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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Dioses, Tumbas y Sabios (33 page)

Catorce años después, este médico y coleccionista de insectos publicaba una obra en cinco tomos sobre Asiria, tan importante para impulsar la exploración científica del país de los dos ríos como lo fue para la investigación del país del Nilo la
Description de l'Egypte
, en veinticuatro tomos.

Escasamente unos cien años más tarde se publicaba en Alemania —y en Francia y en Inglaterra se pueden citar ejemplos similares— un libro del profesor Bruno Meissner que lleva por título: «Los reyes de Babilonia y de Asiria».

La importancia de este libro no reside en su valor científico profesional, ya que su autor sólo pretendía explicar de manera sencilla la vida de los reyes, cuyo esplendor había durado de 2000 a 5000 años. La verdadera importancia de este libro y de todos los análogos de otras nacionalidades consistía, por lo que a la evolución de la arqueología respecta, en el hecho mismo de que
fuera posible que se escribiera tal libro
. Pues «tal exposición presupone un material tradicional capaz de añadir vivos colores a la descripción de la vida de los hombres y mujeres de más fama, si queremos que resurjan vivos ante nosotros», se escribe en la introducción.

Pero ¿en qué consistía este material? Dejemos de lado los relatos del Antiguo Testamento y citemos de nuevo:

«Hace poco más de un siglo toda la ciencia asiriológica era un libro cerrado, y todavía hace unos pocos decenios, los reyes babilónicos y asirios eran solamente para nosotros fantasmas irreales, de los que no sabíamos más que los nombres».

¿Será posible, en tan poco tiempo, escribir nada menos que la historia del antiguo país de los dos ríos, que abarca dos mil años, y poder dibujar fielmente la imagen y el carácter de sus reyes?

El libro de Meissner demuestra que tal cosa es posible en nuestro siglo. Hace patente que en pocos decenios un grupo de excavadores apasionados, hombres de ciencia y aficionados, pudieron hacer surgir a la luz del día una cultura entera. Incluso en su apéndice nos ofrece una cronología que, con sólo algunas lagunas, nos presenta nombres y fechas de los príncipes del país de los dos ríos, cronología resumida por Ernst F. Weidner, uno de los asiriólogos más extravagantes entre sus colegas, todos ellos ya raros habitualmente. Durante veinte años, Weidner estuvo sentado en las oficinas de la
Berliner lllustrierte Zeitung
, donde era redactor auxiliar. Escribía novelas por entregas y confeccionaba crucigramas. Pero, al mismo tiempo, publicaba importantes tratados sobre la cronología asiria y una revista internacional que tiraba sólo algunos centenares de ejemplares y que compraban las Universidades y algunos hombres de ciencia. En el año 1942, cuando los aviones de bombardeo aliados imposibilitaron todo trabajo erudito en la capital del Tercer Reich, se encargó de una cátedra en Austria, lo cual sorprendió muchísimo a todos sus compañeros de la
Berliner lllustrierte Zeitung
, que durante veinte años no habían sospechado que tenían en su oficina a un asiriólogo notable.

La importancia de su obra y de todos los libros análogos residía en la posibilidad misma de su publicación. Los resultados que en ella se difunden para la divulgación popular constituyen un triunfo científico de más valor que, por ejemplo, la primera cronología egipcia de Lepsius. En ella se halla compilado lo que tres generaciones de obsesionados habían reunido, y refleja no sólo el triunfo de uno solo, sino el de innumerables horas de trabajo en la cancillería del consulado francés en Mossul, así como las horas de escuela de un maestro de Gotinga, las pasadas bajo el ardiente sol de la región del Eufrates y el Tigris, e igualmente las pasadas a bordo de un barco donde, bajo una lámpara oscilante, en el pequeño camarote, un oficial inglés se dedica a estudiar fatigosamente la escritura cuneiforme.

Este duro e ímprobo trabajo es un triunfo que supera a todos los demás de la arqueología, porque aquí apenas quedaban huellas de una grandeza pretérita sumergida. Aquí no había restos de templos ni de estatuas, como en el suelo clásico de Grecia y de Italia. Aquí no había pirámides ni obeliscos como en Egipto, ni aras de sacrificio como en los bosques del Yucatán y de México, que recordaban sangrientas hecatombes. Las caras rígidas de los beduinos y de los curdos no revelaban en ninguno de sus rasgos huellas de la grandeza de sus antepasados. Sus leyendas alcanzaban solamente la rica época de Harun-al-Raschid, y lo que había sucedido antes quedaba envuelto en las tinieblas del pasado.

Y los idiomas que aún vivían y que todavía se hablaban no demostraban ninguna relación comprensible con los idiomas de los milenios anteriores.

Por eso es mayor el triunfo, porque el único punto de partida para los investigadores eran sólo algunas frases de la Biblia, además de ciertas colinas esparcidas que no parecían adaptarse del todo a la llanura de polvo entre los ríos. Acaso también algunos trozos de arcilla que se podían encontrar por allí cubiertos con signos cuneiformes extraños y que, sin embargo, se consideraban sin significado alguno, ya que, según la explicación de un observador primitivo, parecía como si en ellos «hubieran pisado los pájaros cuando el barro estaba todavía húmedo».

