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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

Corsarios de Levante (9 page)

La celestina de la mancebía era una mora madura, bautizada y viuda de soldado, antigua conocida de Sebastián Copons; y, según nos aseguró éste, de mucha confianza dentro de lo razonable. Su manfla estaba cerca de la puerta de la Marina, en las casas escalonadas tras la torre vieja. Tenía arriba una terraza desde la que se apreciaba un grato paisaje, con el castillo de San Gregorio a la izquierda, dominando la ensenada llena de galeras y otras naves; y al fondo, como una cuña parda entre el puerto y la inmensidad azul del Mediterráneo, el fuerte de Mazalquivir, con la gigantesca cruz que tenía delante. A la hora que narro, el sol ya descendía sobre el mar, y sus rayos tibios nos iluminaban al capitán Alatriste, a Copons y a mí, sentados en blandos cojines de cuero en una estancia abierta a la pequeña terraza, que no había más que pedir, bien provistos de beber, yantar y lo demás que en tales rumbos se encuentra. Nos acompañaban tres pupilas de la Salka con las que un rato antes habíamos tenido más que palabras, aunque sin llegar a las últimas trincheras; pues el capitán y Copons, con muy buen seso, lograron persuadirme de que una cosa era regocijarse en gentil compañía, y otra zafarse al arma blanca sin reparo, arriesgando atrapar el mal francés o cualquiera de las muchas enfermedades con que mujeres públicas —extremadamente públicas, tratándose de Orán— podían arruinar la salud y la vida de un incauto. Eran las daifas razonables: dos cristianas, andaluzas y de no mala presencia, que en la plaza se ganaban la vida tras ser desterradas allí por malos pasos y peores antecedentes —venían de las almadrabas de Zahara, que eran el finibusterre de su oficio—, siendo la tercera una mora renegada, demasiado morena de carnes para el gusto español, pero bien plantada y muy jarifa, diestra en menesteres de precisión que no están en los mapas. La Salka, al tintineo de nuestra plata fresca, nos había traído a las tres encareciéndolas mucho como limpias, ambladoras y bachilleras del abrocho; aunque, como dije, este último lance lo excusáramos. Aun así, a fe de vascongado que, por la ración correspondiente —la mora, por ser el bisoño—, no era yo quien iba a dar un mentís a la alcahueta.

Pero he dicho de comer y beber, y no fue sólo eso. Aparte ciertas especias que sazonaban el yantar, no de mi gusto por encontrarlas fuertes, era la primera vez que fumaba la hierba moruna, que la renegada preparaba con mucha destreza, mezclándola con tabaco en pipas largas de madera con cazoleta de metal. Cierto es que no era aficionado a fumar ni lo fui nunca, ni siquiera en forma del polvo molido que tanto complacía aspirar a don Francisco de Quevedo. Pero yo era novicio en Berbería; y ésa, notoria novedad. Así que, aunque el capitán no quiso probar aquello, y Copons se limitó a dar un par de chupadas a la pipa, yo me había fumado una, y estaba enervado y sonriente, la cabeza dándome vueltas y el verbo torpe, cual si mi cuerpo flotara por encima de la ciudad y del mar. Eso no me impidió participar en la charla, que pese a la felicidad de la situación y al dinero que llevábamos encima, en ese momento no era alegre. Copons, que habría querido venirse a Nápoles o a cualquier sitio —sabíamos ya que nuestra galera levaba ferro en dos días—, iba a quedarse en Orán, pues seguían negándole su licencia.

—Así que —concluyó, sombrío— seguiré pudriéndome aquí hasta el día del Juicio.

Dicho aquello, se bebió un esquilón entero de vino de Málaga, algo picado pero sabroso y fuerte, y chasqueó resignado la lengua. Yo miraba distraído a las tres daifas, que al vernos metidos en conversación nos dejaban tranquilos y parloteaban al extremo de la terraza, desde donde hacían señas a los soldados que pasaban por la calle. La Salka, convencida de que en tiempo de cabalgada el dinero corría fácil, tenía bien adiestradas a sus corsarias en no descuidar el negocio.

