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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (34 page)

BOOK: El brillo de la Luna
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—No exactamente. Te lo explicaré por el camino.

Kondo hizo una reverencia y salió de la estancia. Entonces, Kenji le murmuró a Shizuka:

—Ojalá lleguemos a tiempo de salvarle la vida.

9

Ninguno de nosotros pronunció palabra mientras cabalgábamos, pero la actitud de Akita y sus guerreros fue cortés y respetuosa en todo momento. Yo abrigaba la esperanza de haber salvado con mi rendición a mis hombres y a Hiroshi, aunque estaba convencido de que mi propia vida no sería perdonada. Me sentí agradecido a Arai por haberme tratado como a un señor Otori, de su mismo rango, evitándome así una humillación. Con todo, imaginé que o bien ordenaría que me ejecutasen o me obligaría a que yo mismo me diese muerte. A pesar de las enseñanzas de mi niñez, las palabras de Jo—An y mi promesa a Kaede, no tenía otra opción que obedecer.

El tifón había arrastrado a su paso la humedad del aire y la mañana era clara. Mis pensamientos contaban también con la misma claridad: Arai me había derrotado; yo me había rendido; me sometería a él y le obedecería, y haría cualquier cosa que me pidiera. Empecé a entender por qué los guerreros tenían en tan alta estima su estricto código de honor: hacía la vida mucho más sencilla.

Me vinieron a la memoria las palabras de la profecía, pero las ignoré. No deseaba que nada distrajese mi atención del camino que me proponía seguir. Miré fugazmente a Hiroshi, quien cabalgaba a mi lado con la espalda recta y la cabeza erguida. Su viejo caballo caminaba con pesadez y, de vez en cuando, emitía un relincho de satisfacción, agradecido por la calidez de los rayos del sol. Medité sobre la formación que el muchacho había recibido, que le había otorgado el don de la valentía. Hiroshi sabía por instinto cómo actuar de forma honorable. ¡Lástima que hubiera tenido que experimentar la rendición y la derrota a una edad tan temprana!

Las señales de la devastación provocada por el tifón a su paso por la costa se veían por doquier: casas sin tejado, gigantescos árboles arrancados, cosechas aplastadas y ríos desbordados que trasladaban bueyes, perros y otros animales muertos entre los escombros. Por un momento, sentí preocupación por mis campesinos de Maruyama y me cuestioné si las defensas que habían construido recientemente habrían sido lo bastante resistentes para proteger los campos de cultivo; también me pregunté qué sería de ellos desde que ni Kaede ni yo estábamos allí para ayudarlos. ¿A quién pertenecia ahora el dominio? ¿Quién se encargaría de cuidarlo? Sólo había sido de mi propiedad durante un breve verano, pero lamentaba su pérdida profundamente. Había puesto todo mi empeño en devolverlo a su antiguo esplendor. Sin duda los miembros de la Tribu que yo había expulsado regresarían, castigarían a quienes los habían suplantado y proseguirían con sus crueles negocios. Y nadie, salvo yo, podía detenerlos.

A medida que nos acercábamos al pequeño pueblo de Shuho, divisamos a los hombres de Arai en busca de comida. Imaginé la adversidad que aquel gigantesco ejército estaba imponiendo sobre la población. Toda la cosecha recogida sería confiscada y la que quedaba por recolectar seguramente habría sido destruida por la tormenta. Confié en que aquellos aldeanos dispusieran de campos de cultivo secretos y almacenes ocultos; de no ser así, morirían de hambre cuando llegase el invierno.

Shuho era una localidad famosa por sus numerosos manantiales de agua fría, que formaban un lago de intenso color azul. Se decía que las aguas tenían propiedades curativas y estaban dedicadas a la diosa de la buena fortuna. Tal vez esto era lo que aportaba al lugar un ambiente de optimismo, a pesar de la invasión de las tropas y la destrucción producida por el vendaval. El brillante día parecía prometer el regreso de la buena suerte. Los lugareños se afanaban ruidosamente en las labores de reparación y reconstrucción, intercambiaban bromas, incluso cantaban. Los golpes de martillo y el siseo de las sierras componían una alegre melodía junto con el chapoteo del agua, que corría a borbotones por todas partes.

Nos encontrábamos en la calle principal cuando, para mi asombro, escuché que alguien, entre la algarabía, gritaba mi nombre:

—¡Takeo! ¡Señor Otori!

Reconocí la voz, si bien no pude identificar a su dueño de inmediato. Entonces el suave aroma a madera recién cortada trajo un recuerdo a mi memoria: era Shiro, el maestro carpintero de Hagi, quien había construido para Shigeru el pabellón de té y el suelo de ruiseñor.

Giré la cabeza en dirección a la voz y le vi, agitando el brazo desde lo alto de un tejado. Me llamó otra vez:

—¡Señor Otori!

Los animados sonidos del pueblo empezaron a apagarse paulatinamente a medida que los hombres, uno a uno, abandonaban sus herramientas y se volvían para observarme.

