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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Relato

Cuentos completos (76 page)

En Europa, hasta ahora, sus resultados más notables han consistido en un aumento del dos por ciento en el precio del plomo y casi veinticinco por ciento en el de la plata.

El cuento mil y dos de Scheherazade

La verdad es más extraña que la ficción.

(Antiguo adagio)

En el curso de ciertas investigaciones sobre el Oriente tuve hace poco oportunidad de consultar el
Tellmenow Isitsöornot
[44]
, obra que, a semejanza del
Zohar
, de Simeón Jochaides, es muy poco conocida aún en Europa, y que, según tengo entendido, no ha sido citada jamás por un norteamericano (si exceptuamos, quizá, al autor de las
Curiosidades de la literatura norteamericana)
; como decía, tuve oportunidad de leer algunas páginas de tan notable obra y quedé no poco estupefacto al descubrir que el mundo literario había vivido hasta ahora en un extraño error acerca del destino de Scheherazade, la hija del visir, según se lo describe en
Las mil y una noches
. En efecto, si bien el
dénouement
de dicho destino, como se lo consigna allí, no es por completo inexacto, se anticipa en mucho a la realidad.

Para toda información sobre tan interesante tópico remito al lector inquisitivo al
Isitsöornot
; pero, entretanto, se me perdonará que ofrezca un resumen de lo que descubrí en este libro.

Se recordará que, en la versión usual de los cuentos árabes, un califa a quien no faltan buenas razones para sentirse celoso de su real esposa, no sólo la condena a muerte, sino que hace solemne promesa —por su barba y el Profeta— de desposar cada noche a la más hermosa doncella de sus dominios y de entregarla a la mañana siguiente al verdugo.

Luego de cumplir al pie de la letra su promesa durante varios años, con una puntualidad y un método que le valen gran renombre como persona de mucha devoción y buen sentido, cierta tarde se ve interrumpido (en sus plegarias, sin duda) por la visita de su gran visir, a cuya hija se le ha ocurrido una idea.

La joven en cuestión se llama Scheherazade, y la idea consiste en que redimirá el país del asolador impuesto a la belleza que pesa sobre él o que perecerá en la empresa como corresponde a toda heroína.

De acuerdo con su plan, y aunque no estamos en año bisiesto (lo cual hace más meritorio su sacrificio), Scheherazade envía a su padre, el gran visir, para que ofrezca su mano al califa. Éste la acepta rápidamente (pues estaba dispuesto a tomarla de todos modos, y sólo aplazaba la cosa por el miedo que tenía al visir), pero al hacerlo da a entender claramente a los interesados que, gran visir o no, mantendrá en todos sus puntos y comas la promesa hecha y sus privilegios reales. Por eso, cuando la hermosa Scheherazade insiste en casarse, y así lo hace a pesar del excelente consejo de su padre en el sentido de que no cometa semejante locura, es evidente que tiene sus hermosos ojos negros bien abiertos y que no se le escapa nada de la situación.

Parece ser, empero, que esta política damisela (que, sin duda, debió leer a Maquiavelo) tenía preparado un pequeño cuanto ingenioso plan. Con un pretexto especioso que ya he olvidado, se las arregló para que en la noche de bodas su hermana se acostara en un lecho lo bastante cercano al de la pareja real como para poder conversar del uno al otro. Poco antes de que cantaran los gallos tuvo buen cuidado de despertar al excelente monarca, su esposo (que la estimaba muchísimo, pese a que la haría retorcer el cuello por la mañana), interrumpiendo el profundo sueño que le daban su conciencia limpia y su excelente digestión, a fin de que escuchara la interesantísima historia (creo que sobre una rata y un gato negro) que estaba contando en voz muy baja a su hermana. Cuando salió el sol, sucedió que la historia no había terminado todavía y que Scheherazade no podría terminarla por la sencilla razón de que ya era tiempo de que se levantara y ofreciera su cuello al estrangulador, cosa muy poco preferible a la de ser ahorcada, aunque ligeramente más gentil.

Lamento decir que la curiosidad del califa prevaleció sobre sus sólidos principios religiosos, induciéndolo a posponer el cumplimiento de su promesa hasta la mañana siguiente, con intención y esperanza de enterarse por la noche qué había ocurrido al final con el gato negro (pues creo que era negro) y la rata.