—Quizás haya un medio —dijo el capitán Alatriste.

Lo miramos con mucha atención, en especial Copons. En el rostro impasible de éste, eso significaba un brillo de expectación en la mirada. Conocía de sobra a su antiguo camarada como para saber que nunca hablaba de más, ni de menos.

—¿Se refiere vuestra merced —pregunté— a que Sebastián salga de Orán?

—Sí.

Copons puso una mano sobre el brazo del capitán. Exactamente sobre la quemadura que éste se había hecho dos años atrás en Sevilla, interrogando al genovés Garaffa.

—Cagüentodo, Diego… Yo no deserto. Nunca lo hice en mi vida, y no voy a empezar ahora.

El capitán, que se pasaba dos dedos por el mostacho, le sonrió a su amigo. Una sonrisa de las que pocas veces mostraba, afectuosa y franca.

—Hablo de irte honrosamente, con tu licencia dentro de un canuto de hojalata… Como debe ser.

El aragonés parecía desconcertado.

—Ya te dije que el mayoral Biscarrués no me da licencia. Nadie sale de Orán, y lo sabes. Sólo quienes estáis de paso.

Alatriste miró de soslayo hacia las tres mujeres de la terraza y bajó la voz.

—¿Cuánto dinero tienes?

Copons frunció el ceño, cavilando sobre a santo de qué venía aquello. Luego cayó en la cuenta y negó con la cabeza. Ni lo pienses, repuso. Con lo de la cabalgada no me alcanza.

—¿Cuánto? —insistió el capitán.

—Descontando lo que voy a gastar aquí, unos ochenta escudos limpios. Quizá algunos maravedíes más. Pero ya te digo…

—Supongamos un golpe de suerte. ¿Qué harías una vez en Nápoles?

Copons se echó a reír.

—¡Vaya pregunta!… ¿Italia y sin un charnel en la bolsa?… Alistarme de nuevo, claro. Con vosotros, si puede ser.

Se quedaron un rato mirándose en silencio. Yo, que volvía poco a poco de las nubes, los observé con interés. La sola idea de que Copons nos acompañara a Nápoles me daba ganas de gritar de alegría.

—Diego…

Pese al escepticismo con que Copons pronunció el nombre de mi antiguo amo, la lucecita de esperanza seguía presente en sus ojos. El capitán mojó el mostacho

en el vino, reflexionó un instante más y sacudió la cabeza, afirmativo.

—Tus ochenta escudos, con los sesenta y pico de la cabalgada que me quedan a mí, suman…

Contaba con los dedos sobre la bandeja de latón moruno que hacía de mesa, y al cabo se volvió a mirarme; la rapidez del capitán con la espada no se extendía a las cuatro reglas. Hice un esfuerzo por alejar los últimos vapores de la nube. Me froté la frente.

—Ciento cuarenta —dije.

—Una cantidad ridícula —dijo Copons—. Para licenciarme, Biscarrués exigiría cinco veces más.

—Contamos con cinco veces más. O eso creo… A ver, Íñigo, ve sumando… Ciento cuarenta, y mis doscientos de la galeota que vendimos en Melilla.

—¿Tienes ese dinero? —preguntó Copons, asombrado.

—Sí. En el remiche del espalder de mi galera, un gitano del Perchel que se come diez años de bizcocho, más temido aún que el cómitre, y que cobra medio real de usura a la semana… ¿Íñigo?

—Trescientos cuarenta —dije.

—Bien. Súmale ahora tus sesenta escudos.

—¿Qué?

—Que se los sumes, voto a Dios —los ojos claros me perforaban como dagas vizcaínas—, ¿Qué sale?

—Cuatrocientos.

—No es suficiente… Añade tus doscientos de la galeota.

Abrí la boca para protestar, pero en la mirada que me dirigió el capitán comprendí que era inútil. Los últimos flecos de nube algodonosa desaparecieron de golpe. Adiós a mis ahorros, me dije, lúcido del todo. Fue hermoso sentirse rico mientras duró.

