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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El caballero del templo (8 page)

Por fin, tras dos semanas de camino, llegaron a El Cairo. Jaime nunca había visto una ciudad como aquélla. Hasta entonces las urbes más grandes que había conocido eran Barcelona y Acre, pero El Cairo rebasaba su propia imaginación. Ubicada a orillas del río Nilo, ante cuyo caudal quedó asombrado, la ciudad se extendía por una superficie tan enorme que no podía abarcarse con una sola mirada.

—¿Cuánta gente vive aquí? —preguntó Jaime.

—Nadie lo sabe. Algunos aseguran que mil veces mil personas. Una vez oí decir a un comerciante que si los cairotas se dieran de la mano unos a otros y se pusieran en fila unirían en una cadena humana Jerusalén con El Cairo.

—En ese caso, pueden movilizar un ejército de… miles de soldados.

—Más de cien mil. ¿Por qué crees que el maestre y el mariscal nos han enviado hasta aquí? Si el sultán sigue adelante con su deseo de venganza y cumple su amenaza de atacar Acre, ¿cuánto tiempo supones que podríamos resistir su asedio? Nuestra única esperanza es conseguir un acuerdo de paz —dijo Perelló.

—Sin entregar a los criminales italianos parece difícil.

—Ya veremos, tal vez ceda ante una buena bolsa repleta de monedas de oro.

—Este tipo de acuerdo no parece propio de templarios —dijo Castelnou.

—Ya te comenté en una ocasión que en estas tierras nada es lo que parece.

Los dos templarios entraron en El Cairo por una gran puerta custodiada por unos guardias que miraban con desinterés al tropel de gente que iba y venía con mercancías de todo tipo. Las calles estaban tan atiborradas de personas y animales de carga que apenas se podían dar dos pasos en línea recta. Todo eran gritos, voces demandando atención o llamadas de los mercaderes que proclamaban con exagerados aspavientos la bondad de sus productos.

Guiados por uno de los musulmanes que había viajado con ellos en la caravana, atravesaron la intrincada red de callejuelas hasta que se presentaron ante un enorme portón de madera cubierto por un arco de piedra decorado con yeserías pintadas en verde, rojo y azul.

Tras varios golpes, la enorme puerta se abrió y tras ella asomó un gigantesco criado negro vestido con unos calzones blancos, un chaleco sin mangas y un voluminoso turbante. Hizo una señal con la cabeza al guía y éste se perdió entre las callejuelas, mientras con la mano indicaba a los dos templarios que pasaran.

La puerta se cerró tras ellos y quedaron frente a un patio encerrado por altísimos muros enjalbegados con yeso de color rojizo y cubiertos de arriates. Al fondo se abría una gran arcada decorada con finas filigranas de yeso y en el centro, de una fuente rodeada de árboles frutales y arbustos aromáticos manaban tres chorros de agua cantarina. Sólo habían atravesado una puerta pero les pareció que se habían adentrado en otro mundo. El ruido de las calles, la barahúnda de personas, las prisas, los empujones y la mezcla de olores indefinibles había dado paso a un apacible silencio sólo alterado por el rumor de los chorros de agua sobre la fuente y a un delicado aroma de arrayanes y limones.

El gigante negro los condujo hasta una cálida estancia repleta de enormes almohadones de fina tela con exquisitos brocados, les indicó que se acomodaran y desapareció por una pequeña puerta.

De inmediato apareció por la misma puerta una joven que mostraba parte de su cuerpo desnudo, pues apenas se cubría con unos pantalones bombachos de lino y un ajustado corpiño adamascado que dejaba al aire todo el vientre y más de la mitad de la espalda. Jaime se sintió muy incómodo ante la presencia de aquella mujer, que olía a áloe y algalia, y notó cómo su rostro se ruborizaba. No quiso que Guillem fuera testigo de su arrebolamiento y bajó la cabeza a la vez que se giraba de espaldas procurando no fijar su vista en los ojos de la hermosa joven, tal cual prescribía la regla de la Orden.

La muchacha portaba una bandeja repleta de frutas almibaradas, almendras, pistachos y nueces, y dos copas con jarabe de moras que dejó sobre una mesa baja. Después dijo unas palabras en árabe y desapareció por la puerta con la misma sutileza con la que había entrado.

—Nos ha deseado salud —comentó Guillem.

Jaime se giró hacia su hermano templario, que se había acercado hacia la mesa y había cogido una ciruela confitada.

—¿Puedes decirme qué hacemos aquí?; no entiendo nada.

—Hemos venido a comprar al visir al-Fajri para que convenza a su sultán para que no ataque la ciudad de Acre.

En ese momento un heraldo anunció la inmediata presencia del visir de Egipto, que apareció sonriente y saludó en árabe a los dos templarios deseándoles la paz e indicándoles que se recostaran en los cómodos almohadones.

—Sed bienvenidos a mi casa —dijo en árabe, a la vez que les animaba a coger algunas frutas y a beber el dulce néctar de mora—. Vos debéis de ser Guillem de Perelló, y ése es vuestro criado, ¿me equivoco?

