Crítica de la Religión y del Estado (25 page)

Vosotros les predicáis, señores, una pretendida liberación y una pretendida redención espiritual de sus almas, hecha, decís, por los méritos infinitos de la muerte y pasión de vuestro buen divino Jesús crucificado. Pero ellos tienen necesidad de una liberación mucho más real y mucho más verdadera que ésta; es entretenerlos y engañarlos, predicarles únicamente, como hacéis, tal pretendida liberación o redención que sólo es imaginaria y de la que vuestros pretendidos santos profetas nunca han pretendido hablar, cuando anunciaban a sus pueblos que Dios los libraría de sus cautividades y les enviaría un redentor tan poderoso. La verdadera liberación o redención que los pueblos necesitan y que incluso los susodichos santos profetas daban a entender es la que los librará o debiera librarlos de toda esclavitud, de todas las idolatrías, de todas las supersticiones y de todas las tiranías, para hacerles vivir felizmente en la tierra, con justicia y paz en la abundancia de todos los bienes. Señores, los pueblos tienen necesidad de tal liberación y de tal redención t y no de una redención imaginaria como la que les predicáis. El verdadero pecado original para los pobres pueblos es nacer, como nacen, en la pobreza, en la miseria, en la dependencia y bajo la tiranía de los grandes; habría que liberarlos de este pecado detestable y maldito.

Os divertís, señores, interpretando y explicando figurativamente, alegóricamente y místicamente unas vanas escrituras que llamáis santas y divinas; les dais el sentido que queréis a través de estos bellos sentidos pretendidamente espirituales y alegóricos que les forjáis y que fingís darles, con el fin de encontrar y hacer encontrar en ellos supuestas verdades que no existen y que no existieron jamás. Pero en el fondo, ¿qué son todas estas bellas figuras y todas estas bellas interpretaciones espirituales, alegóricas y místicas que hacéis así de vuestras Escrituras? [...]

Nadie de vosotros repara atención en los errores y en las supersticiones groseras que esta religión os enseña, pese a que todos los males que devastan la tierra proceden de estos errores y de estas idolatrías, al igual que de todas las tiranías de los príncipes y de los reyes, [...].

Tengo el gusto de decir todo esto antes de morir y no podía menos que decirlo, puesto que la cosa es así y no veo a nadie que lo diga. Si me lo reprocháis, lo digo francamente, me preocupa poco, en tanto que hablo para la justicia y la misma verdad. En realidad, señores, me gustaría tener el honor de recibir vuestra aprobación al respecto; de buena gana sería amigo vuestro y amigo de todas las personas honestas, pero de más buena gana aún amigo de la justicia y de la verdad, como aquél que decía:
amicus Plato, amicus Aristóteles, magis autem amica vertías.
Y si os parezco loable, no pienso glorificarme por ello ni espero que en cuanto a esto me hagáis ningún cumplido ni ningún reproche, ni siquiera que me deis ninguna respuesta, pues muy pronto abandonaré el país y además debo partir, es decir, terminar mis días antes de que os sea entregada la presente. De manera que si tenéis que dar alguna respuesta dirigídsela al público. Tal vez haya alguien entre el público que, si es necesario, tome la defensa de mi causa, o más bien la defensa de la propia causa del público, pues en este asunto o en esta ocasión no se trata de mí ni de mi interés particular, sólo se trata del mantenimiento de la verdad y del restablecimiento del bien y de la libertad pública, causa por la que cada cual debiera sacrificarse. Que el público defienda pues su causa, si bien le parece y como bien le parezca. Por cuanto a mí, me basta con haber dicho lo que pensaba; no participaré en nada más, mi tiempo va a concluir. De modo que ahora, señores, lo único que me queda es deciros un último adiós, tras el cual, si todavía juzgáis oportuno decirme un devoto
requiescat in pace,
deseo que se remita enteramente a vosotros, pues entonces ya no sabré lo que es descanso ni paz, ni lo que está bien o mal; hay que vivir para saberlo; los muertos ya no saben nada; es erróneo imaginarse lo contrario, y por ello es completamente inútil rogar por los muertos; es completamente inútil inquietarse por ellos; es inútil rogar por ellos e inútil de mi parte, señores, que quiera ahora eximirme con respecto a vosotros de algún derecho cívico, e incluso del de decirme...

Señores,

Vuestro muy humilde y sumiso servidor.

