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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (5 page)

—Por Dios —dijo Sigmund cogiendo otra carta.

—Ésa es de un calibre completamente distinto —dijo Yngvar mientras los ojos de su colega recorrían el papel—. Un dentista que se expresa muy bien y que está acercándose a la edad de la jubilación. No era más que un chiquillo durante la guerra, vivía en la parte este de Oslo y, en el cuarenta y cinco, demacrado, falto de sangre y huérfano, lo enviaron al campo para que engordara. Allí conoció a…

—Fiona Helle jugaba con fuego —lo interrumpió Sigmund hojeando el resto de las cartas—. Esto es…

—Son destinos —dijo Yngvar con ligereza y abrió los brazos de par en par—. Cada una de las cartas que recibía esa señora, y la verdad es que no eran pocas, eran relatos de vidas transcurridas en la pena y la añoranza. En la desesperación. Por otro lado, también ha ganado dinero. Al final surgió el debate de siempre. Por un lado los intelectuales esnobs, con mal disimulado desdén, se distanciaban de este tipo de abuso cometido en perjuicio de la plebe ignorante. Por el otro, estaba el «Pueblo»… —en ese momento dibujó una P mayúscula en el aire— que opinaba que lo que tenía que hacer el esnob era callarse la boca y apagar el televisor si no le gustaba lo que veía.

—En eso quizá tengan razón —murmuró Sigmund.

—Supongo que los dos frentes llevaban algo de razón, pero como siempre el debate no llevó a ningún sitio. Nada más que gritos y chillidos y, para el programa, un índice de audiencia aún mayor, claro. Y en defensa de Fiona Helle hay que decir que la criba de los muy pocos que de hecho llegaban a las pantallas era muy estricta. Tenían al menos tres psicólogos en la redacción y cada uno de los participantes tenía que pasar una especie de
screening
. Un asunto bastante cuidado, por lo que puedo entender.

—¿Y los que no eran seleccionados?

—Justo. Hay gente ahí fuera que ponía toda su vida en una carta a Fiona Helle. Muchas de esas cartas contienen historias que nunca antes habían contado a nadie. Debía de ser bastante doloroso ser rechazado, y eso es lo que le pasaba a la mayoría. Sobre todo dado que la redacción no tenía capacidad para responder a todo el mundo. Algunos de los críticos alegaron también que… —Yngvar se sacó del bolsillo del pecho una funda de puro de aluminio mate; la abrió cuidadosamente, sacó un puro y se lo llevó bajo la nariz—, que Fiona Helle se convertía en un dios —dijo—. Un dios que respondía con silencio a los rezos de los desesperados.

—Bastante dramático.

—Más bien melodramático. Sí, señor.

Yngvar volvió a meter el puro cuidadosamente en la funda.

—Pero un poquitito verdad, como suele decir Kristiane cuando la pillamos mintiendo.

Sigmund soltó una carcajada.

—Mis chicos lo niegan todo en redondo sin excepción. Aunque los pille con las manos en la masa y se acumulen las pruebas. Duros como una piedra. Al menos Snorre. —Se pasó tímidamente la mano por la coronilla—. El más joven —explicó—. El que se parece a mí.

—Así que tenemos —dijo Yngvar, suspirando— un número desconocido de personas que tienen sus razones para estar, al menos…, decepcionadas con Fiona Helle.

—Decepcionadas —repitió Sigmund—. Me parece que nos estamos quedando un poco cortos…

De nuevo le echaron un ojo a la fotografía de la difunta.

—Sí. Por eso he iniciado una diminuta investigación por mi cuenta. Me gustaría saber lo que les ha pasado a los que sí recibieron ayuda de Fiona. Todos aquellos que tuvieron sus quince minutos de gloria y conocieron a su madre biológica de Corea del Sur, a su padre desaparecido en Argentina, a la hija que dieron en adopción en Drøbak y Dios sabrá qué más… A todos aquellos que vieron cambiar su vida en horario de máxima audiencia.

—¿No hay ya algo así?

—No. Lo cierto es que no.

—Pero ¿el canal NRK no ha seguido el caso de todos los que…?

—No.

Sigmund se recostó en la silla. Se quedó mirando la funda de puros que había vuelto a su sitio en el bolsillo de Yngvar.

—¿No lo habías dejado? —dijo Sigmund con cansancio.

—¿Cómo? Ah. Te refieres a esto. Sólo lo huelo. Por una vieja costumbre. Ya nunca fumo. Se me hace muy pesado salir cada vez a la terraza. Sobre todo con los puros. Lleva su tiempo llegar al final de uno de éstos.

—Pero oye… —dijo Sigmund.

—Sí.

—¿Crees que todo el trabajo que le hemos echado a las pruebas técnicas ha sido en balde?

Yngvar se rio entre clientes y se llevó el puño a la boca antes de ponerse a toser.