Llegada la noche, no sólo Scheherazade dio la pincelada final al gato negro y a la rata (que era azul), sino que, antes de darse cuenta de lo que hacía, se vio arrastrada por el intrincado desarrollo de un relato concerniente, si no me engaño, a un caballo color rosa (con alas verdes) que se movía violentamente gracias a un mecanismo de relojería, al cual se daba cuerda con una llave color índigo. Este relato interesó al califa mucho más que el primero, y como amaneció sin que hubiera terminado (pese a los esfuerzos de la sultana por concluirlo a tiempo para acudir al estrangulamiento), no quedó otro remedio que aplazar otra vez la ceremonia veinticuatro horas. A la noche siguiente ocurrió algo parecido, con resultados similares; y también a la siguiente, y a la otra… Hasta que, al fin, el buen monarca, después de haberse visto inevitablemente privado de cumplir su promesa durante nada menos que mil y una noches, olvidola completamente al vencerse el término, se hizo relevar de ella en la forma habitual, o —lo que es más probable— se limitó a quebrarla, al mismo tiempo que la cabeza de su padre confesor. Sea como fuere, Scheherazade, que, como descendiente directa de Eva, había heredado quizá las siete cestas de charla que esta última dama, como es sabido, cosechó al pie de los árboles en el jardín del Edén, acabó triunfando sobre el califa y el impuesto a la belleza fue abolido.

Ahora bien, esta conclusión (que figura en la obra tal como la conocemos) es indudablemente muy justa y agradable, pero, ¡ay!, como tantas cosas, es mucho más agradable que verdadera. Debo al
Isitsöornot
la rectificación de este error.
Le mieux
—dice un proverbio francés—
est l’ennemi du bien
, y al mencionar que Scheherazade había heredado las siete cestas de la charla, hubiera debido agregar que las puso a interés compuesto hasta que llegaron a ser setenta y siete.

—Querida hermana —dijo en la noche mil y dos (transcribo literalmente los términos del
Isitsöornot—
,ahora que este pequeño inconveniente de la estrangulación ha desaparecido, juntó con el odioso impuesto, me siento culpable de una gran indiscreción por haberos ocultado a ti y al califa (quien, lamento decirlo, está roncando, lo cual no es propio de un caballero) la verdadera conclusión de la historia de Simbad el marino. Este personaje pasó por muchas otras e interesantes aventuras aparte de las que os he contado, pero, a decir verdad, aquella noche me sentía un tanto soñolienta y preferí abreviar mi relato. ¡Oh infame proceder, del cual espero que Alá me perdone! Pero aún no es demasiado tarde para remediar mi negligencia y, tan pronto haya pellizcado un par de veces al califa y éste se despierte lo bastante como para cesar sus horribles ruidos, procederé a narrarte (y también a él, si así lo desea) la continuación de esta notable historia.

La hermana de Scheherazade, según noticias del
Isitsöornot
, no se manifestó demasiado entusiasmada ante esta perspectiva; pero el califa, luego de recibir suficientes pellizcos, terminó por interrumpir sus ronquidos y finalmente dijo «¡Hunt!», y luego «¡Ejem!», con lo cual la reina comprendió (por cuanto se trataba indudablemente de palabras árabes) que el monarca era todo atención y que trataría de no seguir roncando; la reina, repito, reanudó sin perder más tiempo la historia de Simbad el marino.

—Por fin, cuando ya era viejo —contó Scheherazade, y Simbad hablaba por su voz—, después de gozar de muchos años de tranquilidad en mi hogar, me sentí poseído una vez más por el deseo de visitar países lejanos; y un día, sin advertir a mi familia de mis intenciones, preparé algunos fardos de mercancías que aliaban la riqueza al poco bulto y, enganchando a un mozo de cuerda para que las llevara, bajé con ellas a la costa para esperar algún navío que quisiera sacarme del reino, rumbo a alguna región que no hubiera explorado todavía.

»Luego de dejar los fardos en la arena, nos sentamos bajo los árboles y miramos el océano, esperando percibir algún navío, pero durante varias horas no vimos ninguno. Me pareció por fin que oía un extraño sonido, entre zumbido y murmullo, y el mozo de cuerda afirmó que también él lo oía. No tardó en hacerse más intenso, y crecía en forma tal que no podíamos dudar del rápido acercamiento del objeto que lo provocaba. Por fin, en la línea del horizonte distinguimos una mota negra que aumentaba rápidamente de tamaño hasta convertirse en un enorme monstruo, nadando con gran parte del cuerpo fuera del agua. Avanzó hacia nosotros a una velocidad inconcebible, levantando enormes masas de espuma con el pecho e iluminando la parte del océano por el cual avanzaba con una larga línea de fuego que se extendía hasta perderse en la distancia.

»Cuando aquello se nos acercó, pudimos verlo con toda claridad. Su largo era comparable al de tres árboles entre los más altos, y su ancho semejante a la gran sala de audiencias de vuestro palacio, ¡oh el más sublime y munífico de los califas! Su cuerpo no se parecía en nada al de los peces ordinarios; sólido como de roca, era de un negro azabache en toda la extensión que sobresalía del agua, a excepción de una angosta faja rojo sangre que lo circundaba por completo. El vientre, oculto por el agua, pero que veíamos por momentos cuando el monstruo subía y bajaba entre las olas, hallábase totalmente cubierto de escamas metálicas, cuyo color semejaba el de la luna con tiempo neblinoso. Su lomo era chato y casi blanco, y de él surgían hacia lo alto seis espinas de una altura casi igual a la mitad de su largo.