APÉNDICE
NOTA DEL CURA AUBRY SOBRE JEAN MESLIER
[10]

Jean Meslier, incrédulo célebre, nació en el pueblo de Mazemy, diócesis de Reims, en 1678. Gérard Meslier, su padre, obrero lanero en el dicho Mazemy, y Sym-phorienne Braidy, su madre, con la esperanza de alcanzar una vida
más
holgada, lo destinaron al estado eclesiástico. El joven Meslier se distinguió en sus clases por su amor al estudio. Sumiso a las voluntades de su padre, ingresó en el seminario de Reims, pero sin gusto por el estado eclesiástico. Si entonces supo superar todas sus repugnancias por su nuevo estado, su carácter siempre sombrío y de los más flemáticos no cambió nada. En los recreos, lo más frecuente es que estuviera solo y apartado; a la vez, todos los de su curso lo miraban como un genio singular. Fue admitido en las órdenes sagradas y bastante joven se le concedió la rectoría de Estrépigny, de la que Balaive es anexa. Meslier no estableció más lazos de amistad con los curas de su zona de los que había tenido con sus condiscípulos. Aunque eclesiástico por coacción, siempre mantuvo en su parroquia una cierta apariencia de regularidad, mucha caridad con los pobres y cumplía todos los deberes de su ministerio con asiduidad. Un rasgo que muestra bien su genio es el siguiente: habiendo muerto el señor de Estrépigny poco tiempo después de haber maltratado a algunos habitantes de esta parroquia, se pidió a Meslier que recomendase en las oraciones a este señor.

Ante el rechazo obstinado del cura, lo denunciaron a M. de Mailly, entonces arzobispo de Reims, que lo condenó a recomendar a este señor en las oraciones de sus parroquianos el domingo siguiente. Meslier, sinceramente afligido pero forzado, ejecutó las órdenes del prelado, subió al pulpito y dijo: «Órdenes superiores me obligan hoy a subir al pulpito; si hay circunstancias en que el yugo de la subordinación se hace sentir poderosamente, es ésta, hermanos míos, en que las amonestaciones más respetuosas, las razones más sólidas no han podido ser escuchadas. El grito de la autoridad prevalece sobre el de la justicia; la obediencia que algunas veces es un tributo libre hoy se convierte en un acto de necesidad, para conformarme a las órdenes de M. de Mailly, nuestro prelado:

«Recordaréis que M. N. era un hombre de fortuna que debió sus títulos al azar, sus bienes a la industria; que consideró un vicio un nacimiento ilustre, que siempre prefirió a los grandes sentimientos que hacen a los verdaderos nobles, las riquezas que hacen a los hombres avaros y ambiciosos; rogad por él; que Dios lo perdone y le conceda la gracia de expiar en el otro mundo los malos tratos que ha hecho padecer a los pobres aquí abajo, y la conducta interesada que ha tenido para con los huérfanos.»

Un pariente cercano del señor, presente en esta injuriosa recomendación, llevó nuevas quejas al mismo arzobispo, que mandó a M. Meslier a Reims y le hizo soportar todos los reproches que merecía su imprudencia.

Desde entonces, Meslier no tuvo en su vida otros acontecimientos señalados y sin duda se dedicó a su obra abominable contra la religión, de la que hizo tres copias conocidas: la primera fue remitida a Monsieur el ministro de Gracia y Justicia de Francia; la segunda fue enviada al escribano de la Justicia de Sainte-Menehould, de la que depende la parroquia de Estrépigny, y la tercera se cree que está en Reims, en el arzobispado.

La obra de Jean Meslier es de un estilo flojo y difuso, es también una declamación de las más exageradas y de las más groseras contra todas las religiones en general, y más particularmente aún contra la religión que había recibido de sus padres. Su obra es también un tejido de impiedades y de blasfemias contra los misterios más respetables de la religión cristiana. Pronuncia sus aserciones con tanta confianza como si fueran demostraciones; habla con la mayor indecencia de los atributos de Dios, de la trinidad de las personas divinas, de la encarnación del Verbo, del beneficio de la redención, de los milagros del Evangelio y de la moral contenida allí, y según él no hay otra verdad que la religión natural consistente en la moral, y admitía la materialidad por primera causa. También ha tocado muy mal la materia del gobierno. Meslier, tras haber esparcido toda su bilis contra la religión de sus padres, habiéndose cegado, sólo pensó en terminar su carrera cuya duración empezaba a enojarlo. Asqueado de la vida, desalentado por la coacción y las violencias que se habían producido por vivir exteriormente según el espíritu de su estado, desgarrado por los gritos de su conciencia y por temor a que sus espíritus impíos no fueran conocidos antes de su fallecimiento y le atrajeran penas tan merecidas, se metió en cama, bien decidido a no salir de allí más que para no volver, languideció durante algunos días, rechazó constantemente lo que podía prolongar su duración y murió en 1733... Al morir dejó todo lo que poseía a sus feligreses y pidió en su testamento que se le enterrara en su jardín, lo que no se llevó a cabo. En cuanto se le hubieron rendido los últimos deberes, se abrió, como había ordenado, el testamento que había compuesto, decía él, para la instrucción de sus feligreses. Pero ¿qué lección? Meslier declara que en la Iglesia sólo ha recibido, sin serle obligado, en una religión que sólo contiene abusos y sólo hace hipócritas, misterios calcados de los del paganismo, etc. En la lectura de estos detalles se grita a la impiedad, a la irreligión; se proponen y se discuten diferentes cuestiones para determinar la postura a tomar en una circunstancia tan delicada. Finalmente se juzga lo más prudente dejar al pueblo de Estrépigny en la buena fe y a su impenitente cura tranquilo en el polvo de la tumba. Los curas vecinos de Estrépigny miraban a Meslier como un hombre singular de sentimientos muy exagerados, incluso se había sospechado que tuviera un hábito secreto, pero nunca se habría adivinado que bajo el celo y la decencia eclesiástica ocultara un veneno tan corrosivo contra la santa religión, que lo nutría y en cuya defensa se había erigido mil veces desde el pulpito, mientras que interiormente aborrecía sus misterios más respetables. Únicamente se ha concluido que, cuando predicaba sobre ciertos temas, el paraíso, por ejemplo, o el infierno, se expresaba intencionadamente siempre mediante: los cristianos dicen, los cristianos quieren, los cristianos creen, y que al hablar así tenía un aspecto afectado sin duda, cubriendo con la mano derecha parte de su rostro para que no se viera tanto una sonrisa cuya maldad se ignoraba entonces por completo.