—Restos —explicó—. Restos del maldito tabaco. Hizo una mueca, tragó y prosiguió—: Por supuesto que no. Las investigaciones técnicas nunca son en balde. Pero ya que en ese ámbito parece todo estancado, por lo menos por ahora, creo que deberíamos empezar por el otro lado. En vez de trabajar sólo desde el lugar de los hechos hacia fuera, deberíamos empezar ahí fuera. E ir avanzando hacia dentro. Si tenemos suerte, podemos encontrar a alguien que tenga motivos. Un móvil lo suficientemente consistente y significativo, quiero decir.

—¿Te vas? ¿Tan pronto?

Yngvar se había levantado y ya estaba junto a la gabardina que colgaba, lacia y sin lavar, de un perchero junto a la ventana.

—Sí —dijo con seriedad al ponerse el abrigo—. Soy un padre moderno. A partir de ahora, pienso irme del trabajo todos los días a las tres, para estar con mi hijita. Todos los días.

—¿Qué?

—Bromeaba, tonto.

Yngvar golpeó al colega en el hombro y, al desaparecer por el pasillo, gritó:

—¡Que paséis todos un buen fin de semana!

—Qué coño estoy haciendo aquí —murmuró Sigmund mirando la puerta que se había cerrado de golpe tras Yngvar—. Éste ni siquiera es mi despacho.

Luego echó un ojo al reloj. Ya eran las cinco y media. No tenía ni idea de cómo se había pasado el día.

La mujer rubia, vestida con un traje chaqueta de Armani y zapatillas deportivas, estaba satisfecha cuando salió del taxi. Todavía quedaba más de media hora para la medianoche y estaba prácticamente sobria. En la entrevista que iba a salir en la edición del día siguiente del diario
VG
decía que Vibeke Heinerback entendió que ya era una adulta cuando empezó a retirarse pronto de las fiestas en consideración a la productividad del día siguiente. Le gustaba la expresión: «productividad del día siguiente». La había acuñado ella misma. Decía algo de ella, tanto política como personalmente.

Las zapatillas eran todo menos adecuadas para el traje chaqueta. Pero con un dedo del pie roto, las posibilidades eran muy escasas y, por suerte, los productores de la televisión no habían cortado la parte del
talk-show
en la que comentaba su propia falta de elegancia coqueteando con el hecho de que aún no tenía más de veintiséis años. Y que se había roto el dedo jugando con un sobrino. No era del todo cierto, claro, pero estaba permitido retocar los detalles pequeños. El público del estudio, en todo caso, se rio cálidamente, y Vibeke Heinerback sonrió al intentar meter la llave en la puerta de entrada.

Había sido una buena semana.

Políticamente. Personalmente. En todos los sentidos.

A pesar del dedo dolorido.

La oscuridad era irritante. Miró hacia arriba. La luz de fuera no funcionaba, apenas veía la bombilla rota. Un poco asustada se miró por encima del hombro. También la luz junto a la verja estaba muerta. Intentó mantener el peso sobre el pie bueno mientras se llevaba el manojo de llaves a los ojos para comprobar que no había elegido la llave equivocada.

Nunca llegó a saberlo.

Vibeke Heinerback fue encontrada a la mañana siguiente por su novio, que había vuelto a casa dando tumbos de la despedida de soltero de su hermano, en autobús y taxi.

Estaba sentada en la cama. Desnuda. Tenía las manos clavadas a la pared tras el cabecero de la cama. Tenía las piernas abiertas de par en par y daba la impresión de que alguien había intentado meterle un libro por la vagina.

Al principio el novio de Vibeke Heinerback no se fijó en este detalle. Le liberó las manos, vomitó concienzudamente por todas partes y después arrastró el cadáver hasta el suelo, como si hubiera sido la cama la que la había atacado tan brutalmente. Pasó más de media hora hasta que se recuperó lo suficiente como para llamar a la policía.

A esas alturas, finalmente había descubierto el libro verde que estaba atrapado entre los muslos de Vibeke Heinerback.

Ulteriores investigaciones mostrarían que se trataba de un ejemplar del Corán encuadernado en cuero.

C
apítulo 4

La mujer del asiento 16 A parecía simpática. Tenía sed de café y leía periódicos británicos. El auxiliar de vuelo no conseguía adivinar su procedencia. La mayoría de los pasajeros a bordo eran suecos, pero una alborotadora familia danesa que iba en la penúltima fila le estaba poniendo las cosas difíciles al resto de los pasajeros. También había detectado a varios noruegos. A pesar de que ni de lejos era temporada alta, había gente más que suficiente dispuesta a lanzarse a un vuelo directo a Niza a precio de saldo.

En realidad estaba pensando en dejarlo. El peso siempre había sido un problema, y ahora los compañeros habían empezado a lanzarle indirectas. Por mucho que se esforzara y por poco que comiera: los números digitales del peso del baño amenazaban con pasar, en cualquier momento, a las cifras límite.

Era un placer llevar en vuelos como éstos a señoras como la del 16 A.

Era más morena que la mayoría de los escandinavos. Tenía los ojos marrones y ella tampoco debía de estar del todo satisfecha con su peso. Corpulenta y bastante pesada, daba ante todo la impresión de ser fuerte. Fornida, pensó después de un rato. Es una mujer fornida.

