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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El caballero del templo (4 page)

Capítulo
V

E
l sonido metálico de la campana estalló en sus tímpanos como una tralla. Apenas había cogido el primer sueño y ya le estaban conminando a levantarse.

—Vamos, hermano, ponte las botas, cúbrete con el capote y síguenos. Han tocado a maitines, y debemos acudir a la capilla a rezar.

—Pero si acabamos de acostarnos —repuso Jaime.

—No protestes, no dudes, no pienses; simplemente obedece y haz lo mismo que los demás hermanos.

Los freires salieron del dormitorio y acudieron a la capilla, donde el capellán dirigió el primero de los oficios religiosos del día. Después se encaminaron a los establos, donde cada uno de los caballeros y sargentos inspeccionaron sus monturas y su equipo militar con ayuda de los criados.

—Y ahora a continuar durmiendo. Y procura hacerlo enseguida, porque a la hora prima sonará de nuevo la campana y regresaremos a la capilla para el segundo oficio religioso —le anunció Sa Guardia.

Y así fue. Cantaba el gallo cuando volvieron a levantarse, y ahora, vestidos ya por completo, asistieron en la capilla a la oración de la hora prima. Y así ocurriría cada día hasta siete veces: maitines, en plena madrugada, a la hora prima, cuando canta el gallo y apenas comienza a clarear el horizonte, a la hora tercia, mediada la mañana, a la hora sexta, justo a mediodía, a la hora nona, mediada la tarde, en vísperas, al ocaso del sol, y en completas, ya en plena noche, además de una oración de acción de gracias tras la comida del mediodía y la cena.

Durante doce meses Jaime de Castelnou cumplió la regla, memorizó el horario del convento, aprendió a comportarse como un templario y obedeció cuanto se le ordenó. Poco a poco su espíritu y su cuerpo se fueron adaptando a las normas que regían la vida de los hermanos, y sus viejos recuerdos empezaron a empañarse en su memoria.

En la etapa de novicio sólo cometió dos faltas leves, por las que fue castigado a rezar tumbado sobre las frías losas del suelo durante un buen rato en una ocasión y a permanecer de rodillas durante los oficios religiosos de todo un día en la otra.

Raimundo Sa Guardia le fue explicando todos los aspectos de la Orden que un novicio tenía que conocer: sus obligaciones como futuro caballero templario, sus deberes para con la cristiandad, su forma de actuar… Dedicaban parte de la mañana a ello, mientras el resto del tiempo lo pasaban ejercitándose en la lucha y preocupándose de mantener listos su equipo de combate y sus caballos.

A los dos meses le asignaron una montura. Se trataba de un caballo bayo, de gran alzada y pecho poderoso. Era un animal formidable que parecía el más apropiado para realizar una carga de caballería.

—Eres un luchador excelente —le dijo Sa Guardia a Jaime al acabar una sesión de entrenamiento con la espada—. ¿Quién te ha enseñado a manejar así las armas?

—El maestro de esgrima del conde de Ampurias.

—Pues ha hecho un trabajo insuperable; no creo que haya ningún caballero capaz de vencerte con la espada en la mano.

—He practicado mucho; en el castillo, cuando acababan las sesiones y los demás aprendices se marchaban a jugar, yo seguía practicando una y otra vez.

—Pues sigamos.

Sa Guardia recogió las dos espadas de madera, le entregó una a Jaime y se puso en posición de combate.

—¿No estás cansado, hermano Raimundo? —le preguntó Castelnou.

—He cumplido cuarenta años, no soy tan viejo. Vamos, ataca en serio, o lo haré yo.

—¿Estás seguro?

Sa Guardia lanzó una estocada directa al estómago de Jaime, que la evitó con una gran agilidad a la vez que contraatacaba con fuerza el flanco derecho de su oponente. Durante un buen rato, los dos adversarios se lanzaron golpes contundentes que cada uno lograba detener para volver a cargar con fuerzas renovadas. Las dos espadas de madera chocaban con tanta fuerza que parecían a punto de quebrarse. Por fin, el joven ejecutó varios mandobles consecutivos de manera tan poderosa y feroz que Sa Guardia perdió el equilibrio y dejó su costado derecho desprotegido; fue sólo un instante, pero suficiente para que Jaime le colocara una certera y contundente estocada bajo las costillas que dejó al templario sin respiración y le hizo hincar la rodilla.

—For-mi-da-ble —se limitó a balbucear a duras penas Raimundo, mientras se incorporaba e intentaba recuperar el resuello—. Serás una gran ayuda en Ultramar. Tu período de prueba está a punto de terminar. El comendador ha resuelto presentar en unas pocas semanas tu candidatura en el Capítulo de la encomienda para que los hermanos te otorguen su conformidad y puedas ser investido como caballero del Temple.

—Entonces, ¿he pasado el examen?

