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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Dioses, Tumbas y Sabios (32 page)

Aquí podríamos dar por terminada la historia de la tumba del rey Tutankamón. Es verdad que cuando se desalojó la cámara lateral y el pequeño tesoro se presentaron hechos y descubrimientos muy importantes, pero no relacionados directamente con el objeto de nuestro tratado.

Sin embargo, hemos de decir todavía algo respecto a la leyenda de la «maldición del faraón», relativa a la muerte misteriosa, no natural, de más de veinte personas que participaron en el descubrimiento de la tumba de Tutankamón.

En los casi doscientos años de ciencia arqueológica, ningún descubrimiento del mundo antiguo ha sido tan explotado por la Prensa como el de la tumba de Tutankamón. No en balde ha tenido lugar en nuestros tiempos de grandes rotativos, del auge de la fotografía, la cinematografía y la radio, que por entonces se hallaban en sus comienzos. La participación del mundo se manifestó primero en telegramas de felicitación; fueron los corresponsales de Prensa los segundos en presentarse en el lugar. Después, por todo el mundo se propagó la noticia del hallazgo de un fabuloso tesoro, y llovieron las cartas de los críticos espontáneos y de quienes deseaban dar su amable consejo. Unos anatematizaban con acusaciones severas por haber cometido tal sacrilegio; otros buscaban patentes de modas prácticas sobre el atuendo funerario. Seguimos el relato de Carter. El primer invierno llegaban diariamente de diez a quince cartas insensatas o al menos superfluas. «¿Cómo hemos de imaginarnos, por ejemplo —pregunta Carter—, a una persona que desea saber seriamente si el descubrimiento de la tumba sirve para aclarar los supuestos terribles acontecimientos ocurridos en el Congo belga?».

Después, vinieron las visitas. La corriente normal de turistas se convirtió en bandada de peregrinos. Todo se fotografiaba. Y como por causa del pasado trabajo en la tumba, sobre todo en la primera época, raras veces se sacaba un objeto a la luz, muchos aficionados a la fotografía tenían que esperar días enteros para poder hacer una instantánea.

Carter pudo observar cómo un sencillo trozo de lino de la momia, que hizo trasladar para su análisis, fue fotografiado ocho veces consecutivas en el escaso recorrido de la tumba al laboratorio contiguo.

Durante tres meses del año 1926, el tema principal de discusión en todo el mundo fue la figura de Tutankamón; 12.300 turistas visitaron la tumba, y numerosos representantes de 270 sociedades, el laboratorio.

Lógicamente, las redacciones de los periódicos, que no pueden privar a sus lectores de las noticias sensacionales de actualidad, no siempre disponen de redactores especializados en egiptología; y las noticias sobre Tutankamón, orales y escritas, recibidas de segunda o tercera mano, por fuerza debían ser inexactas o erróneas. Tal es el carácter del periódico, que da mayor importancia a la anécdota sensacional que a la noticia escueta. Era natural que la fantasía completara los vacíos.

No es posible comprobar hoy día cómo surgió el cuento de la «maldición del faraón». Lo cierto es que hasta el pasado año 1930 se habló mucho de ello en la Prensa mundial. A pesar de todo, no podemos dar a todo esto más valor que al famoso «misticismo de los números» del que hemos hablado al tratar de la Gran Pirámide. Algo parecido es la leyenda del «trigo de la momia», que siempre germina; granos de semilla de tres a cuatro mil años, procedentes de las antiguas tumbas egipcias y que, según se dice, no han perdido su facultad de germinar. Desde que esta historia se ha extendido, este «trigo de la momia» es hallado con mucha frecuencia en las rendijas de las tumbas de los reyes por todos los turistas, sobre todo si les acompaña un guía avispado, que con esto hace sus buenos negocios.

La «maldición del faraón» es un tema tan burdo como la famosa «maldición del diamante de Hope», o como la terrible serie de reveses provocados por la menos conocida «maldición de los monjes de Lacroma». Estos buenos frailes, desterrados de la isla de este nombre, que se halla delante de Ragusa, la maldijeron. Los propietarios posteriores, el emperador Maximiliano, la emperatriz Isabel de Austria y el príncipe heredero Rodolfo, así como el rey Luis II de Baviera y el archiduque Francisco Fernando, todos murieron de muerte no natural.

El motivo que aventó la leyenda de la «maldición del faraón» lo dio sin duda la prematura defunción de lord Carnarvon. Cuando a consecuencia de una picadura de mosquito falleció el 6 de abril de 1923, después de tres semanas de dura lucha con la muerte, se oyeron muchas voces que hablaban de un «castigo del sacrílego».