Después de la muerte de Meslier se ha hecho una obra impía bajo el título de Testamento de Meslier: es una de las declamaciones más groseras contra todos los dogmas de la religión cristiana; obra mucho más extensa que la del cura de Estrépigny. Se sospecha que habiendo tenido algunas vinculaciones con los calvinistas de Sedán, éstos han podido tener un manuscrito de su obra que ha servido de borrador a la obra aumentada y reelaborada en Holanda por algún reformado tan buen protestante como católico era Meslier.

VOLTAIRE SOBRE MESLIER
[11]

El cura Meslier es el fenómeno más singular que se haya visto entre todos estos meteoros funestos para la religión cristiana. Era cura del pueblo de Estrépigny, en Champagne, cerca de Rocroy, y además prestaba servicio en una pequeña parroquia anexa llamada But. Su padre era un obrero de la sarga, del pueblo de Mazerny, dependiente del ducado de Rethel. Este hombre, de costumbres irreprochables y asiduo a todos sus deberes, daba todos los años a los pobres de sus parroquias cuanto le quedaba de su renta. Murió en 1733, a la edad de cincuenta y cinco años. Se tuvo una gran sorpresa al hallar en su casa tres gruesos manuscritos de trescientas sesenta y seis hojas cada uno, los tres escritos y firmados por él, titulados
Mi Testamento.
Sobre un papel gris que envolvía uno de los tres ejemplares dirigido a sus feligreses, había escrito estas palabras insignes:

«He visto y reconocido los errores, los abusos, las vanidades, las locuras, las maldades de los hombres. Las odio y las detesto; no me he atrevido a decirlo durante mi vida, pero al menos lo diré al morir, y quiero que se sepa que escribo esta presente memoria a fin de que pueda servir de testimonio a la verdad para todos aquellos que la vean y la lean si bien les parece.»

El cuerpo de la obra es una refutación ingenua y grosera de todos nuestros dogmas sin exceptuar uno solo. El estilo es muy repulsivo, tal como debía esperarse de un cura de pueblo. Para componer este extraño escrito contra la Biblia y contra la Iglesia, no había tenido otra ayuda que la misma Biblia y algunos Padres. De los tres ejemplares, el gran vicario de Reims retuvo uno, otro fue enviado al ministro de Gracia y Justicia, Chauvelin, y el tercero permaneció en el tribunal de Justicia del lugar. El conde de Cailus tuvo en sus manos una de estas tres copias durante un tiempo, y muy poco después hubo más de cien en París que se vendían a diez luises el ejemplar. Varios curiosos conservan aún este triste y peligroso monumento. Un sacerdote que, al morir, se acusa de haber profesado y enseñado la Religión Cristiana, causó una impresión más fuerte sobre los espíritus que los pensamientos de Pascal.

En mi opinión, se debía más bien reflexionar sobre la rareza de este melancólico sacerdote que quería librar a sus feligreses del yugo de una religión predicada veinte años por él mismo. ¿Por qué dirigir este testamento a unos hombres agrestes que no sabían leer? Y, de haberlo podido leer, ¿por qué quitarles un yugo saludable, un temor necesario que por sí solo puede prevenir los crímenes secretos? La creencia de las penas y de las recompensas tras la muerte es un freno que el pueblo necesita. La Religión bien depurada sería el primer lazo de la Sociedad.

Este cura quería aniquilar toda Religión e incluso la natural. Si su libro hubiera estado bien hecho, el carácter de que el autor se había revestido habría impuesto demasiado a los lectores. Se han hecho varios pequeños resúmenes, algunos de los cuales han sido impresos; por fortuna, están purgados del veneno del Ateísmo.

Más sorprendente aún es que, al mismo tiempo, hubo un cura de Bonne-Nouvelle, cerca de París, que, en vida, se atrevió a escribir contra la religión que estaba encargado de enseñar: fue exilado sin escándalo por el Gobierno, Su manuscrito es extremadamente peculiar.

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