—Seiscientos escudos justos —concluí en voz alta, resignado.

El capitán Alatriste se había vuelto, radiante, hacia Copons.

—Con las pagas atrasadas que te adeudan, y que cuando lleguen se embolsará tu sargento mayor, hay de sobra.

El aragonés tragó saliva, mirándonos a uno y otro como si las palabras se le hubieran atravesado en la gola. No pude evitar, una vez más, recordarlo en primera línea cuando lo del molino Ruyter, pisando barro en las trincheras de Breda, sucio de pólvora y sangre en el reducto de Terheyden, acero en mano en la alameda de Sevilla, o subiendo al asalto del
Niklaasbergen
en la barra de Sanlúcar. Siempre callado, seco, pequeño y duro.

—Cagüendiela —dijo.

IV. EL MOGATAZ

Salimos de la mancebía con la luz parva del crepúsculo, sombreros puestos y espadas al cinto, mientras las primeras sombras se adueñaban de los rincones más recoletos de las empinadas calles de Orán. La temperatura era agradable a esa hora, y la ciudad invitaba al paseo, con los vecinos sentados en sillas y taburetes a la puerta de las casas y algunas tiendas todavía abiertas, iluminadas por candiles y velas de sebo desde el interior. Las calles estaban llenas de soldados de las galeras y de la guarnición, estos últimos celebrando todavía la buena fortuna de la cabalgada. Nos detuvimos a remojar de nuevo la palabra, de pie, espaldas contra la pared, ante una pequeña taberna hecha de cuatro tablas y puesta en un soportal, que atendía un viejo mutilado. Estando así —esta vez el vino era un clarete fresco y decente— pasó por la calle, haciéndole plaza un alguacil, una cuerda de cinco cautivos encadenados, tres hombres y dos mujeres de los vendidos por la mañana, que su nuevo amo, un fulano vestido de negro, golilla y espada, con aspecto de funcionario enriquecido robando el sueldo de quienes se jugaban la vida para capturar a aquella gente, conducía a su casa, bajo custodia. Todos los esclavos, incluso las dos mujeres, habían sido marcados ya en la cara por el hierro candente con una S y un clavo que los identificaba como tales, y caminaban baja la cabeza, resignados a su destino. Aquello no era necesario, y algunos lo consideraban uso antiguo y cruel; pero la Justicia aún permitía a los dueños señalarlos así para que se los identificara en caso de fuga. Observé que el capitán, aferruzado el semblante, volvía el rostro con disgusto; y yo mismo pensé en la marca que, no de hierro candente sino de acero bien frío, le haría al dueño de aquellos infelices con la punta de mi daga, si tuviera ocasión. Ojalá, deseé, cuando viaje a la Península lo capture un corsario berberisco y acabe en los baños de Argel, molido a palos. Aunque esa clase de gente, pensé luego con amargura, tenía recursos de sobra para hacerse rescatar en el acto. Sólo los pobres soldados y la gente humilde, como les ocurría a tantos miles de desgraciados capturados en el mar o en las costas españolas, se pudrían allí, en Túnez, Bizerta, Trípoli o Constantinopla, sin que nadie diese una blanca por su libertad.

Estando distraído en tales pensamientos, advertí que alguien, después de pasar cerca de nosotros, se detenía un poco más lejos a mirarnos. Presté atención y reconocí al mogataz que había ayudado al capitán Alatriste cuando el incidente con los dos maltrapillos en Uad Berruch. Llevaba la misma ropa: albornoz de rayas grises, descubierta la rapada cabeza con su mechón de guerrero en el cogote, y la rexa, el clásico turbante alarbe, enrollado con descuido en torno al cuello. La larga gumía que yo había tenido un instante apoyada en la gorja —aún se me erizaba el vello al recordar el filo— seguía en su faja, dentro de la vaina de cuero. Me volví hacia el capitán Alatriste para llamar su atención, y comprobé que ya lo había visto, aunque no dijo nada. Desde unos seis o siete pasos se observaron ambos de ese modo, en silencio, mientras el mogataz seguía quieto en la calle, entre la gente que pasaba, sosteniendo con mucho aplomo su actitud y su mirada, como si esperase algo. Al cabo, el capitán alzó una mano para tocarse el ala del sombrero, e inclinó ligeramente la cabeza. Eso, en soldado y hombre como él, era mucho más que cortesía, en especial dirigida a un moro, por mogataz y amigo de España que fuese. Sin embargo, el otro aceptó el saludo como algo natural que se le debiera, pues correspondió con un movimiento afirmativo de cabeza, y luego, con el mismo aplomo, pareció seguir camino; aunque creí ver que se detenía más lejos, al extremo de la calle, en la sombra de un arquillo.