—No vayas tan deprisa, muchacho, lo único que has superado es la primera fase, la más sencilla; ahora deben someterte a encuesta los miembros del Capítulo, y te aseguro que no es fácil convencerlos de que se reúnen todas las condiciones para ser un hermano más. Y recuerda lo que te dije: en el Temple sólo profesan los elegidos de Dios.

Capítulo
VI

E
l único momento de asueto diario del que disponían los hermanos del convento era poco antes de cenar; en ese tiempo se permitía a los que así lo desearan charlar distendidamente e incluso jugar a un par de juegos de tablero con fichas. Era el instante en que se aprovechaba para comentar asuntos más triviales, o para informar sobre las noticias que llegaban de Ultramar, donde la situación de los cristianos se estaba tornando enormemente delicada.

Aquella tarde, media docena de hermanos departían con unas copas de vino rebajado con agua en la mano, sobre lo que se empezaba a conocer de lo ocurrido en Tierra Santa. Un hermano templario acababa de llegar de Ultramar malherido, le habían amputado una pierna, y les contó la delicada situación. Junto a él habían venido dos hermanos para recabar fondos y reclutar nuevos soldados para reforzar la guardia templaría en San Juan de Acre, la ciudad costera de Tierra Santa a donde se había trasladado la sede central de la Orden tras la pérdida de Jerusalén por la conquista llevada a cabo por el caudillo musulmán Saladino cien años antes.

—Nuestra obra en Oriente se desmorona. Los templarios somos los únicos que mantenemos el espíritu de la cruzada que predicara dos siglos atrás el papa Urbano. Los señores seglares han perdido el alma. Hace tres años el rey Enrique de Chipre fue coronado en el transcurso de una ceremonia en la que se celebraron festejos desproporcionados. Mientras nosotros peleábamos por mantener las últimas ciudades que quedan a la cristiandad en Tierra Santa, en la isla de Chipre se derrochaban dinero y recursos en fiestas y torneos en los que caballeros disfrazados con los más extravagantes trajes, confeccionados con las más caras telas de Damasco y de Mosul, emulaban ser la encarnación de personajes como Lancelot, Tristán o Palamedes; las mujeres vestían con sedas carísimas importadas de la lejana China que costaban su peso en oro, y jugaban a ser damas de la corte del rey Arturo rodeadas de enanos, tullidos y seres deformes a fin de resaltar entre tanta fealdad su belleza. Algunos caballeros, ebrios de vino dulce de Samos, se disfrazaron de mujeres o de frailes, burlándose abiertamente del orden divino de las cosas.

«Aquellos días de la coronación de Enrique de Chipre se alteró toda razón y se conculcó la honestidad; esas fiestas lujuriosas fueron sin duda el anuncio del fin de un tiempo. Dios nos castigará por ello.

—¿Tan grave es la situación? —preguntó el comendador, que por un día y para oír al hermano recién llegado de Ultramar se había unido a la charla.

—Todo se derrumba. El rey de Chipre, que también ostenta la corona de Jerusalén, acabados los fastos de su coronación, pidió ayuda al papa. Nuestro maestre Guillermo de Beaujeu me ha enviado para demandar vuestro auxilio. Nuestro comandante sabe de vuestros desvelos por la Orden. Antes de llegar aquí he visitado en el palacio real de Barcelona al rey don Alfonso, que se ha comprometido a enviar cinco galeras equipadas para colaborar en la defensa de San Juan de Acre; debéis hacer un gran esfuerzo, os lo pide nuestro maestre. Si cae esa ciudad, ni un solo cristiano volverá a poner los pies en la tierra donde Jesucristo predicó nuestra fe y anunció la Buena Nueva.

El comendador frunció el ceño, cruzó las manos sobre el pecho y dijo:

—Podemos enviar unos doscientos florines de oro, es de cuanto disponemos en el tesoro de la casa, pero en lo que a soldados se refiere…, sólo podríamos enviar media docena de caballeros y unos diez sargentos; no podemos dejar este convento totalmente desprotegido.

—Todo será bien recibido. Ahora nuestros hermanos son más necesarios en Ultramar que aquí.

—Así será, pero ahora vayamos a cenar. Mereces una buena comida, hermano.

* * *

—La semana que viene serás investido como caballero templario —le dijo Sa Guardia a Castelnou de regreso de una cabalgada para probar una reata de nueve caballos que acababan de recibir procedentes de una donación del conde de Bearn.

—¿Seguro?

—Claro. Esta misma mañana me lo ha comunicado el comendador. Me ha demandado si estabas preparado, y le he respondido que sí.

—¿Iré a Ultramar, verdad?

—De inmediato. Ya oíste al hermano que vino de allí. Hacen faltan hombres valientes para defender Acre y las pocas ciudades y castillos que todavía mantenemos. A mí me gustaría ir, aunque, no sé…, tal vez estoy demasiado viejo.

—¿Viejo? Serías capaz de acabar tú solo con una docena de infieles.

—Eso lo hice en otro tiempo, hace varios años, cuando mis fuerzas y mis reflejos se mantenían intactos. Ahora ya no es posible. ¿Recuerdas con qué facilidad me venciste la última vez que pelamos en serio?

