camino
1
No te tragues mi diente

Muo mira las vías del tren, que se pierden en la distancia y relucen con los últimos sedosos reflejos del día que muere, en la estación de Chengdu. Está en el despacho de billetes, junto a una ventana que tiene los cristales rotos y cubiertos de telas de araña, por las que se filtra una luz de un amarillo cristalino. Los roñosos barrotes de la ventana tienen un color de cobre antiguo, de un verde magnífico. «Allí —se dice Muo—, en la prisión de Volcán de la Vieja Luna y de su nueva compañera, la Embalsamadora, ¿se demorará esta misma luz, tan suave y tan pura, sobre las garitas? (¿cuántas serán?, ¿cuatro?, ¿una en cada esquina del recinto?) y los centinelas armados que hacen guardia en ellas, inmóviles como estatuas?»

Lleva media hora haciendo cola ante la ventanilla, con el rostro oculto bajo una capucha gris. A su lado discuten dos mujeres, a las que acaban uniéndose los miembros de sus familias, en confusión generacional. Rumor de voces indistintas, anuncios por los altavoces, olor a sudor, a tabaco, a fideos instantáneos... La larga cola avanza unos centímetros, pero vuelve a pararse y se eterniza con exasperante somnolencia.

Al otro lado de la ventana de los cristales rotos, la noche empieza a envolver el mundo en su misterioso abrazo. A lo largo de las vías, los semáforos verdes y rojos, irisados en la tenue bruma como el resplandor de los fuegos fatuos en las cuentos de hadas, le traen a la mente los faros giratorios de las furgonetas de la policía, que seguramente patrullan la ciudad a la busca de un psicoanalista con gafas, convertido en el enemigo jurado del juez Di.

«Debes recuperar las fuerzas y conservar la Calma, Muo —se dice procurando tranquilizarse—. Nadie vendrá a detenerte a estas horas. Todos los policías están cenando en los restaurantes.»

Pese a ello, cuando aparece una figura en uniforme en la puerta de la sala, un temblor incontenible le sacude las piernas. A medida que el recién llegado avanza entre la gente y se acerca a él, el temblor da paso a una intensa crispación muscular justo encima de las rodillas. Por suerte, el agente, apremiado por la necesidad, aprieta el paso hacia el lavabo, que está al fondo de la sala.

Cuanto más cerca está la ventanilla, más necesario se hace el uso de los codos y más seguro se siente Muo en medio del gentío, que se empuja, se apelotona, se apretuja y se asfixia. Una mujer ha perdido un zapato, un escarpín con el contrafuerte roto y la suela agujereada. La mano de Muo roza los barrotes cromados de la ventanilla.

—Un billete para Kunming! —grita—. Para el tren de esta noche a las nueve.

—¡Hable más alto, no oigo nada! —aúlla el empleado por el micrófono—. Un billete, ¿adónde?

—¡Kunming!

De pronto, empujado por la gente, Muo suelta el barrote, desaparece de la vista del empleado y vuelve a aparecer gritando el nombre de su estación de destino. Cuando al fin consigue pedir el billete, ya no hay plazas en los coches litera; sólo queda sitio en los vagones de asientos duros, como la noche en que le robaron la maleta Delsey, hace unos meses.

Minutos más tarde, con la cabeza cubierta por la capucha gris (prenda impropia para la estación, que le da un aspecto grotesco), cena de incógnito en la penumbra de un restaurante de comida rápida china, uno de los innumerables establecimientos que jalonan las altas columnatas de la estación, coronadas por una bóveda del estilo soviético de los años cincuenta y transformadas en galería mal iluminada, ocupada por pequeñas tiendas de alimentación y recuerdos, consignas de equipajes, quioscos de periódicos y revistas con atractivas estrellas occidentales o chinas en las portadas.

Se oye zumbar una mosca.

Nada de platos ni de cuencos. En una caja rectangular de poliestireno, trozos de pollo frito y frío, rodajas de calamar cubiertas de puré de guindilla, igualmente frías, lo mismo que los fideos salteados y chorreantes de aceite. Todo muy barato. Cinco yuans, incluido un vaso de leche de soja. Menos que un billete de metro en París. A fugitivo pobre, comida económica. El pollo no sabe a nada. Un auténtico desastre. Prueba un trozo de calamar frito. Peor aún. Lo muerde con rabia, pero la carne, dura como una piedra, se resiste. No hay manera. Oye el sonido del altavoz y presta atención. Buscan a un tal Mao, un nombre parecido al suyo. La carne del calamar acaba cediendo, y Muo la masca como si fuera chicle. «¿Qué me pasa?», se pregunta de pronto con la sensación de que el interior de su boca ya no es lo que era, de que ha entrado en una fase que un historiador o un biógrafo bautizarían «poscalamar». ¿Una caries? La lengua de Muo inspecciona minuciosamente los dientes, los toca uno tras otro... Ha desaparecido un incisivo.