—Visitemos a Fermín Malacalza —sugirió Copons al capitán—. Se alegrará de verte.

El tal Malacalza, a quien yo no conocía, era antiguo camarada de los dos veteranos: un soldado viejo de la guarnición oranesa con el que habían compartido peligros y miseria en Flandes, siendo Malacalza cabo de cuchara de la escuadra donde llegaron a estar juntos Alatriste, Copons y Lope Balboa, mi padre. Según nos había contado Copons, Malacalza, muy vencido de la edad, maltrecho y licenciado por invalidez, se había quedado en Orán, donde tenía familia. Sometido a la penuria general, el veterano sobrevivía gracias a la ayuda de algunos compañeros, entre ellos Copons; que cuando por azar tenía algo en la faltriquera, se dejaba caer por su casa para socorrerlo con algunos maravedíes. Y ése era el caso, dándose además la feliz coyuntura de que a Malacalza, como soldado antiguo de la guarnición aunque ya no en activo, correspondía una pequeña ayuda del botín general conseguido en Uad Berruch. El aragonés estaba encargado de entregársela, aunque sospecho que engrosada con astillas de su propia bolsa.

—Nos sigue el moro —le dije al capitán Alatriste.

Caminábamos cerca de la casa de Malacalza, por una calle estrecha y miserable de la parte alta, donde los hombres estaban sentados a las puertas y los críos jugaban entre la suciedad y los escombros. Y en efecto: el mogataz, que se había quedado cerca tras pasar ante la taberna, nos seguía la huella a veinte pasos, sin acercarse demasiado pero sin pretender ocultarse. Al advertírselo, el capitán echó un vistazo sobre el hombro.

—La calle es libre —dijo tras observar un instante.

Era singular, pensé, que un moro anduviese suelto después de la puesta de sol. Como en Melilla, en Orán eran estrictos con aquello, para evitar malas sorpresas; y al cerrarse las puertas, todos, excepto unos pocos privilegiados, salían afuera, a su poblado en la rambla de Ifre, o a sus respectivos aduares los que venían a comerciar con legumbres, carne y fruta. El resto se alojaba en el recinto vigilado de la morería, cerca de la alcazaba, donde quedaba a recaudo hasta el día siguiente. Sin embargo, aquel individuo parecía moverse con libertad, lo que me hizo pensar que era conocido y tenía seguro en regla. Eso acicateó más mi curiosidad, pero dejé de ocuparme de él porque llegábamos a casa de Fermín Malacalza, y yo no podía olvidar que éste había sido, como el capitán y Copons, camarada de mi padre. De haber sobrevivido al tiro de arcabuz que lo mató bajo los muros de Julich, Lope Balboa habría seguido, tal vez, la triste suerte del hombre que ahora su hijo tenía delante: un despojo cano y flaco consumido por las penurias, con cincuenta años largos que parecían setenta —diecisiete de ellos pasados en Orán—, estropeado de una pierna y cubierto de arrugas y cicatrices en una piel color de pergamino sucio. Los ojos eran lo único que permanecía vigoroso en su rostro, donde hasta el mostacho de antiguo soldado tenía el tono mate de la ceniza. Y esos ojos relampaguearon de placer cuando el hombre, sentado en una silla a la puerta de su casa, alzó la vista y vio ante él la sonrisa del capitán Alatriste.

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