Bajo el epígrafe de «La venganza del faraón» se divulgó poco después la noticia de «una víctima de la maldición de Tutankamón». Y luego siguieron: la segunda, la séptima y hasta la decimonona víctima. Esta última se mencionó en un «informe telegráfico» de Londres fechado el 21 de febrero de 1930, publicado por un periódico alemán. «Hoy, lord Westbury, hombre de setenta y ocho años, se ha arrojado, desde un séptimo piso, por la ventana de su vivienda en Londres y ha quedado muerto instantáneamente. El hijo de lord Westbury, que en su época participó como secretario del investigador Carter en la excavación de la tumba de Tutankamón, fue también hallado muerto en noviembre del año pasado en su casa, aunque la noche anterior se había acostado completamente sano. No se ha podido averiguar la causa de su muerte».

«Inglaterra se horroriza…», escribe otro periódico, al saber el fallecimiento repentino de Archibald Douglas Reid, cuando examinaba con rayos X una momia, después que la víctima número 21 del faraón, el egiptólogo Arthur Weigall, había «sucumbido también a los malignos efectos de una fiebre desconocida».

Luego muere también A. C. Mace, que juntamente con Carter abrió la cámara sepulcral; pero en esta información se oculta el hecho de que Mace estaba enfermo desde mucho antes, que ayudaba a Carter a pesar de su enfermedad, y que luego, por tal causa, abandonó el trabajo.

Por último falleció nada menos que por «suicidio provocado en un arrebato de locura», el hermanastro de lord Carnarvon, Aubrey Herbert. Y la estadística asombrosa continúa: en febrero de 1929, lady Elizabeth Carnarvon murió a consecuencia de la «picadura de un insecto». En el año 1930, de todos los que habían participado más íntimamente en la expedición, vivía sólo Howard Carter, el descubridor del sepulcro.

«La muerte se acercará rápidamente a cuantos perturben el reposo del faraón», reza una de las numerosas versiones de la «maldición» que Tutankamón había mandado escribir, al parecer, en su tumba.

Una vez propagada la noticia de que en América había muerto de modo misterioso, víctima de un accidente, un tal Mr. Carter, se dijo que el faraón prevenía así al hombre que había descubierto su sepulcro, castigando a uno de sus familiares. Pero entonces, un grupo de arqueólogos serios, irritados por tanta necedad, tomaron cartas en el asunto.

Carter mismo dio la primera réplica. Arguyó que «el investigador se dispone a su trabajo con todo respeto y con una seriedad profesional sagrada, pero libre de ese terror misterioso, tan grato al supersticioso espíritu de la multitud ansiosa de sensaciones». Habla de «historias ridículas» y de una «degeneración actualizada de las trasnochadas leyendas de fantasmas», y termina examinando objetivamente las noticias según las cuales pasar el umbral de la tumba suponía efectivamente un peligro, cosa que quizá científicamente hubiera podido explicarse. Sin embargo, añade que, precisamente para evitar este peligro, se toman las debidas precauciones antes de penetrar en el malsano y enrarecido ambiente de la misma.

La última frase de Carter es amarga cuando observa: «Todo espíritu de comprensión inteligente se halla ausente de estas estúpidas manifestaciones. Esto demuestra que aún no hemos progresado en este terreno tanto como a muchos les gusta creer».

Con fino instinto de publicidad, el egiptólogo alemán Georg Steidorff contesta también en el año 1933. Se esfuerza en comprobar las noticias cuyo origen debe averiguarse aún. Constata que el señor Carter fallecido en América no tiene otra cosa de común con el egiptólogo Howard Carter que el apellido. También averigua que los dos Westbury no habían tenido absolutamente nada que ver con la tumba del faraón ni con la momia, ni directa ni indirectamente. Y esgrime el argumento más poderoso, después de muchas otras razones: la «maldición del faraón no existe en absoluto»; jamás fue enunciada ni figura en ninguna inscripción.

Confirma lo que Carter indicaba ya: que «el ritual funerario egipcio no contiene maldición alguna de esta índole para la persona viva, sino sólo la petición de que se dirijan al muerto deseos piadosos y benévolos».

El querer transformar en maldiciones las escasas fórmulas protectoras del difunto contra toda forma o conjuro que se hallan en algunas figuritas mágicas de las cámaras sepulcrales, constituye una evidente falsificación de su sentido. Dichas fórmulas intentan «ahuyentar al enemigo de Osiris —del muerto—, en cualquier forma que éste se presente».