—Sí, señoría, sólo que no es mi criado, sino un caballero templario como yo; se llama Jaime de Castelnou, y hace muy poco que está destinado en Palestina.

—Por lo que percibo, no entiende el árabe.

Jaime asistía a aquella conversación sin saber de qué estaban hablando; únicamente había entendido su nombre en labios de Guillem.

—No, pero es un extraordinario guerrero, y hay muchos como él en Acre. Si al fin decidís atacar la ciudad, no será fácil su conquista. Deberíamos llegar a un acuerdo antes de que mueran muchos hombres por ambos bandos.

—Veo que vais directamente al asunto. No me gustan los rodeos; ya sé que mi gente prefiere demorar las cosas y que a veces se muestran demasiado dilatorios, pero yo no quiero perder el tiempo.

—En ese caso, estoy autorizado por nuestro maestre, a quien ya conocéis, a ofreceros hasta diez mil libras de plata.

—No es mucho a cambio de una ciudad tan rica como Acre.

—Y cinco mil más para vos, digamos como compensación por vuestros esfuerzos en alcanzar la paz.

—Que sean veinte mil, y diez mil por mi trabajo.

—No estoy autorizado.

—Vamos, don Guillem, sí lo estáis. ¿Seguro que vuestro compañero no entiende lo que estamos diciendo?

—¿Acaso no veis la cara de despistado que tiene?

Jaime de Castelnou se dio cuenta de que en ese momento estaban hablando de él.

—Quince mil y ocho mil —espetó al-Fajri.

—Doce mil y diez mil —reaccionó Perelló.

Ante esa nueva oferta, que otorgaba al visir dos mil libras más de las que había pedido para él, aun a costa de perder tres mil para el sultán, el visir aceptó.

—De acuerdo, don Guillem, pero ahora debo convencer al sultán de este pacto.

—Habéis hecho un gran negocio.

—Tengo muchos gastos: este palacio, mi guardia personal, mi harén…

—¿Cuándo podréis darnos una respuesta?

—En un par de días; mañana despacharé con el sultán y le presentaré vuestra oferta. Confío en que la acepte. Entretanto, consideraos mis invitados, podéis quedaros en mi casa. Ordenaré a mis criados que no os falte nada y que alimenten bien a vuestros caballos. ¡Ah!, y ya sé que a los templarios os están prohibidas las mujeres, pero si deseáis pasar la noche con alguna no dudéis en decírmelo, os procuraré unas hembras que os colmarán de tal placer que ni siquiera podéis imaginar.

—Hemos profesado votos de castidad.

—Una buena hembra puede conseguir que los olvidéis…, al menos momentáneamente.

—Agradecemos vuestra hospitalidad, pero no podemos tocar siquiera a una mujer.

Al-Fajri rió con ironía.

—Consideraos en vuestra casa —dijo, y salió tras una educada reverencia.

* * *

Tal como había acordado, el visir citó a los templarios en la misma sala dos días después de la primera entrevista. Durante esas dos jornadas Guillem y Jaime no habían hecho otra cosa que comer y esperar. Ni siquiera habían salido del palacio para recorrer las calles de El Cairo.

—No hay acuerdo —sentenció.

Perelló tradujo a Jaime las palabras de al-Fajri.

—En ese caso…

—Ayer, mediada la tarde, el sultán Qala'un no aceptó vuestras excusas ni vuestro dinero, y rechazó por completo la oferta de vuestro maestre. Ante una considerable multitud reunida en la gran mezquita y ante un ejemplar del sagrado Corán juró con la solemnidad propia de semejante ocasión que él mismo se va a poner a la cabeza del ejército, que empeñará el resto de su vida no sólo en conquistar Acre, sino en arrojar al mar al último cruzado, y que no dejará las armas hasta lograrlo.

—Pero vuestro sultán es un anciano —dijo Perelló.

—Tiene setenta años; sabe que está cercano el final de su vida y desea dejar este mundo como un buen musulmán, tal vez como el caudillo que arrojó a los
fran
. al mar para siempre.

—¿No habéis podido convencerlo para evitar la guerra?

—Lo intenté, pero ha sido inútil. La edad lo ha ablandado; sus ojos se llenaron de lágrimas cuando, a la entrada de la mezquita, varias madres clamaron venganza para sus hijos muertos por los cruzados.

«Tomad, esta carta es la respuesta al ofrecimiento de vuestro maestre. La ha dictado el sultán esta misma mañana. En ella se niega a acordar pacto alguno, y dice que Acre debe ser destruida. A la vez, ha emitido las órdenes por las que convoca a todo el ejército a la
yiha
.

—Vuestra «guerra santa».

—Bueno, digamos que se trata de la defensa del Islam, que durante dos siglos ha sido amenazado por vuestros cruzados.

—Siento no haber podido cerrar un acuerdo con vuestra señoría.

—Yo también, pero la voluntad de Dios ha querido que las cosas fueran así.