Zumbido de la mosca.

Con la punta de la lengua, Muo explora el hueco del incisivo, de una anchura y una profundidad que lo dejan sorprendido. Curiosamente, no hay una sola gota de sangre.

Siguiendo con la exploración, busca el diente perdido en el interior de su boca, pero en vano. Teme habérselo tragado, como ocurre a veces con un huesecillo o una espina. Se angustia. La saliva, que traga poco a poco, pasa Con dificultad. ¿Dónde está el diente? ¿Todavía en su garganta? ¿Ya en su estómago? ¡Qué alivio cuando al fin lo encuentra en la caja de poliestireno, medio oculto entre los fideos salteados! Intacto, del color del té, oscuro en algunos sitios y totalmente negro en el extremo. Es la primera vez que ve uno de sus dientes «en directo», en vez de su imagen en el espejo. Le sorprende su fealdad: es largo, de al menos tres centímetros, tiene una raíz puntiaguda, en forma de tacón de aguja, y le hace pensar en los incisivos de los vampiros de las películas de terror; en cuanto al otro extremo, cuyo cortante filo ha utilizado durante cuarenta años para morder, parece un hacha de sílex mellada por el uso.

Con precaución y ternura de arqueólogo, Muo envuelve el diente en un trozo de servilleta de papel. Luego, enciende un cigarrillo, pero el sabor del humo, a través de la nueva cavidad, ya no es el mismo.

Colérico, abandona el restaurante de comida rápida, sale fuera y cruza la plaza de la estación. El recuerdo de la chica con la que coincidió hace meses en el tren nocturno acude a su mente, como un fogonazo. Decide comprar una esterilla de bambú, que esta noche extenderá bajo el asiento duro, como ella.

De pronto, una vaharada de mal aliento le inunda la nariz, y el susurro de una voz femenina junto a su oreja le hace dar un respingo:

—¿Busca hotel, jefe?

—Lo siento, salgo de viaje dentro de una hora.

—En tal caso —insiste la mujer, excesivamente maquillada poniéndose a su paso—, tenemos un karaoke lleno de chicas guapas. ¡Vamos, jefe, dese un capricho! La vida es corta.

—No, gracias. Por cierto, no soy jefe.

—Es la palabra de moda para decir «señor». ¿Quiere que le llame de alguna otra forma, más íntima tal vez?

—¡Déjame en paz! —grita Muo violentamente acercando la cara a la de la mujer.

El efecto es inmediato: agrandado por la escasa luz de una farola, el agujero negro en el centro de su boca, abierta de par en par, asusta a la mujer, que desaparece súbitamente.

Frente a la estación, en una tienda que sigue abierta, Muo busca en vano la esterilla y acaba comprando un impermeable de plástico rosa pálido tan fino como una hoja de papel, pensado para ir en bicicleta.

El tren con destino a Kunming sale con sólo diez minutos de retraso. Viendo desfilar ante la ventanilla las calles de Chengdu, la ciudad del juez Di, Muo disfruta de unos momentos de respiro, de un alivio momentáneo. Saca el cuaderno y escribe: «Cuando lo detuvieron, Ezra Pound cogió un fruto de eucalipto como recuerdo. Yo, en cambio, en memoria de mi huida conservaré un diente.»

Es la primera noche que la Embalsamadora va a pasar en prisión. Su detención se produjo la mañana siguiente a la resurrección del juez Di, una mañana tranquila, de cielo sereno y azul. En la sala de embalsamamiento, el leve soplo del aire acondicionado hacía tintinear las persianas venecianas. Sonó el teléfono. Era el director del tanatorio. Con voz despreocupada, pidió a la Embalsamadora que acudiera a su despacho para comentar una petición de reembolso de gastos médicos. Tras quitarse los guantes, pero con la bata blanca puesta, la mujer se presentó en el despacho, donde fue detenida por dos agentes de paisano. Algunos testigos afirmaron que, cuando subió al furgón negro del tribunal aparcado a la entrada, la Embalsamadora estaba esposada.

—Creí que era un coche fúnebre —le dijo un empleado del tanatorio a Muo, que fue a buscarla a mediodía para invitarla a comer.

Los doscientos metros que recorrió para volver al taxi se le hicieron interminables. Las rodillas le flaqueaban como si estuviera a punto de sufrir un ataque cardiaco. Presa de incontenibles contracciones, las pantorrillas le temblaban como hojas al viento; cuando al fin consiguió sentarse en el vehículo, no pudo dominar los temblores más que agarrándose los descontrolados músculos con ambas manos.

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