Desde el descubrimiento de la tumba de Tutankamón, numerosas expediciones han trabajado en Egipto. En 1939, 1940 y 1946 el profesor Fierre Montet descubrió en Tanis toda una serie de tumbas reales de las dinastías XXI y XXII, entre las que se encuentra la del faraón Psusenes. En las galerías subterráneas, de más de mil metros de largo, excavadas en la roca halló el profesor Sami Gabra lugares de culto del dios Ibis e innumerables sepulturas de animales sagrados. También emprendió un viaje a la historia primitiva de Egipto una expedición financiada por el rey Faruk, que tuvo como resultado el hallazgo de tumbas de los siglos II y III a. de J. C. En 1941 los doctores Ahmad Badawi y Mustapha El-Amir descubrieron en Menfis —casualmente, ya que en realidad se ocupaban de otra excavación— una estela dedicada a Amenofis II y la tumba
intacta
del príncipe Sesank en la que había gran cantidad de joyas.

¿Cómo hemos empezado este capítulo? Eran los días de las campañas napoleónicas en su expedición al país del Nilo; fue el nacimiento de un niño de tez oscura llamado Jean François Champollion. En la época en que Napoleón fracasaba y Champollion aprendía los primeros idiomas extranjeros, en Gotinga un maestro de escuela se hallaba sentado ante unas copias de raras inscripciones. Cuando hubo descubierto lo que significaban aquellos signos quedó abierto el camino para la conquista científica de otro imperio más antiguo aún que el egipcio: el del país situado entre el Eufrates y el Tigris, donde antaño se elevara la bíblica Torre de Babel, donde surgió el esplendor de Nínive y Babilonia, y donde se vivió la decadencia de tan famosas urbes.

III. EL LIBRO DE LAS TORRES

«Mi padre y el padre de mi padre, antes que yo, levantaron aquí mismo sus tiendas… Desde hace doce siglos, los verdaderos creyentes —y Dios sea alabado, pues sólo ellos poseen la verdadera sabiduría— se han establecido en este país y ninguno de ellos ha oído hablar jamás de un palacio subterráneo, ni tampoco quienes les han precedido. ¡Pero veamos! Viene un hombre de un país alejado del nuestro muchas jornadas y se dirige derecho a aquel lugar, toma un bastón y traza una línea aquí y otra allá. "Aquí —dice— estaba el palacio y allá la puerta", y nos enseña lo que durante toda nuestra vida ha yacido bajo nuestros pies sin que lo sospecháramos. ¡Maravilloso, maravilloso! ¿Te has enterado de ello por los libros, por arte de magia o te lo han dicho vuestros profetas? ¡Habla, bey! ¡Dime el misterio de la sabiduría!».

DISCURSO DEL JEQUE ABD-ER-RAHMAN DIRIGIDO AL ARQUEÓLOGO INGLÉS LAYARD

Capítulo XVIII

EN LA BIBLIA ESTÁ ESCRITO

En la Biblia se habla de las expediciones punitivas de los asirios, de la construcción de la Torre de Babel, de la suntuosa ciudad de Nínive, de la cautividad de los judíos, que duró setenta años, y del rey Nabucodonosor.

Se habla también de las vasijas de la cólera divina que siete de sus ángeles vertieron sobre el país del Eufrates. Los profetas Isaías y Jeremías exponían sus terribles visiones de la destrucción del «más hermoso de los reinos», del «esplendor maravilloso de los caldeos», que «sufrirán el castigo de Dios, como Sodoma y Gomorra», de manera que «los perros salvajes aúllen en sus palacios y los chacales pueblen sus moradas alegres».

En los primeros diecisiete siglos de la era cristiana no se discutió la palabra de la Biblia, y lo en ella escrito era para todos sagrado. En el siglo de la Ilustración comenzó la crítica; pero aquel mismo siglo en que, con el desarrollo de la filosofía materialista, la crítica se convirtió en duda permanente, trajo al mismo tiempo la prueba de que, en rigor, la Biblia contenía grandes verdades, aunque su lectura se hubiera prestado a múltiples y contradictorias interpretaciones.

La región situada entre los ríos Eufrates y Tigris era completamente llana. Sólo en algunos lugares se elevaban misteriosas colinas fustigadas por las tempestades de polvo que acumulaban tierra negra hasta formar altas dunas que crecían durante cien años y en los cinco siglos siguientes eran otra vez deshechas por el viento. Los beduinos que pasaban por estos lugares y en ellos hallaban miserables pastos para sus camellos, no sabían que aquellas colinas ocultaban algo, y como eran fieles creyentes de Alá, el único Dios, y de Mahoma, su profeta, nada sabían tampoco de las palabras de la Biblia que describían este país. Hacía falta una sospecha, una pregunta. Era preciso el impulso de un hombre de Occidente, se requerían unos golpes de pico.

El hombre que dio principio a estas excavaciones nació en Francia en el año 1803. A los treinta años de edad no sospechaba aún nada de la tarea que sería la más importante de su vida. En esta época, siendo médico, regresó de una expedición. Cuando llegó a El Cairo llevaba consigo gran número de cajones, y la policía exigió que los abriera; los cajones en cuestión contenían doce mil insectos cuidadosamente clavados con alfileres y perfectamente catalogados.

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