»He dispuesto todo para que no tengáis ningún altercado en el camino de regreso a Acre. Aquí están los salvoconductos, y vuestros caballos también están preparados. Por mi parte, os recomendaría que convencierais a vuestros superiores para que ordenen evacuar la ciudad de Acre, o en caso contrario que se preparen para morir. He visto vuestras defensas, las murallas no son despreciables, pero se prepara una sorpresa que os hará temblar.

—Somos templarios, visir, la palabra miedo no existe en nuestra lengua.

—Os repito: convenced a vuestros jefes para que se marchen, o la matanza será tremenda.

—Allí nos encontraréis.

Guillem y Jaime salieron de El Cairo y no descansaron hasta llegar a Acre. La carta que portaban para el maestre Beaujeu estaba fechada según el calendario musulmán, pero correspondía al 4 de noviembre del año del Señor de 1290. Ese mismo día, decenas de copias de un edicto habían salido hacia todas las direcciones de Egipto, Palestina y Siria reclamando la concentración de tropas para marchar en expedición a la conquista de Acre. Una sensación de euforia y un afán de victoria inundó el corazón de los musulmanes.

Capítulo
XII

D
esde que los dos templarios habían regresado de su embajada secreta a Egipto, las autoridades de Acre habían puesto en marcha un plan de defensa basado en la distribución por zonas de los diversos contingentes acantonados en la ciudad, organizados y agrupados según su procedencia.

Un comité formado por el rey Enrique de Chipre, los maestres del Temple, del Hospital y de la Orden Teutónica y varios comandantes de las tropas francesas, inglesas e italianas allí destacadas acordaron la distribución de los hombres por sectores. Los templarios y los hospitalarios defenderían el tramo norte de los muros; los templarios junto a la costa y los hospitalarios en la zona más próxima a la torre Nueva; en el centro, junto a la torre Maldita, donde la muralla enfilaba hacia el sur en ángulo recto, estarían los teutones, en tanto en el resto del tramo hasta la playa del puerto se ubicarían las compañías de franceses, ingleses, pisanos, venecianos y genoveses.

Al-Fajri seguía manteniendo buenas relaciones con los templarios, y le hizo llegar al maestre una carta en la que le avisaba de que el ataque a Acre iba a ser inminente. Y así fue; un inmenso ejército mameluco se puso en marcha en dirección a Palestina a través de la costa norte del Sinaí.

Una noticia despertó cierta esperanza; apenas una semana después de partir de El Cairo, había muerto el sultán Qala'un. Los espías y exploradores destacados a lo largo de la ruta de Egipto a Palestina comunicaron que el ejército mameluco se había detenido. Muchos pensaron que daría media vuelta y regresaría a sus hogares a orillas del Nilo, pero se equivocaron. Apenas se ultimaron los funerales por el sultán, su hijo Jalil asumió el sultanato, recibió el juramento de fidelidad de los generales del ejército mameluco y ordenó continuar avanzando hacia el norte, tras jurar ante el Corán que seguiría con el plan trazado por su padre para conquistar Acre y arrojar de la tierra del Islam a los cristianos.

Los exploradores y las avanzadillas destacadas en la ruta del sur para observar la marcha del ejército mameluco comenzaron a refugiarse en Acre; el nuevo sultán había ordenado acelerar la marcha y pasar de largo ante las fortalezas cruzadas ubicadas en el camino, especialmente del castillo Peregrino, en cuya leyenda de inexpugnable los templarios habían confiado para detener o al menos retrasar el avance sarraceno.

—Estarán aquí muy pronto —le dijo Perelló a Castelnou.

Los dos templarios montaban guardia en la torre de la puerta de San Lázaro, la más cercana a la costa en el sector norte de la ciudad. Desde lo alto de la torre almenada podían ver el mar y el amplio llano que se extendía; hacia el norte y hacia el este.

Un escudero apareció de pronto por la poterna y comunicó a los dos caballeros que el maestre estaba subiendo por las escaleras interiores.

Guillermo de Beaujeu, maestre del Temple, apareció seguido por varios de los altos oficiales de la Orden, entre ellos el mariscal, el senescal y el comendador del reino de Jerusalén. Los dos caballeros inclinaron la cabeza e hincaron la rodilla derecha en el suelo ante la presencia de sus superiores.

—Levantaos —ordenó el maestre en francés—. Quería felicitaros de nuevo por vuestro trabajo en Egipto.

—No ha resultado efectivo, hermano maestre —dijo Guillem de Perelló.

—Bueno, tal vez debimos ofrecer más dinero a ese viejo sultán, o quizás haberlo hecho a su hijo. Ahora ya no tiene remedio. Estamos realizando una visita de inspección a nuestras posiciones, que han de ser las mejores y las más firmes. La Orden se juega en esta batalla todo su prestigio. Apenas nos quedan Acre, algunas posiciones en la costa y el castillo Peregrino; si caen ambos, el Temple estará abocado a su fin. No obstante, hemos preparado un plan por si los mamelucos consiguen tomar Acre. Vosotros dos, hermanos, habéis demostrado absoluta fidelidad a nuestra Orden, de modo que os lo podemos confiar.

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