Capítulo XIX

BOTTA ENCUENTRA LA CIUDAD DE NÍNIVE

Aram-nacharaim, Asiria entre ríos. Así se llamaba en el Antiguo Testamento al país de los dos ríos. Allí estaban las ciudades sobre las cuales se vertió la cólera divina. Allí, en Nínive, y más al sur, en la gran Babel, gobernaban los terribles reyes que adoraban a otros dioses y que por ello fueron exterminados de la faz de la tierra.

Nosotros conocemos aquel país con la denominación de Mesopotamia, que en griego quiere decir lo mismo: entre ríos. Hoy día se llama Irak, y Bagdad es su capital. Al Norte limita con Turquía, al Oeste con Siria y Jordania, al Sur con la Arabia Saudita, y al Este con Persia, hoy llamada Irán.

En Turquía nacen los dos famosos ríos que convierten al país en cuna de una cultura, como el Nilo hizo con Egipto. Aquí se llaman Eufrates y Tigris. Corren de Noroeste a Sudeste, se unen poco antes de llegar a Basora, cosa que no sucedía en la antigüedad, y vierten sus aguas en el golfo Pérsico. Asiria, el antiguo país de Asur, se extiende, al Norte, a lo largo del Tigris, río de corrientes muy caudalosas. Babilonia, el antiguo reino de Sumer y Acad, se extiende, al Sur, entre el Eufrates y el Tigris, hasta las verdes aguas del golfo Pérsico. En un diccionario del año 1867, en la voz Mesopotamia, hallamos la siguiente observación: «Este país conoció su apogeo durante los dominios asirio y babilónico. Con los árabes, fue sede de los califas y alcanzó un nuevo período de esplendor. Su decadencia comenzó con las invasiones de los seldjúcidas, de los tártaros y de los turcos, y en nuestros días es un desierto en gran parte deshabitado».

En este páramo se elevan las misteriosas colinas, llanas por arriba, con bordes escarpados y muchas hendiduras, abiertas como las del queso de oveja seco que hacen los beduinos. Tales colinas despertaron de tal modo la fantasía de algunos hombres, que aquí, en el país de los dos ríos, la arqueología pudo celebrar sus primeros grandes triunfos como ciencia de la excavación.

Paul Emile Botta hizo, ya de joven, un viaje alrededor del mundo. En 1830 entró como médico al servicio de Mohamed Alí y tomó parte en una expedición egipcia a Sennaar, cuando aún coleccionaba insectos. En 1833, el Gobierno francés le nombró cónsul en Alejandría. Emprendió un viaje a Arabia y escribió sobre aquel país un extenso libro. En 1840 fue nombrado agente consular en Mossul, ciudad situada en la parte alta del Tigris. Cuando el sol se dirigía a su ocaso y Botta huía del bochornoso calor de los bazares y cabalgaba hacia la campiña, contemplaba aquellas extrañas colinas…

No era el primero a quien las famosas colinas llamaran la atención. Otros viajeros, Kinneir, Rich, Ainsworth, habían sospechado también que bajo tales montículos podía haber ruinas. El más interesante de todos estos científicos era C. J. Rich, niño prodigio como Champollion, que empezó el estudio de los idiomas orientales a los nueve años de edad; a los catorce estudiaba ya el chino, a los veinticuatro era consignatario de la East Indian Company, en Bagdad, y efectuó por el país de los dos ríos muchos viajes que proporcionaron un botín precioso a la ciencia de aquella época. Las diplomacias inglesa y francesa han proporcionado más hombres de talla universal a la ciencia y al arte que, por ejemplo, los rusos, alemanes o italianos; hombres que han sido representantes eximios de sus países en el extranjero por su carácter siempre algo aventurero y por su capacidad para compaginar sus trabajos científicos y artísticos, lo mismo que su interés por las manifestaciones elevadas del espíritu humano, con un alto sentido de las necesidades políticas. Nuevos ejemplos de lo que decimos, en época más reciente, los hallamos en Francia en las personas de Paul Claudel y de André Malraux, y en Inglaterra, en la figura del coronel T. E. Lawrence.

A esta clase de hombres pertenecía también Botta. Emile Botta era médico y se interesaba por las ciencias naturales; diplomático de afición y profesión, sabía aprovechar todas sus abundantes relaciones en sociedad para sus gustos, y su curiosidad no tenía límites; pero no era arqueólogo. Los únicos conocimientos útiles para su futuro eran el idioma de los indígenas, la facultad adquirida en sus viajes para entrar en relaciones amistosas con los adeptos del Profeta, y por último una energía sin límites que ni el clima del Yemen, a menudo mortífero, ni las llanuras pantanosas del Nilo habían podido aniquilar.

Con todo este bagaje emprendió su labor. Si examinamos en perspectiva sus métodos, veremos que no partía de un plan, ni de una hipótesis audaz y que en el fondo no se basaba más que en una esperanza vaga, mezclada con una gran curiosidad, ya que, al final, su triunfo le sorprendió a él mismo tanto como al mundo entero.

