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Authors: Erich Fromm

El arte de amar (13 page)

BOOK: El arte de amar
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El amor sólo es posible cuando dos personas se comunican entre sí desde el centro de sus existencias, por lo tanto, cuando cada una de ellas se experimenta a sí misma desde el centro de su existencia. Sólo en esa «experiencia central» está la realidad humana, sólo allí hay vida, sólo allí está la base del amor. Experimentado en esa forma, el amor es un desafío constante; no un lugar de reposo, sino un moverse, crecer, trabajar juntos; que haya armonía o conflicto, alegría o tristeza, es secundario con respecto al hecho fundamental de que dos seres se experimentan desde la esencia de su existencia, de que son el uno con el otro al ser uno consigo mismo y no al huir de sí mismos. Sólo hay una prueba de la presencia de amor: la hondura de la relación y la vitalidad y la fuerza de cada una de las personas implicadas; es por tales frutos por los que se reconoce al amor.

Así como los autómatas no pueden amarse entre sí tampoco pueden amar a Dios. La
desintegración del amor a Dios
ha alcanzado las mismas proporciones que la desintegración del amor al hombre. Ese hecho hállase en evidente contradicción con la idea de que estamos en presencia de un renacimiento religioso en nuestra época. Nada podría estar más lejos de la verdad. Lo que presenciamos (si bien hay excepciones) es una regresión a un concepto idolátrico de Dios, y una transformación del amor a Dios en una relación correspondiente a una estructura caracterológica enajenada. Es fácil comprobar tal regresión. La gente está angustiada, carece de principios o fe, no la mueve otra finalidad que la de seguir adelante; por lo tanto, siguen siendo criaturas, confiando en que el padre o la madre acuda a ayudarlos cuando lo necesiten.

Es verdad que en diversas culturas religiosas, como la de la Edad Media, el hombre corriente también consideraba a Dios un padre y una madre protectores. Pero al mismo tiempo también tomaba a Dios en serio, en el sentido de que la meta fundamental de su vida era vivir según los principios de Dios, hacer de la «salvación» su preocupación suprema, a la cual subordinaba todas las demás actividades. Nada queda de ese esfuerzo hoy en día. La vida diaria está estrictamente separada de cualquier valor religioso. Se dedica a obtener comodidades materiales y éxito en el mercado de la personalidad. Los principios en que se basan nuestros esfuerzos seculares son los de indiferencia y egoísmo (el segundo rotulado generalmente «individualismo» o «iniciativa individual»). El hombre de culturas verdaderamente religiosas puede compararse a un niño de ocho años, que necesita la ayuda de su padre, pero que comienza a adoptar en su vida sus enseñanzas y principios. El hombre contemporáneo es más bien como un niño de tres años, que llora llamando a su padre cuando lo necesita, o bien, se muestra completamente autosuficiente cuando puede jugar.

En ese sentido, en la dependencia infantil de una imagen antropomórfica de Dios sin la transformación de la vida de acuerdo con los principios de Dios, estamos más cerca de una tribu idólatra primitiva que de la cultura religiosa de la Edad Media. En otro sentido, nuestra situación religiosa muestra rasgos nuevos, característicos únicamente de la sociedad occidental capitalista contemporánea. Puedo remitirme a afirmaciones hechas antes. El hombre moderno se ha transformado en un artículo; experimenta su energía vital como una inversión de la que debe obtener el máximo beneficio, teniendo en cuenta su posición y la situación del mercado de la personalidad. Está enajenado de sí mismo, de sus semejantes y de la naturaleza. Su finalidad principal es el intercambio ventajoso de sus aptitudes, su conocimiento y de sí mismo, de su «bagaje de personalidad» con otros individuos igualmente ansiosos de lograr un intercambio conveniente y equitativo. La vida carece de finalidad, salvo la de seguir adelante, de principios, excepto el del intercambio equitativo, de satisfacción, excepto la de consumir.

