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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Relato

Cuentos completos (74 page)

La distancia de la tierra a la luna es, en cifras redondas, de 240.000 millas. Si queremos asegurarnos de cuánto podrá un telescopio acercar aparentemente el satélite o cualquier otro objeto, bastará dividir la distancia por el poder magnificador o, más exactamente, el poder de penetración en el espacio de las lentes. Mr. Locke imagina que el poder de sus lentes es de 42.000. Si dividimos por esta cifra las 240.000 millas de la distancia a la luna, tenemos cinco millas y cinco séptimos como distancia aparente. Pero a esta distancia sería imposible ver a ningún animal, y mucho menos los mínimos detalles señalados en el relato. Mr. Locke afirma que sir John Herschel llegó a ver flores (la
Papaver rheas
, etc)., y que distinguió el color y la forma de los ojos de los pajarillos. Pero antes, empero, él mismo hace notar que el telescopio no permitirá apreciar objetos cuyo diámetro fuera menor de dieciocho pulgadas; pero aun esto excede las posibilidades de su supuesta lente. Observaremos de paso que dicho prodigioso telescopio habría sido fundido en la cristalería de los señores Hartley y Grant, en Dumbarton; pero he aquí que dicho establecimiento había cerrado sus puertas varios años antes de la publicación de la burla.

En la página 13 (edición en folleto), y hablando de un «fleco velludo» sobre los ojos de una especie de bisonte, el autor dice: «La aguda mente del Dr. Herschel percibió inmediatamente que se trataba de un medio providencial para proteger los ojos del animal contra las enormes variaciones de luz y tinieblas que afectan periódicamente a todos los habitantes de nuestro lado de la luna». Esta observación no puede considerarse como muy «aguda». Los habitantes de nuestra cara de la luna no conocen la oscuridad, por lo cual tampoco sufren las «variaciones» mencionadas. En ausencia del sol, gozan de una luz procedente de la tierra equivalente a la de trece lunas llenas.

La topografía utilizada en el relato, si bien se declara que concuerda con la
Carta Lunar
de Blunt, difiere por completo de ésta y de las cartas restantes, e incluso se contradice a veces groseramente. La rosa de los vientos aparece también en inextricable confusión, pues el autor parece ignorar que en un mapa lunar aquélla no concuerda con los cuadrantes terrestres; vale decir, que el este se halla a la izquierda, etc.

Engañado quizá por nombres tan vagos como
Mare Nubium, Mare Tranquillitatis, Mare Fœcunditatis
, etc., dados por los astrónomos a las regiones en sombra, Mr. Locke ha entrado en detalles acerca de océanos y grandes masas de agua en la luna, siendo que si hay un punto en el que concuerdan todos los astrónomos, es que en el satélite no hay la menor presencia de agua. Al examinar el límite entre luz y sombra (en la luna creciente), allí donde cruza alguna de esas regiones en sombra, la línea divisoria se muestra quebrada e irregular, lo cual no ocurriría si aquellas zonas estuvieran llenas de agua.

La descripción de las alas del hombre-murciélago (pág. 21) es copia literal de la explicación dada por Peter Wilkins sobre las alas de sus isleños voladores. Debería haber bastado este simple detalle para provocar sospechas.

En la página 23 leemos: «¡Qué prodigiosa influencia debe de haber ejercido nuestro globo, trece veces más grande, sobre el satélite, cuando era un embrión en el seno del tiempo, el sujeto pasivo de la afinidad química!». Esto es muy bello; pero cabe observar que un astrónomo no hubiera formulado jamás semejante observación, sobre todo, a un periódico científico, ya que la tierra no es trece sino cuarenta y nueve veces más grande que la luna. Una objeción similar puede hacerse a las últimas páginas, donde, a modo de introducción a ciertos descubrimientos sobre Saturno, el corresponsal procede a dar informes sobre dicho planeta dignos de un colegial: ¡y esto al
Edinburgh Journal of Science
!

Pero, sobre todo, hay un punto que debió mostrar que se trataba de una ficción. Imaginamos la posibilidad de contemplar animales en la superficie de la luna; ¿qué es lo que llamaría primero la atención de un observador terrestre? ¿Su forma, tamaño y demás peculiaridades, o su notable
posición
? Parecerían estar caminando con las patas para arriba y la cabeza abajo, a modo de moscas en el techo. El
verdadero
observador hubiese proferido una instantánea exclamación de sorpresa (por más preparado que estuviera por sus conocimientos previos) ante la singularidad de esa posición, mientras que el observador ficticio no menciona siquiera la cosa, sino que habla de haber visto todo el cuerpo de dichas criaturas, cuando puede demostrarse que sólo le era dado ver el diámetro de sus cabezas.

