Un murmullo recorrió la multitud desde atrás y llegó a ensordecerme. Por todos los lados me empujaban personas deseosas de ver a Oailos mientras gritaban desafíos al templo y su deslumbrante bóveda, un edificio donde Abisamar había intentado juzgar a Mauriz bajo cargos inventados hasta que Ithien intervino en su ayuda.
―Nos dicen, por tanto, que si rehusamos obedecerlos, si nos resistimos a ser sus esclavos, nos someterán igualmente y convertirán a nuestra ciudad, nuestro clan, nuestro hogar, en una tierra baldía y nos embarcarán a todos hacia Qalathar. Ninguno de vosotros ignora lo que sucedió en Sianor y en Beraetha. Lo mismo ocurrirá aquí si no agachamos la cabeza y ofrecemos la otra mejilla, hasta la mañana en que nos levantemos y, como el apreciado almirante, no seamos capaces de elegir nuestra ropa por nosotros mismos.
Alzó un puño en dirección al templo y sentí cómo la gente lo imitaba, decenas de personas a mi alrededor levantando las manos. Por fin también yo levanté la mía, fijando la mirada en el frente vacío del templo con un odio sólo ahondado por recuerdos todavía frescos en mi mente. Era como ser arrastrado por la cresta de una ola.
Alguien empezó a repetir «¡asesinos!», y pronto la masa se unió al clamor. Los hombres que me rodeaban empezaron a gritar y los imité. El ruido era apabullante y el olor de tanta gente congregada en tan poco espacio era francamente desagradable, pero descargué mi furia contra el templo igual que todos los demás.
No hubo respuesta. Nadie se asomó detrás de las altas murallas que protegían la fachada (no había allí nadie la última vez que pasé) y no salió del templo ninguna señal de vida, ni estruendos de armas ni destacamentos de sacri.
―¡No nos prestan la menor atención! ―aulló Oailos, en un principio apenas audible―. ¡No nos prestan la menor atención porque para ellos sólo somos materia prima, herejes despreciables, sujetos cuya única función es proveer de sangre a sus importantes designios! ¿Qué destruirán a continuación? ¿Ilthys? ¿Cuántos de nosotros pagaremos con nuestras vidas?
La multitud se desplazó y quedé un poco alejado de Oailos y Vespasia, al lado de un grupo de aprendices e hijos de mercaderes, a juzgar por su aspecto, jóvenes de las capas más adineradas de la sociedad de Ilthys.
―Ahora nos piden que entreguemos al gobernador, al auténtico gobernador, no a la marioneta de Abisamar. ¿Qué delito ha cometido? No se molestan en decírnoslo porque no tiene ninguna importancia. No necesitan excusas, no necesitan juicios. ¡Los conduce la divina palabra de Ranthas! ¿Qué es la palabra de Ranthas? Sólo existe una palabra y ellos son sus fieles servidores. ¡La palabra es MATAR!
Volvimos a gritar, desplegando todos a la vez nuestra furia como una inmensa bestia irracional, como si pudiésemos destruir al Dominio y echar abajo las murallas con el mero poder de nuestras voces.
―¿Permitiremos que capturen a nuestro gobernador? Se han apoderado ya de nuestro presidente, nuestros cónsules, de los delegados gremiales que osaron enfrentarse a ellos. ¡Se llevan a cualquiera que en su opinión pueda traerles problemas, pero nos dejan a todos nosotros! Y en eso cometen un error. ¿Consentiremos que arresten a Ithien?
―¡NO! ―gritamos. Mi garganta estaba algo irritada, pero aun así grité con fuerza mientras la gente respondía al liderazgo de Oailos.
Se produjo entonces un ensordecedor estallido y me estremecí.
Siguió una súbita oleada de calor mágico, y los cerca de quince árboles de la plaza empezaron a arder. Una llama brillante y abrasadora consumió las hojas en cuestión de segundos y quemó a la gente que había debajo. Durante un instante los gritos de protesta continuaron, pero en seguida se convirtieron en terribles alaridos. Sentí una repentina ola de presión proveniente de la izquierda, y los aprendices fueron empujados contra mí, impulsándome a su vez contra el hombre que estaba a mi derecha. Apenas conseguí mantener el equilibrio.
Los rostros de los aprendices expresaban un profundo recelo cuando trastabillaron como consecuencia de la irrefrenable presión de la multitud intentando huir. De forma abrupta la gente nos empujó desde un lado y estuve a punto de caer otra vez, pero conseguí mantenerme de pie y empecé a correr, seguido por la masa de personas casi cegadas por las llamas y el humo de los árboles.
Choqué contra alguien más y empujé con todas mis fuerzas mientras oía el estruendo de cientos, si no miles de pies corriendo a mis espaldas. Estaba demasiado falto de aliento para gritar, pero pude escuchar espantosos gritos provenientes del centro de la plaza.
Miré a mi alrededor con frenesí en busca de Vespasia, pero no conseguí reconocer a nadie entre los que me rodeaban y no tuve tiempo de detenerme. Seguí adelante, a toda velocidad en dirección hacia la calle lateral de la que habíamos venido, corriendo ciegamente.