—No fue nada fácil, Raimundo, estaba agotado y tuve que emplear mis últimas fuerzas en un ataque desesperado, que por fortuna me dio resultado.

—Tal vez, pero yo no tuve reflejos para proteger mi flanco de tu golpe decisivo; si hubiera sido un combate real en pleno campo de batalla, ahora estaría muerto.

—¿Y tú, hermano Raimundo, vas a ir a Ultramar? —insistió Jaime.

—Yo estuve quince años allá; sé cómo es aquello y la dureza de cuerpo y de espíritu que hay que tener para soportarlo. Desde que se fundó la Orden hace casi dos siglos, miles de hermanos han muerto en defensa de la fe cristiana, de los peregrinos y de los Santos Lugares. Yo fui herido en cuatro ocasiones, y mis cicatrices son la prueba de que mi sangre ha empapado la tierra de Ultramar, y volvería a dar hasta la última gota si me dejaran ir allí. Pero la decisión ha sido tomada; mi lugar ya no está ante Jerusalén, con la espada en la mano, sino aquí, intentando buscar recursos para que la llama del Temple no se apague para siempre.

»Pero no te preocupes, no estarás solo. Irá contigo el hermano Guillem de Perelló y varios caballeros del convento a los que ya conoces; los más jóvenes. Aquí sólo nos quedaremos los viejos, los impedidos y los enfermos. Vosotros sois probablemente los últimos templarios. En los años más recientes son muy pocos los que se han acercado a la Orden para entregar su vida al servicio de Cristo. Cuando yo profesé, hace ya más de veinte años, nuestras casas estaban llenas de jóvenes ansiosos de empuñar la espada en el nombre de Dios; y fíjate ahora. ¿Has visto el dormitorio, o el comedor? Hay sitio para más de cien hermanos, pero no llegamos a treinta entre caballeros y sargentos, y de ellos ni siquiera la mitad están en condiciones de combatir. Sois la última, la única esperanza de la cristiandad.

Capítulo
VII

E
n los inicios del verano de 1289 se encadenaron varias tormentas consecutivas que causaron importantes daños en los cultivos; hubo quien vio en aquello una señal de mal agüero, pero las calamidades del cielo y de la tierra no alteraron el plan que los templarios de Mas Deu habían aprobado en el Capítulo del último domingo de primavera. Enviarían a Tierra Santa todo el dinero disponible y a todos los caballeros y sargentos menores de cuarenta años y que estuvieran en disposición de poder luchar; Jaime de Castelnou sería investido con el hábito blanco de la Orden para que se incorporara a la expedición antes de que ésta partiera para Ultramar, cuya fecha de salida se fijó, en coordinación con el rey don Alfonso y con otras encomiendas de la provincia de Aragón y Cataluña, para la primera semana de septiembre.

Aquel día de fines de julio era caluroso y húmedo. El comendador de Mas Deu había convocado al Capítulo para la ceremonia de imposición del hábito blanco y la cruz roja al caballero Jaime de Castelnou. La sala redonda de la encomienda estaba llena de miembros del convento. El comendador se dirigió a los presentes pronunciando una frase del apóstol san Pablo:

—«Poned a prueba el alma a ver si viene de Dios». Y Dios vino a nosotros —prosiguió—, y nos ha legado en su bondad infinita a un nuevo hermano. Hemos examinado en el Capítulo los méritos de Jaime de Castelnou, y nadie ha encontrado ningún impedimento para que pueda ser llamado hermano nuestro.

»Hemos designado como padrinos a los hermanos Raimundo Sa Guardia y Guillem de Perelló para que actúen como postulantes y abogados del aspirante. Id pues los dos con el aspirante y el capellán a la estancia de interrogatorios y preguntadle según la costumbre.

Los cuatro hombres salieron del Capítulo y se encerraron en la pequeña estancia anexa. Una vez allí, en presencia del capellán como único testigo, Sa Guardia preguntó a Jaime:

—¿Jaime de Castelnou, de condición noble, solicitas de corazón y sin engaño el ingreso en la Orden del Temple y ser esclavo y siervo de ella para siempre?

—Sí, lo solicito —respondió el joven con severidad.

—En ese caso, ¿conoces los muchos sufrimientos que habrás de soportar a lo largo de tu vida y el deber de abandonarlo todo para entregarte con plenitud a los demás hermanos?

—Los conozco y deseo abandonar la vida seglar para entregarme a la Orden.

—¿Tienes esposa o estás prometido a alguna dama?

—No.

—¿Has hecho voto de promesa a alguna otra orden de la Iglesia?

—No.

—¿Has dejado en el mundo alguna deuda que no estés en condiciones de poder pagar?

—No.

—¿Estás sano de cuerpo?

—Sí.

—¿Padeces alguna enfermedad que hayas ocultado a los hermanos hasta ahora?

—No.

—¿Eres de condición servil, perteneces a algún hombre?

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