Para concluir, cabe hacer notar que el tamaño, y especialmente las facultades de los hombres-murciélagos (por ejemplo, su habilidad para volar en una atmósfera tan enrarecida, si es que hay atmósfera en la luna), así como el resto de las fantasías concernientes a la vida animal y vegetal, discrepan generalmente con todos los razonamientos analógicos sobre dichos temas, y que en estos casos la analogía suele llevar a demostraciones concluyentes. Apenas es necesario agregar que todas las sugestiones atribuidas a Brewster y a Herschel a comienzos del relato, sobre «una transfusión de luz artificial a través del objeto focal de la visión», etc., etc., pertenecen a esa especie de literatura florida que cabe muy bien bajo la denominación de galimatías.

Existe un límite real y muy definido para el descubrimiento óptico entre las estrellas, un límite que se comprende con sólo enunciarlo. Si todo lo requerido fuese la fundición de grandes lentes, el ingenio humano llegaría a proporcionar todo lo que se le pidiera, y tendríamos lentes de cualquier tamaño. Pero desdichadamente, a medida que las lentes aumentan de tamaño, y, por tanto, de poder penetrador, va disminuyendo la luz del objeto contemplado, por difusión de sus rayos. Y contra este inconveniente el ingenio humano no puede inventar remedio alguno, pues un objeto es contemplado gracias a la luz que de él emana, sea directa o reflejada. Así, la única luz «artificial» que podría servir a Mr. Locke sería aquella que se proyectara, no sobre el «objeto focal de la visión», sino sobre el objeto mismo a contemplar: en este caso,
sobre la luna
. Se ha calculado fácilmente que cuando la luz procedente de una estrella se difunde hasta ser tan débil como la luz natural procedente de la totalidad de las estrellas, en una noche clara y sin luna, en ese caso la estrella deja de ser visible para todo fin práctico.

El telescopio del conde de Ross, recientemente construido en Inglaterra, tiene un
speculum
cuya superficie reflejante es de 4.071 pulgadas cuadradas; el telescopio de Herschel sólo tenía uno de 1.811. El tubo metálico del telescopio Ross mide seis pies de diámetro, en los bordes presenta un espesor de cinco pulgadas y media, y de cinco en el centro. Pesa tres toneladas y su largo focal es de 50 pies.

Hace poco leí un librito singular y bastante ingenioso, cuyo título es el siguiente:
L’Homme dans la lune, ou le Voyage chimerique fait au Monde de la Lune, nouuellement decouuert par Dominique Gonzales, Advanturier Espagnol, autrement dit le Courier Volant. Mis en notre langue par J. B. D. A. Paris, chez François Piot, pres la Fontaine de Saint Benoist. Et chez J. Goignart, au premier pilier de la grand’salle du Palais, proche les Consultations, MDCXLVII 176 páginas
.

El autor afirma haber traducido el texto inglés de un tal Mr. D’Avisson (¿Davidson?), aunque en sus declaraciones reina la más grande ambigüedad: «J’en ai eu —dice— l’original de monsieur D’Avisson, medecin des mieux versez qui soient aujourd’ huy dans la conoissance des Belles Lettres, et surtout de la Philosophie Naturelle. Je lui ai cette obligation entre les autres, de m’auoir non seulement mis en main ce Livre en anglois, mais encore le Manuscrit du Sieur Thomas D’Anan, gentilhomme Eccosois, recommandable pour sa vertu sur la version duquel j’advoue que j’ay tiré le plan de la mienne».

Después de algunas aventuras insignificantes, a la manera de Gil Blas, que ocupan las primeras treinta páginas, el autor relata que, hallándose enfermo durante un viaje por mar, la tripulación lo abandonó, junto con su doméstico negro, en la isla de Santa Helena. A fin de aumentar las probabilidades de conseguir alimento, ambos se separan y viven lo más lejos posible el uno del otro. Esto los induce a amaestrar pájaros, a fin de valerse de ellos como de palomas mensajeras. Poco a poco les enseñan a llevar paquetes, cuyo peso va aumentando gradualmente. Por fin se les ocurre unir las fuerzas de gran número de pájaros, a fin de que transporten por el aire al autor. Fabrican a tal efecto una máquina de la cual se da una detalladísima descripción, completada con un aguafuerte. Vemos en él al señor González, con gola rizada y gran peluca, sentado en algo que se parece muchísimo a un palo de escoba, del que tira una multitud de cisnes silvestres
(ganzas)
atados por la cola a la máquina.

El suceso más importante del relato del autor depende de un hecho que el lector ignorará hasta llegar al fin del volumen. Los gansos, tan familiares ya, no eran habitantes de Santa Helena, sino de la luna. Desde remotas edades, tenían la costumbre de emigrar anualmente a alguna región de la tierra. Como es natural, meses más tarde volvían a su hogar y, en una ocasión en que el autor requería sus servicios para un breve viaje, se vio inesperadamente arrebatado por los aires, llegando en muy breve tiempo al satélite.