Apenas doblar la esquina tropecé con uno de los adoquines sueltos de la calle y caí, dolorido, junto a una puerta. Alguien me pateó en un costado y pasó sobre mí mientras trataba desesperadamente de salir de su camino. Detrás de mí había más personas, una interminable masa humana.
Sentí que una mano me cogía mientras yo intentaba acurrucarme contra la pared. Alguien me empujó para subir los escalones del umbral y me llevó a rastras hacia una puerta abierta, donde me desplomé contra una pared y me magullé una rodilla. Era otro piso de apartamentos como aquel donde vivía la anciana; la pintura estaba descascarillada en el interior, que estaba en penumbras.
Levanté la mirada para ver quién me había rescatado, pero ya había vuelto a salir y estaba arrastrando a alguien más hacia la seguridad del umbral.
―Eres afortunado de haber caído cerca de mí ―dijo mi salvador―. Quédate aquí hasta que todo haya acabado.
Lo reconocí, aunque me llevó un momento recordar a los trabajadores portuarios que nos habían dado la noticia sobre la nueva campaña del Dominio. Era uno de ellos pero no entendí por qué me había rescatado.
Durante la estampida, alejó de la multitud a un par de personas más y me percaté de que, por algún motivo, ayudaba a todo el que se le ponía delante. Cuando el estrépito cesó éramos unas siete personas en el salón y algunas parecían conocerlo.
Aturdido, me senté en el suelo mientras fuera los alaridos llenaban el aire y esperé a que el caos llegase a su fin y la calle volviese a la calma.
―Será mejor que te marches ―me dijo entonces―. ¿Vives cerca?
―Sí ―respondí recordando haber doblado la esquina a la derecha; estaba en el límite del barrio de los artesanos―. Me acompañaba una amiga...
―No intentes encontrarla ―me recomendó―. Regresa de inmediato al sitio donde os alojáis. Si no, podríais vagar durante horas por las calles buscándoos mutuamente.
―¿Por qué me has ayudado?
―Porque si no habrías muerto ―replicó―. Podrías haber sido mi hermano, mi primo, cualquiera. Buena suerte.
Se lo agradecí, caminé con cautela hacia la puerta y asomé la cabeza a la calle. Sólo un par de personas yacían allí, pero ninguna estaba sola. La mayor parte de la gente que había huido en esta dirección vivía en el vecindario y los heridos podían ser amigos o vecinos.
Empecé a avanzar y. llegué a una avenida ancha que me resultaba familiar. Había allí grupos de gente moviéndose, al parecer desorientada, y más cadáveres sobre el pavimento. Era horrible: personas aplastadas y mutiladas por la estampida, que apenas unos minutos antes habían sido ciudadanos de Ilthys exigiendo justicia. Algunos, desgraciadamente, eran jóvenes. No vi, de todos modos, a nadie que le faltase asistencia por parte de sus vecinos.
Pasé ante alguien que se llevaba al pecho el brazo ennegrecido y suplicaba que le diesen agua hasta que vio una fuente y corrió a zambullirse. Desde varios puntos seguían oyéndose gritos.
¿Por qué? ¿Por qué habían hecho eso? ¿Pensaban que sólo dispersar la protesta no bastaba? ¿Era necesario asesinar y mutilar a la gente? Eso era obra de Abisamar, estaba seguro. Con todos sus defectos, el almirante Vanari no hubiese sido capaz de ordenar algo así. Era la malignidad propia de un inquisidor, el castigo de Ranthas sobre Ilthys.
Una mujer gritó a mis espaldas, muy cerca, y me volví para ver un destacamento de siluetas con túnicas rojas que bajaba por la avenida, deteniéndose cada tanto para apresar a un hombre o a una mujer. Los capturados eran congregados junto a una columna bajo el control de otros dos sacri, listos para desenvainar las espadas. No cogían a todos, sino a quien les parecía.
Capturaron a la mujer que había gritado y siguieron bajando la cuesta. Empecé a moverme tan disimuladamente como pude y oí detrás de mí un alarido de la mujer, interrumpido por un golpe.
―Atadla ―dijo el que dirigía la maniobra―. Se ha resistido al arresto, debe de ser una hereje.
Aprovechando la distracción, me deslicé hacia un pasaje lateral y, mientras los veía pasar, me pregunté si alguien volvería a ver a esas personas con vida.
Las novedades corrieron por toda la ciudad. Oímos los gritos en la calle y al salir encontramos a muchas personas fuera, rodeadas de otras tres o cuatro que corrían a su alrededor dando voces. Quizá sólo fuese la conmoción por las noticias lo que reunía a la gente de ese modo, pero había algo opresivo y sofocante en el aire.
La casera bajó a toda prisa la escalera para hablar con su vecina y cuando le preguntamos qué sucedía nos dijo que Ithien había sido capturado.
Una de sus amigas parecía incapaz de creérselo y aseguró que era una gran mentira orquestada por el Dominio, pero entonces apareció un sujeto por la calle y afirmó haber hablado con alguien que había presenciado la captura con sus propios ojos. El gobernador había sido conducido al interior del templo.