¿Qué puede significar el concepto de Dios en tales circunstancias? Ha perdido su significado religioso original y se ha adaptado a la cultura enajenada del éxito. En el renacimiento religioso de los últimos tiempos, la creencia en Dios se ha convertido en un recurso psicológico cuya finalidad es el hacer al individuo más apto para la pugna competitiva.

La religión se alía con la autosugestión y la psicoterapia para ayudar al hombre en sus actividades comerciales. Después de la Primera Guerra Mundial aún no se había recurrido a Dios con el propósito de «mejorar la propia personalidad». El libro que más se vendió en 1938,
Cómo ganar amigos e influir sobre la gente
, de Dale Carnegie, se mantuvo en un nivel estrictamente secular. La función que cumplió entonces dicho libro de Dale Carnegie, es la que hoy realiza el
best-seller
actual,
El poder del pensamiento positivo
, del Reverendo N. V. Peale. En este libro religioso ni siquiera se cuestiona que nuestra preocupación predominante por el éxito esté de acuerdo con el espíritu de la religión monoteísta. Por el contrario, jamás se pone en duda tal finalidad suprema, sino que se recomiendan la creencia en Dios y las plegarias como un medio de aumentar la propia habilidad para alcanzar el éxito. Así como los psiquiatras modernos recomiendan la felicidad del empleado, para ganar la simpatía de los compradores, del mismo modo algunos sacerdotes aconsejan amar a Dios para tener más éxito. «Haz de Dios tu socio» significa hacer de Dios un socio en los negocios, antes que hacerse uno con Él en el amor, la justicia y la verdad. De modo similar a cómo se ha reemplazado el amor fraternal por la equidad impersonal, se ha transformado a Dios en un remoto
Director General del Universo y Cía.
; sabemos que está allí, que dirige la función (aunque ésta probablemente seguiría adelante sin él), nunca lo vemos, pero aceptamos su dirección mientras «desempeñamos nuestro papel».

Capítulo 4: LA PRÁCTICA DEL AMOR

Habiendo examinado ya el aspecto teórico del arte de amar, nos enfrentamos ahora con un problema mucho más difícil, el de
la práctica del arte de amar
. ¿Puede aprenderse algo acerca de la práctica de un arte, excepto practicándolo?

La dificultad del problema se ve aumentada por el hecho de que la mayoría de la gente de hoy en día, y, por lo tanto, muchos de los lectores de este libro, esperan recibir recetas del tipo «cómo debe usted hacerlo», y eso significa, en nuestro caso, que se les enseñe a amar. Mucho me temo que quien comience este último capítulo con tales esperanzas resultará sumamente decepcionado. Amar es una experiencia personal que sólo podemos tener por y para nosotros mismos; en realidad, prácticamente no existe nadie que no haya tenido esa experiencia, por lo menos en una forma rudimentaria, cuando niño, adolescente o adulto. Lo que un examen de la práctica del amor puede hacer es considerar las premisas del arte de amar, los enfoques, por así decirlo, de la cuestión, y la práctica de esas premisas y esos enfoques. Los pasos hacia la meta sólo puede darlos uno mismo, y el examen concluye antes de que se dé el paso decisivo. Sin embargo, creo que el examen de los enfoques puede resultar útil para el dominio del arte —por lo menos para quienes han dejado de esperar «recetas»—.