»Aquella horrible criatura no tenía boca visible, pero para compensar este defecto se hallaba provisto de veinte ojos por lo menos, que sobresalían de las órbitas como los de la libélula verde y se distribuían alrededor del cuerpo en dos hileras, una sobre otra, paralelamente a la franja rojo sangre que parecía una especie de ceja. Dos o tres de aquellos espantosos ojos eran mucho mayores que los demás y daban la impresión de ser de oro macizo.

«Aunque, como he dicho, la bestia se nos acercaba con enorme rapidez, parecía movida por artes de nigromancia, pues no tenía aletas como las de un pez, ni patas membranosas como un pato, ni alas como la concha marina a quien el viento impulsa como si fuera un barco. Tampoco se contorsionaba para avanzar, como la anguila. La cabeza y la cola se parecían muchísimo, salvo que a poca distancia de esta última había dos agujeros que servían de narices y por las cuales el monstruo exhalaba un espeso aliento con violencia prodigiosa, produciendo un agudo y desagradable sonido.

»Grandísimo fue nuestro espanto al contemplar cosa tan horrible, pero pronto se vio superado por el asombro que nos produjo ver sobre el lomo de aquella criatura una gran cantidad de animales de la misma forma y tamaño que los hombres y sumamente parecidos a éstos, salvo que no estaban vestidos (como lo está un hombre), sino que la naturaleza parecía haberles proporcionado unas feas e incómodas envolturas que daban la impresión de una tela, pero tan pegada a la piel como para que los pobres infelices tuvieran el aire más ridículo y pasaran por las peores molestias imaginables. En lo alto de la cabeza llevaban una especie de cajas cuadradas que a primera vista hubieran podido pasar por turbantes, pero que, como pronto advertí, eran muy pesadas y sólidas. Supuse entonces que se trataba de dispositivos calculados para mantener, gracias a su gran peso, las cabezas pegadas a los hombros. Noté que todas esas criaturas llevaban unos collares negros (símbolo de servidumbre, sin duda) como los que ponemos a nuestros perros, sólo que mucho más anchos y duros, al punto que las desdichadas víctimas no podían mover la cabeza en cualquier dirección sin mover al mismo tiempo el cuerpo; veíanse así condenados a contemplarse incesantemente la nariz, espectáculo tan romo y tan chato como imaginarse pueda, por no calificarlo de espantoso.

»Una vez que el monstruo hubo llegado junto a la costa donde nos hallábamos, proyectó repentinamente uno de sus ojos hasta muy afuera, emitiendo por él un terrible resplandor de fuego seguido de una densa nube de humo y un estruendo que no puedo comparar con nada por debajo del trueno. Cuando se despejó el humo, vimos a uno de aquellos extraños animales-hombres parado cerca de la cabeza de la bestia, con una trompeta en la mano; llevándosela a la boca, no tardó en dirigirse a nosotros con acentos tan broncos, ásperos y desagradables, que hubiéramos confundido acaso con un lenguaje si no hubieran sido proferidos por la nariz.

»Como no cabía duda de que se dirigía a nosotros, me sentí perplejo y sin saber qué contestar, pues no había entendido una sola sílaba. En esta coyuntura me volví al mozo de cordel, que estaba a punto de desmayarse de terror, y le pregunté qué pensaba de aquel monstruo y si tenía idea de sus intenciones, así como de la naturaleza de los seres que llenaban su lomo. Venciendo lo mejor posible el temblor que lo dominaba, me contestó que había oído hablar de aquella bestia marina; que era un cruel demonio, con entrañas de azufre y sangre de fuego, creado por genios malignos para infligir desgracias a la humanidad; que aquellas cosas que había en su lomo eran sabandijas como las que a veces infestan a gatos y perros, sólo que más grandes y más salvajes, y que tenían su razón de ser, por más mala que fuera, ya que a causa de las torturas que infligían al monstruo mediante sus mordiscos y aguijonazos lo llevaban al grado de enfurecimiento necesario para que rugiera y cometiera maldades, cumpliendo así los vengativos y perversos propósitos de los genios malignos.

»Esta explicación me indujo a salir corriendo a toda velocidad y, sin mirar una sola vez hacia atrás, me interné como una flecha en las colinas, mientras el mozo de cordel corría con no menor celeridad, pero en dirección opuesta, al punto que logró finalmente escapar con mis fardos que no dudo habrá cuidado debidamente, aunque no puedo ratificar este punto pues no me parece que haya vuelto a verlo jamás.

»En cuanto a mí, fui perseguido por un enjambre de los hombres-sabandijas (que habían desembarcado en botes), hasta que no tardé en ser alcanzado, atado de pies y manos y conducido a bordo de la bestia, la cual echó a nadar de inmediato mar afuera.

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