Sentí un repentino mareo, pero en esta ocasión fue Palatina quien necesitó ayuda. Cerró los ojos y por un momento pensé que se desmayaría. No llegó a desvanecerse, pero se puso muy pálida.
Sagantha se marchó para recoger información con su eficacia habitual, y la casera y sus amigas se retiraron a conversar formando un pequeño grupo.
Abrumada, Palatina se sentó en el borde de una fuente de piedra junto al portal de la casa, aplastando con la mano unos brotes de la enredadera que crecía en el muro.
―¿Cómo pudo ser? ―murmuró cerrando los ojos por un instante―, ¿Qué le sucedió?
No dije nada, ya que ésa era una pregunta que ella podía responder tan bien como yo. De algún modo, estaba expresando su lealtad a Ilthys. Pero ¿por qué? ¿Por qué no había sido capaz de ver que lo necesitábamos? Había personas que podían ser más útiles como mártires que en vida, pero Ithien no era una de ellas.
Lo recordaba tan vital, tan apasionado durante nuestro reencuentro en la bahía. Casi el Ithien que había conocido en un principio. Y estaba de vuelta en casa, en su amada Ilthys. Desde entonces apenas habían transcurrido cinco días.
Y ahora estaba en manos del Dominio.
―Es un acto tan estúpido ―continuó Palatina―. Lo torturarán, le harán confesar el nombre de sus amigos. La faraona, el virrey, los únicos dos miembros de su propia familia que Eshar todavía no ha asesinado. Ithien no ha sido nada inteligente.
Ithien ignoraba aún que Ravenna era la faraona, pero eso apenas mejoraba las cosas.
Palatina se llevó los puños al rostro en un repentino ataque de furia convertido en desesperación. Entonces se puso a llorar, algo que yo nunca había pensado que vería y que me resultó penoso. Me acerqué para consolarla pero ella me alejó sin pronunciar palabra.
―¡Cabrones! ―susurró luego con los ojos clavados en el cielo tropical, moteado ese día de esponjosas nubes blancas―. ¿No era suficiente con matar a Mauriz, Telesta, Aelin, Rhaisamel, Diego, Giova y todos los demás? ¿Por qué también teníais que apoderaros de él?
«El mejor camino a tomar es siempre el que requiere el menor derramamiento de sangre.» Las palabras de Khalia resonaron de pronto en mi mente. ¿Quería decir con eso que el Dominio podía reaccionar de un modo más sencillo? ¿O eso sólo era aplicable a la gente con pocos escrúpulos?
Quizá no fuese más que el idealismo de Khalia o alguna oración poco conocida del juramento isénico que pronunciaban los médicos de la Gran Biblioteca? Si existía un camino que implicaba derramar menos sangre, no parecía resultarle atractivo al depravado primado y sus fanáticos sedientos de sangre.
Torturarían y matarían a Ithien, que me había salvado la vida de manos del Dominio en dos ocasiones. ¿Qué sentido tenía que muriesen más de los nuestros? Era hora de que el Dominio pagase su deuda conmigo, concediéndome esas vidas que ellos merecían tan poco.
Podía destruir el templo, echarlo abajo sobre sus cabezas, pero eso mataría a demasiada gente inocente en su interior. En Kavatang había descubierto lo difícil que resultaba resistirse a mí cuando empleaba la magia de forma adecuada. Si ninguno de los magos del consejo (los magos mentales de Tehama o los otros que los acompañaban) había sido capaz de detenerme, mucho menos podría hacerlo alguien en aquel pequeño templo provincial. Sobre todo si tenía la oportunidad de vencer a Abisamar.
―No te preocupes, Palatina ―dije y noté en ese mismo instante que mi voz sonaba diferente.
Alguien gritó por las calles de abajo y oí un coro de sonoras protestas, gente dando vivas a Ithien.
Palatina levantó la mirada hacia mí y su dolor se confundió con preocupación.
―Es demasiado peligroso ―afirmó vehementemente.
―Ya no.
La gente que nos rodeaba volvía a gritar de ira. La calle se había llenado y todo me recordaba con tristeza la protesta de la mañana anterior. ¿Quién podía decir lo que intentaría el Dominio en esta ocasión?
Por lo menos no quedaba nadie que pudiese intentar nada. Su mago no tenía ni la más remota posibilidad de enfrentarse a mí. Y una vez que hubiese acabado con el mago...
En el umbral había alguien de pie blandiendo un bastón de combate y poco después se le unió otro sujeto llevando en alto una aguda herramienta metálica que parecía un instrumento de tortura.
―Otra revuelta ―dijo Sagantha, que apareció de pronto―. Tenemos problemas.
―Y tendremos más problemas dentro de un momento ―añadí antes de perderme entre la multitud. La gente empezaba a avanzar en dirección al centro de la ciudad y cada vez se veían más armas a medida que iban cogiendo lo que encontraban en casa. Algunas personas llevaban incluso anticuados arpones de pesca, modelos mucho más antiguos y pesados que los usados en el
Estela Blanca.