Sin duda le encantaba el café.

Además tenía la bendición de no tener hijos, y no se quejaba de nada.

El cadáver seguía caliente.

En todo caso, pensaba el guarda del aparcamiento de Gallerian, no podían haber pasado más de dos horas desde que la prostituta se despidió cortésmente. Quizá de todos modos se equivocaba. No era un experto. Eso tenía que admitirlo, aunque fuera la segunda vez en menos de tres meses que tenía que llamar a la policía porque una pobre mujer había decidido ponerse su última inyección resguardada del frío viento invernal que azotaba las calles de Estocolmo y obligaba a la gente a vestirse como exploradores polares. El considerable calor que hacía en las escaleras hacía que fuera difícil de saber.

Pero no podía llevar allí mucho tiempo.

«Cuando no puedas mirar hacia delante ni hacia atrás, ¡mira hacia arriba en esta vida!»

Las sabias palabras brillaban en rotulador rojo en la pared. La prostituta se había tomado el consejo al pie de la letra. Estaba tumbada de costado con la cabeza apoyada sobre el brazo derecho y las rodillas encogidas, como si alguien la hubiera afianzado colocándola de costado a fin de permitir que la muerte llegara suavemente. Pero tenía la cara vuelta hacia arriba, con los ojos abiertos y una expresión de ligera sorpresa, casi de felicidad.

Paz, pensó el guarda, y sacó el móvil. La mujer parecía haber encontrado sosiego. Desde luego, el hombre estaba harto de echar a patadas a las prostitutas del gran edificio del aparcamiento, pero en el fondo de su corazón lo sentía por ellas. Su lacerante existencia lo hacía consciente de las alegrías de su propia vida. Tenía un trabajo aburrido y monótono, pero su mujer era guapa y los niños iban por buen camino. Podía permitirse tomar unas cervezas los domingos y ponía toda su honra en no desentenderse de las facturas domésticas.

La cobertura del móvil allí abajo era deplorable.

La reconocía, era una de las fijas. Daba la impresión de que vivía aquí, en el fondo del hueco de las escaleras, en un cuarto de apenas cinco metros cuadrados en el que las rayas rojas y azules seguramente pretendían crear luz y vida. Una maleta se hallaba tirada en un rincón, tres periódicos y una revista estaban metidos debajo de un saco de dormir enrollado, justo debajo de la escalera. Una botella de Ramlösa se había volcado a sus espaldas.

El guarda del aparcamiento subió las escaleras. El asma le estaba dando problemas y se detuvo un momento para recuperar el aliento. Pero llegó arriba y abrió la portezuela hacia la plaza de Brunkeberg.

Las colegas de la mujer ya estaban en plena actividad. Vio a dos de ellas, ateridas y escuálidas; una se montó en un BMW que inmediatamente aceleró en dirección a la plaza de Sergel.

Por fin consiguió contactar con la policía. Le prometieron que estarían allí al cabo de media hora.

—Seguro —murmuró malhumorado, y colgó; la última vez se había pasado más de una hora solo con el cadáver.

Se encendió un cigarrillo. La otra mujer, que llevaba medias finas y pieles falsas, recibió un pellizco al otro lado de la plaza.

La puta muerta no era tan pequeña. Al contrario, se dijo, y le pegó una profunda calada al cigarro. Era más bien de las rellenitas. Ésas eran menos frecuentes. Las prostitutas solían encogerse con los años; por cada inyección que se metían, por cada pastilla que tragaban, se hacían más chicas y flacas. Quizá su puta se acordara de comer de vez en cuando, entre los viajes y la toma de las dosis.

Debería volver a bajar para vigilar.

Sin embargo, en vez de hacerlo, encendió otro cigarrillo y se quedó esperando en el frío hasta que por fin llegó la policía. Les llevó unos segundos confirmar lo que el guarda del aparcamiento ya sabía: la mujer estaba muerta. Se llamó a una ambulancia y se llevaron el cadáver.

Katinka Olsson sería incinerada tres días más tarde y nadie se tomó la molestia de poner una lápida sobre los restos de la prostituta de casi cuarenta años. Los cuatro niños que había traído al mundo antes de cumplir los treinta nunca sabrían que su madre biológica llevaba, en un monedero en el que por lo demás no había nada más, fotos de cada de uno de ellos de cuando eran bebés; fotografías descoloridas de bordes irregulares y gastados, la única fortuna de Katinka Olsson.

Murió de sobredosis, y nadie iba nunca a preguntar por ella. Nadie guardaría luto por Katinka y nadie se sorprendería nunca de que una prostituta callejera oliera agradablemente a limpio y llevara ropa recién lavada aunque gastada.

Nadie.

El hogar de Vibeke Heinerback le sorprendía.

Allí de pie, en medio de un salón relativamente grande, Ingvar Stubø tuvo la sensación de estar ante una persona mucho más compleja de lo que los medios de comunicación habían conseguido nunca insinuar.

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