Su mirada silenciosa cayó sobre mí. Me recordaron a los hombres que, suplicantes, habían observado a Shigeru en su camino de regreso desde Terayama a Yamagata; aquellas miradas enfurecieron y alarmaron a los guerreros Tohan que nos acompañaban. Los parias también me habían mirado de ese modo cuando pasé un tiempo entre ellos, en mi huida hacia el templo.

Miré hacia delante sin responder, pues no quería enojar a Akita. Al fin y al cabo, yo era un prisionero; pero escuché cómo mi nombre pasaba de boca en boca como el zumbido de los insectos que revolotean alrededor del polen.

Hiroshi susurró:

—Todos conocen al señor Otori.

—No digas nada —repliqué, con la esperanza de que los aldeanos no fueran castigados por ello.

Me pregunté por qué estaría Shiro allí; tal vez había tenido que abandonar el País Medio tras la muerte de Shigeru; supuse que tendría noticias de Hagi.

Arai había instalado su cuartel general en un pequeño templo situado en la ladera de la colina que se elevaba sobre el pueblo. No iba acompañado por todo su ejército, claro está; más tarde averigüé que algunos de sus hombres seguían en Inuyama y que el resto estaba acampado a medio camino entre Hagi y Kumamoto.

Desmontamos y le pedí a Hiroshi que permaneciese con los caballos y se encargara de que los alimentaran. Por un momento, dio la impresión de que iba a protestar; entonces, bajó la cabeza y una profunda tristeza le empañó el rostro.

Sakai puso la mano en el hombro del niño e Hiroshi agarró las riendas de
Shun.
Sentí una punzada de dolor al observar al pequeño bayo caminar dócilmente junto al muchacho, frotando la testa en el brazo de éste. Aquel caballo me había salvado la vida muchas veces y me dolía apartarme de él. Por vez primera, la idea de que quizá no volviera a verle se abalanzó sobre mí como una losa y caí en la cuenta de lo firmemente que me aferraba a la vida, de que de ninguna manera deseaba morir. Me permití experimentar tal sentimiento durante unos instantes, si bien al poco rato saqué mi lado Kikuta de lo más profundo de mi ser y lo instalé a mi alrededor como un baluarte, agradecido porque ahora la oscura fortaleza de la Tribu me sustentaría.

—Venid por aquí —me pidió Akita—. El señor Arai desea veros inmediatamente.

Percibí la voz de Arai, que, enojada y poderosa, llegaba desde el interior del templo. Al borde de la veranda, un criado que esperaba con un cuenco de agua me lavó los pies. Poco se podía hacer con el resto de mi cuerpo; mi coraza y mis ropas estaban mugrientas, cubiertas de sangre y de barro. Me había sorprendido que Akita tuviera un aspecto tan pulcro después de la batalla y la persecución bajo la lluvia; cuando me condujo a la sala donde se encontraban Arai y sus lacayos principales, observé que todos ellos estaban igualmente bien vestidos y aseados.

Entre aquellos hombres voluminosos, Arai era el más corpulento. Parecía haber crecido en estatura desde que nos hubiéramos visto en Terayama por última vez. Sus victorias le habían otorgado el peso del poder. Había demostrado sus dotes de mando características al tomar el control tras la muerte de Ilida y la de Shigeru; era valiente, inteligente y despiadado, y gozaba de la habilidad de ganarse a los hombres para que le jurasen fidelidad. Entre sus defectos se contaban la precipitación y la terquedad; no era flexible ni paciente y su ambición resultaba a todas luces desmedida. Mientras que Shigeru había buscado la autoridad para así poder gobernar con justicia y armonía en comunión con el cielo, Arai únicamente deseaba el poder por el placer que éste le proporcionaba.

Tales pensamientos me cruzaban la mente mientras miraba al hombre sentado en lo alto de una plataforma, flanqueado por sus lacayos. Vestía una resplandeciente coraza profusamente decorada en rojo y oro, pero llevaba la cabeza al descubierto. Se había dejado barba y bigote, y percibí el aroma del perfume que se había aplicado en el cabello. Nuestros ojos se encontraron por un instante, pero en ellos no pude discernir otra cosa que su cólera.

Aquella estancia debía de haber sido la sala de audiencias del templo. Más allá de las puertas interiores, a medio abrir, escuché los movimientos y susurros de los monjes y sacerdotes; el olor a incienso flotaba en el aire.

Caí de rodillas y me incliné hasta dar con la frente en el suelo.

Reinó un largo silencio, tan sólo interrumpido por el impaciente golpeteo del abanico de Arai. Yo escuchaba la respiración acelerada de los hombres que tenía alrededor de mí, el latido de sus corazones como redobles de tambor; desde la distancia llegaban los sonidos de las tareas de reconstrucción. Me pareció oír el relincho de
Shun,
amarrado junto a los demás caballos. Era el sonido anhelante del animal al que ofrecen comida.

—¡Eres un necio, Otori! —el grito de Arai rasgó el silencio de la sala—. Te ordeno que te cases y te niegas a hacerlo. Desapareces durante meses, abandonando tu herencia. Ahora vuelves a aparecer y tienes la osadía de contraer matrimonio con una mujer protegida por mí, sin mi autorización. Te atreves a atacar a un noble, el señor Fujiwara. Todo se podría haber evitado. Podríamos haber sido aliados.