Una vez allí, y entre otras cosas, el autor descubre que los selenitas son muy felices, que carecen de leyes, que mueren sin dolor, que miden entre diez y treinta pies de alto, que viven cinco mil años, que tienen un emperador llamado Irdonozur, y que pueden saltar a setenta pies de altura, tras lo cual, por quedar libres de la influencia de la gravedad, pueden volar con ayuda de abanicos.

No puedo dejar de dar aquí una muestra de la filosofía general del volumen.

«Debo deciros —declara el señor González— cómo era el lugar donde me hallaba. Las nubes aparecían bajo mis pies o, si preferís, se tendían entre mí y la tierra. En cuanto a las estrellas,
como en este lugar no existe la noche, tenían siempre la misma apariencia: no brillante, como de costumbre, sino pálidas y muy parecidas a la luna por las mañanas
. Pero sólo se veían unas pocas, aunque eran diez veces más grandes —hasta donde pude juzgar— de lo que parecen a los terrestres. La luna, a la cual le faltaban dos días para quedar llena, era de un inmenso tamaño.

»No debo dejar de decir que las estrellas sólo aparecían del lado del globo vuelto hacia la luna, y que, cuanto más cerca estaban, más grandes eran. Debo informaros asimismo que, aunque hiciera tiempo bueno o malo,
siempre me hallé exactamente entre la luna y la tierra
. Estaba convencido de ello por dos razones: primero, mis pájaros volaban siempre en línea recta, y segundo, toda vez que se detenían a descansar,
éramos arrastrados insensiblemente alrededor del globo terrestre
. Pues yo admito la opinión de Copérnico, quien mantiene que la tierra jamás deja de girar
del este al oeste
, no sobre los polos del Equinoccio, llamados vulgarmente polos del mundo, sino sobre los del Zodíaco, cosa de la cual me propongo hablar con más detalle cuando tenga tiempo de refrescar mi memoria con la astrología que estudié en Salamanca en mi juventud, y que desde entonces he olvidado».

A pesar de los errores señalados en itálicas, el libro no deja de merecer cierta atención, por cuanto proporciona un ingenuo ejemplo de las nociones astronómicas corrientes en su tiempo. Una de ellas suponía que el «poder de gravitación» sólo se extendía muy poco sobre la superficie terrestre, y por eso vemos a nuestro viajero «arrastrado insensiblemente alrededor del globo», etc.

Ha habido otros «viajes a la luna», pero ninguno con más méritos que el que acabo de mencionar. El de Bergerac es absolutamente insensato. En el tercer volumen de
la American Quarterly Review
puede leerse una crítica minuciosa de una cierta «expedición» de esta clase, crítica en la cual es difícil decir si el autor denuncia la estupidez del libro o su propia y absurda ignorancia de la astronomía. He olvidado el título de la obra, pero los medios para hacer el viaje son de una concepción todavía más lamentable que los gansos de nuestro amigo el señor González.

Cierto aventurero, al excavar la tierra, descubre cierto metal que sufre fuertemente la atracción de la luna; fabrica inmediatamente una caja del mismo que, una vez libre de sus ataduras terrestres, lo arrebata por los aires y lo lleva directamente hasta el satélite.
El Vuelo de Thomas O’Rourke
es un
jeu d’esprit
no del todo despreciable, y ha sido traducido al alemán. Thomas, el héroe, era en la realidad el guardabosque de un par irlandés cuyas excentricidades dieron origen al cuento. El «vuelo» se efectúa a lomo de águila, desde Hungry Hill, una altísima montaña en la extremidad de Bantry Bay.

En estas diversas publicaciones la finalidad es siempre satírica, pues el tema consiste en la descripción de las costumbres lunares y su comparación con las nuestras. En ninguna de ellas se hace el menor esfuerzo para que el viaje en sí resulte plausible. Los autores parecen en cada caso totalmente ignorantes de la astronomía. En
Hans Pfaall
, la originalidad del designio consiste en intentar cierta
verosimilitud
, mediante la aplicación de principios científicos (hasta donde la caprichosa naturaleza del tema lo permite) a un verdadero viaje entre la tierra y la luna.

Von Kempelen y su descubrimiento

Después del minucioso y detallado artículo de Arago, por no decir nada del resumen en el
Silliman’s Journal
, conjuntamente con la prolija declaración del teniente Maury, que acaba de publicarse, no se supondrá que, al presentar unas pocas observaciones a vuelapluma sobre el descubrimiento de Von Kempelen, pretendo considerar el tema desde un punto de vista
científico
. Tan sólo deseo decir unas palabras sobre Von Kempelen mismo (a quien tuve el honor de conocer hace unos años, si bien superficialmente), ya que todo lo que a él se refiere tiene en estos momentos gran interés; y, en segundo término, considerar de manera general y especulativa
los resultados
de su descubrimiento.

No sería inútil, sin embargo, preceder estas rápidas observaciones con la más enfática negación de algo que parecería una opinión generalizada (recogida, como es usual en estos casos, de los periódicos), o sea que el descubrimiento, tan asombroso como incuestionable, carece
de precedentes
.

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