La práctica de cualquier arte tiene ciertos requisitos generales, independientes por completo de que el arte en cuestión sea la carpintería, la medicina o el arte de amar. En primer lugar, la práctica de un arte requiere
disciplina
. Nunca haré nada bien si no lo hago de una manera disciplinada; cualquier cosa que haga sólo porque estoy en el «estado de ánimo apropiado», puede constituir un «hobby» agradable o entretenido, mas nunca llegaré a ser un maestro en ese arte. Pero el problema no consiste únicamente en la disciplina relativa a la práctica de un arte particular (digamos practicar todos los días durante cierto número de horas), sino en la disciplina en toda la vida. Podía pensarse que para el hombre moderno nada es más fácil de aprender que la disciplina. ¿Acaso no pasa ocho horas diarias de manera sumamente disciplinada en un trabajo donde impera una estricta rutina? Lo cierto, en cambio, es que el hombre moderno es excesivamente indisciplinado fuera de la esfera del trabajo. Cuando no trabaja, quiere estar ocioso, haraganear, o, para usar una palabra más agradable, «relajarse». Ese deseo de ociosidad constituye, en gran parte, una reacción contra la rutinización de la vida. Precisamente porque el hombre está obligado durante ocho horas diarias a gastar su energía con fines ajenos, en formas que no le son propias, sino prescritas por el ritmo del trabajo, se rebela, y su rebeldía toma la forma de una complacencia infantil para consigo mismo. Además, en la batalla contra el autoritarismo, ha llegado a desconfiar de toda disciplina, tanto de la impuesta por la autoridad irracional como de la disciplina racional autoimpuesta. Sin esa disciplina, empero, la vida se torna caótica y carece de concentración.

El que la
concentración
es condición indispensable para el dominio de un arte no necesita demostración. Harto bien lo sabe todo aquel que alguna vez haya intentado aprender un arte. No obstante, en nuestra cultura, la concentración es aún más rara que la autodisciplina. Por el contrario, nuestra cultura lleva a una forma de vida difusa y desconcentrada, que casi no registra paralelos. Se hacen muchas cosas a la vez: se lee, se escucha la radio, se habla, se fuma, se come, se bebe. Somos consumidores con la boca siempre abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo: películas, bebidas, conocimiento. Esa falta de concentración se manifiesta claramente en nuestra dificultad para estar a solas con nosotros mismos. Quedarse sentado, sin hablar, fumar, leer o beber, es imposible para la mayoría de la gente. Se ponen nerviosos e inquietos y deben hacer algo con la boca o con las manos. (Fumar es uno de los síntomas de la falta de concentración: ocupa la mano, la boca, los ojos y la nariz.)

Un tercer factor es la
paciencia
. Repetimos que quien haya tratado alguna vez de dominar un arte sabe que la paciencia es necesaria para lograr cualquier cosa. Si aspiramos a obtener resultados rápidos, nunca aprendemos un arte. Para el hombre moderno, sin embargo, es tan difícil practicar la paciencia como la disciplina y la concentración. Todo nuestro sistema industrial alienta precisamente lo contrario: la rapidez. Todas nuestras máquinas están diseñadas para lograr rapidez: el coche y el aeroplano nos llevan rápidamente a destino —y cuanto más rápido mejor—. La máquina que puede producir la misma cantidad en la mitad del tiempo es muy superior a la más antigua y lenta. Naturalmente, hay para ello importantes razones económicas. Pero, al igual que en tantos otros aspectos, los valores humanos están determinados por los valores económicos. Lo que es bueno para las máquinas debe serlo para el hombre —así dice la lógica—. El hombre moderno piensa que pierde algo —tiempo— cuando no actúa con rapidez; sin embargo, no sabe qué hacer con el tiempo que gana —salvo matarlo—.

Eventualmente, otra condición para aprender cualquier arte es una
preocupación
suprema por el dominio del arte. Si el arte no es algo de suprema importancia, el aprendiz jamás lo dominará. Seguirá siendo, en el mejor de los casos, un buen aficionado, pero nunca un maestro. Esta condición es tan necesaria para el arte de amar como para cualquier otro. Parece, sin embargo, que la proporción de aficionados en el arte de amar es notablemente mayor que en las otras artes.

Un último punto debe señalarse con respecto a las condiciones generales para aprender un arte. No se empieza por aprender el arte directamente, sino en forma indirecta, por así decirlo. Debe aprenderse un gran número de otras cosas que suelen no tener aparentemente ninguna relación con él, antes de comenzar con el arte mismo. Un aprendiz de carpintería comienza aprendiendo a cepillar la madera; un aprendiz del arte de tocar el piano comienza por practicar escalas; un aprendiz del arte Zen de la ballestería empieza haciendo ejercicios respiratorios.
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Si se aspira a ser un maestro en cualquier arte, toda la vida debe estar dedicada a él o, por lo menos, relacionada con él. La propia persona se convierte en instrumento en la práctica del arte, y debe mantenerse en buenas condiciones, según las funciones específicas que deba realizar. En lo que respecta al arte de amar, ello significa que quien aspire a convertirse en un maestro debe comenzar por
practicar
la disciplina, la concentración y la paciencia a través de todas las fases de su vida.