Arai continuó amonestándome durante un rato, recalcando cada frase con un golpe de abanico, como si deseara pegarme con él en la cabeza. Pero su furia no me afectó, en parte porque me había camuflado en la oscuridad de mi lado Kikuta y en parte porque todo lo que decía ya lo había asumido yo. No sentí rencor por sus palabras; tenía todo el derecho a mostrarse enfadado conmigo. Esperé, con la cara pegada al suelo, hasta ver qué paso daba a continuación.

Una vez que los insultos y reproches se le hubieron agotado, reinó otro prolongado silencio. Por fin, dijo con un gruñido:

—Abandonad todos la sala. Quiero hablar a solas con Otori.

Alguien a su izquierda murmuró:

—¿Es eso sensato, señor? La reputación del señor Otori...

—¡No tengo miedo de Otori! —bramó Arai, furioso.

Escuché cómo los hombres salían, uno a uno, y entonces Arai se puso en pie y descendió de la plataforma.

—Levántate —ordenó.

Me incorporé, si bien mantuve la mirada baja. Arai se arrodilló para que estuviéramos frente e frente y poder hablar sin que nadie nos escuchara.

—Bueno, ya hemos acabado con eso —dijo en tono casi afable—. Ahora podemos hablar de estrategia.

—Lamento profundamente haber ofendido al señor Arai —dije yo.

—De acuerdo, ya es suficiente; lo pasado, pasado está. Mis consejeros opinan que debo ordenarte que te des muerte por tu insolencia —para mi sorpresa, Arai empezó a reírse entre dientes—. La señora Shirakawa es una mujer hermosa. El hecho de haberla perdido debe de ser castigo suficiente. Creo que muchos sienten envidia de que siguieras adelante e hicieras lo que a ellos les hubiera gustado hacer. Y sobreviviste, lo que muchos consideran un milagro, dada la reputación de la dama. Sin embargo, las mujeres pasan; lo que importa es el poder, el poder y la venganza.

Hice otra reverencia para no revelar la furia que aquellas superficiales palabras estaban despertando en mí. Arai continuó:

—Me gusta la osadía, Takeo. Admiro lo que hiciste por Shigeru. Mucho tiempo atrás le prometí que te apoyaría en caso de que él muriera; me indigna, como a ti, que sus tíos hayan quedado sin castigo. Hablé con los hermanos Miyoshi cuando los enviaste a mí. De hecho, Kahei está aquí, con mis hombres; luego podrás verle. El más joven sigue en Inuyama. Me contaron cómo burlaste al ejército principal de los Otori y también dijeron que son muchos los miembros del clan que están a tu favor. La batalla de Asagawa fue excelente. Nariaki llevaba tiempo incordiándome y me alegré de que acabaras con él. Pasamos por Maruyama y vimos el trabajo que hiciste allí; Kahei me contó cómo te enfrentaste a la Tribu. Aprendiste bien las lecciones de Shigeru. Se habría sentido orgulloso de ti.

—No merezco vuestros elogios —dije—. Me quitaré la vida si así lo deseáis. O bien me retiraré a un monasterio; a Terayama, por ejemplo.

—De ninguna manera —replicó él con sequedad—. Conozco tu reputación. Prefiero utilizarla para mi ventaja antes que encerrarte en un templo, donde atraerías a todos los descontentos de los Tres Países —tras una pausa, añadió, como de improviso—: Puedes quitarte la vida si lo deseas. Como guerrero, estás en tu derecho y no te lo impediré. Pero sin duda prefiero que luches conmigo.

—Señor Arai.

—Ahora me obedece la totalidad de los Tres Países, con la excepción de los Otori. Quiero acabar con ellos antes del invierno. Su ejército principal sigue apostado a las afueras de Yamagata. Creo que puedo derrotarlos, pero se batirían en retirada a Hagi y dicen que la ciudad no puede someterse con un asedio, sobre todo cuando comienzan las nieves.

Arai me miró fijamente, escrutándome la cara. Yo mantuve una expresión impasible, con la mirada perdida.

—Takeo, tengo que hacerte dos preguntas. ¿Cómo lograste identificar a la Tribu en Maruyama? La otra es: ¿Fue tu huida a la costa premeditada? Creíamos que te habíamos atrapado, pero te desplazaste demasiado deprisa para poder alcanzarte, como si lo hubieras planeado con antelación.

Levanté entonces la cabeza y sostuve su mirada por un instante.

—Acepto vuestra oferta de una alianza —dije—. Os serviré con lealtad. A cambio, asumo que me reconoceréis como el heredero legítimo del clan Otori y me apoyaréis en la reclamación de mi herencia, en Hagi.

Arai dio unas palmadas y, cuando un criado se presentó a la puerta, le ordenó que trajera vino. Yo no le dije a Arai que nunca renunciaría a Kaede y él, sin duda, no estaba siendo franco conmigo, pero bebimos ceremoniosamente para celebrar nuestra alianza. Hubiera preferido algo de comer, incluso un té. El vino cayó como fuego en mi estómago vacío.

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