Noche tras noche se encerraba en su despacho y con una tenacidad sin igual estudiaba el paisaje de los alrededores de Mossul. Fue visitando casa por casa, choza por choza, y en todas partes hacía la misma pregunta: ¿Tenéis antigüedades? ¿Jarros antiguos? ¿Algún vaso antiguo? ¿De dónde habéis sacado los ladrillos con que habéis construido este establo? ¿De dónde proceden estos trozos de arcilla con estos extraños signos cuneiformes?

Compraba todo lo que le presentaban; pero cuando intentaba que los hombres le enseñasen el lugar de dónde provenían las piezas, aquéllos se encogían de hombros, se limitaban a rezar el estribillo de que Alá es grande y que seguramente por eso había esparcido aquellos trozos de barro duro por todas partes, y que buscase a su alrededor.

Botta, al darse cuenta de que preguntando a la gente fracasaba en su empeño en localizar un lugar de hallazgos, decidió hincar la piqueta en la primera colina que se le presentara, que fue cerca de Kuyunjik.

Ésa no era la predestinada a Botta en aquel primer año de excavaciones. Y otro descubriría después que en tal colina se ocultaba un palacio de Asurbanipal, el Sardanápalo de los griegos. Botta, por su parte, cavó en vano.

Hemos de imaginarnos lo que significaba resistir tales trabajos siempre infructuosos; lo que significaba tan dura labor sin sentir el apoyo de una leve indicación, llevado sólo por la vaga idea de que aquellas colinas debían ocultar algo que valdría la pena, pero sin encontrar más que trozos de ladrillo cubiertos de aquellos signos que nadie sabía descifrar, algún torso de estatua tan deshecho que no se podía adivinar su conjunto, o que parecía tan primitivo que ni la fantasía más poderosa era capaz de sacar nada de ellos. Y así, días tras día, semana tras semana, mes tras mes. Así durante un año entero.

Lo extraño es que Botta, transcurrido este primer año de prestar atención a los muchos informes falsos de los indígenas, no hiciera el menor caso a un árabe charlatán que, en su jerga abundante en imágenes, le habló de una colina donde hallaría todas aquellas cosas que el francés buscaba. Le echaba ya del campamento cuando el árabe, insistiendo cada vez más, precisó que él era de un pueblo alejado y que allí se había enterado de los deseos del francés, que él apreciaba a los franceses y que quería ayudarle. ¿El francés buscaba ladrillos con inscripciones? Pues bien, en Korsabad, su pueblo natal, los había a montones. Él lo sabía muy bien, ya que su propio horno lo había construido con tal clase de ladrillos y todos los del pueblo lo hacían siempre así.

Por fin, Botta envió con él a algunos de sus hombres. Tuvieron que recorrer unos dieciséis kilómetros hasta llegar a Korsabad.

El hecho de que Botta enviase esta pequeña expedición hizo inmortal su nombre en la historia de la arqueología. En cambio, el nombre de aquel árabe se lo ha llevado el viento. Botta fue el primero en sacar a la luz del día los primeros restos de una cultura que floreció durante casi dos milenios, y que quedó luego sepultada por otros dos milenios y medio más bajo una tierra olvidada por todos los hombres.

Una semana después de haber enviado Botta a su gente a explorar el terreno, regresó un mensajero muy excitado. Contó que apenas habían hundido el pico tropezaron con unas murallas, y cuando se limpió el primer barro de las piedras habían quedado al descubierto inscripciones, relieves, esculturas de animales fabulosos…

Botta montó a caballo y se trasladó a aquel lugar; pocas horas después se había introducido en una fosa y admiraba las más extrañas figuras; hombres barbudos, animales alados, figuras que rebasaban todo cuanto la imaginación puede concebir en formas, tales como en Egipto no se habían visto jamás, como nunca se habían presentado a la mirada de un europeo. Unos días más tarde fue en busca de toda su gente de Kuyunjik. Entraban en acción el pico y la pala. Aparecían restos de muralla cada vez en mayor número. Hasta que llegó el momento en que Botta ya no tenía la menor duda de que, si no la ciudad de Nínive, había descubierto por lo menos uno de los palacios más notables de los antiguos reyes asirios.

Llegaba el momento en que ya no podía ocultar a los demás tal noticia, y la comunicó a París, a Francia, al mundo.

«Creo —escribió con orgullo, y en grandes caracteres lo anunciaron así los periódicos— que soy el primero en haber descubierto esculturas que con todo fundamento se pueden atribuir al período de apogeo de Nínive».

El descubrimiento del primer palacio asirio no fue sólo una noticia sensacional en la Prensa europea, sino también una novedad de primera categoría para la ciencia. Hasta entonces se había creído que la cuna de la Humanidad estaba en Egipto, pues en ninguna parte como en el país de los faraones y sus momias era posible remontarse hasta tan lejos en la Historia de los hombres. Del país de los dos ríos sólo hablaba la Biblia, que para la ciencia del siglo XIX era una simple «colección de leyendas». Se daba más importancia a las veladas alusiones de los escritores antiguos, que aunque no increíbles, eran a menudo contradictorias y no concordaban con los datos de la Biblia.

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