¿Cómo se practica la disciplina? Nuestros abuelos estarían en mejores condiciones para contestar esa pregunta. Recomendaban levantarse temprano, no entregarse a lujos innecesarios y trabajar mucho. Este tipo de disciplina tenía evidentes defectos. Era rígida y autoritaria, centrada alrededor de las virtudes de la frugalidad y el ahorro, y, de muchos modos, hostil a la vida. Pero, en la reacción a tal tipo de disciplina, hubo una creciente tendencia a sospechar de
cualquier
disciplina, y a hacer de la indisciplina y la perezosa complacencia en el resto de la propia existencia la contraparte que equilibraba la forma rutinizada de vida impuesta durante ocho horas de trabajo. Levantarse a una hora regular, dedicar un tiempo regular durante el día a actividades tales como meditar, leer, escuchar música, caminar; no permitirnos, por lo menos dentro de ciertos límites, actividades escapistas, como novelas policiales y películas, no comer ni beber demasiado, son normas evidentes y rudimentarias. Sin embargo, es esencial que la disciplina no se practique como una regla impuesta desde afuera, sino que se convierta en una expresión de la propia voluntad; que se sienta como algo agradable, y que uno se acostumbre lentamente a un tipo de conducta que puede llegar a extrañar si deja de practicarla. Uno de los aspectos lamentables de nuestro concepto occidental de la disciplina (como de toda virtud) es que se supone que su práctica debe ser algo penosa y sólo si es penosa es «buena». El Oriente ha reconocido hace mucho que lo que es bueno para el hombre —para su cuerpo y para su alma—también debe ser agradable, aunque al comienzo haya que superar algunas resistencias.

La concentración es, con mucho, más difícil de practicar en nuestra cultura, en la que todo parece estar en contra de la capacidad de concentrarse. El paso más importante para llegar a concentrarse es aprender a estar solo con uno mismo sin leer, escuchar la radio, fumar o beber. Sin duda, ser capaz de concentrarse significa poder estar solo con uno mismo —y esa habilidad es precisamente una condición para la capacidad de amar—. Si estoy ligado a otra persona porque no puedo pararme sobre mis propios pies, ella puede ser algo así como un salvavidas, pero no hay amor en tal relación. Paradójicamente, la capacidad de estar solo es la condición indispensable para la capacidad de amar. Quien trate de estar solo consigo mismo descubrirá cuán difícil es. Comenzará a sentirse molesto, inquieto, e incluso considerablemente angustiado. Se inclinará a racionalizar su deseo de no seguir adelante con esa práctica, pensando que no tiene ningún valor, que es tonta, que lleva demasiado tiempo, y así en adelante. Observará asimismo que llegan a su mente toda clase de pensamientos que lo dominan. Se encontrará pensando acerca de sus planes para el resto del día, o sobre alguna dificultad en el trabajo que debe realizar, o sobre lo que hará esa noche, o sobre cualquier cosa que le ocupe la mente, antes que permitir que ésta se vacíe. Sería útil practicar unos pocos ejercicios simples, como, por ejemplo, sentarse en una posición relajada (ni totalmente flojo ni rígido), cerrar los ojos y tratar de ver una pantalla blanca frente a los ojos, tratando de alejar todas las imágenes y los pensamientos que interfieran; luego intentar seguir la propia respiración; no pensar en ella, ni forzarla, sino seguirla —y, al hacerlo, percibirla—; tratar además de lograr una sensación de «yo»; yo = «mí mismo», como centro de mis poderes, como creador de mi mundo. Habría que realizar tal ejercicio de concentración por lo menos todas las mañanas durante veinte minutos (y, si es posible, más tiempo) y todas las noches antes de acostarse.
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