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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

Corsarios de Levante (13 page)

Lampedusa es una isla de tierra baja, despoblada y cubierta de matorrales, situada quince o dieciséis leguas hacia poniente cuarta a jaloque de Malta. Nuestros vigías, desde cuyas gatas descubrían cosa de quince millas, la avistaron a media tarde; y para evitar que los corsarios, de seguir allí, nos viesen a su vez —el piloto dijo que había una torre por la parte de mediodía—, ordenó el capitán Urdemalas abatir los dos árboles y tenderlos en cubierta, siguiendo camino mochos y a boga reposada, a fin de arrimarnos inadvertidos, sin llegar antes de la noche. Mientras así lo hacíamos, tomando las disposiciones adecuadas para caerle a la saetía corsaria sin que se nos fuera de las manos, el piloto, platico en aquellas aguas, contó que esa isla era lugar de recalada tanto para musulmanes como para cristianos, pues de ambas partes solían acogerse allí esclavos fugitivos, y que tenía una cueva pequeña donde se entraba a paso llano, con una imagen antigua de Nuestra Señora con el Niño en brazos, pintada en tela sobre tabla, donde la gente dejaba limosnas de bizcocho, queso, tocino, aceite y algún cuarto. Lo notable es que cerca de esa cueva estaba el sepulcro de un morabito que los turcos tenían por gran santo suyo, donde ponían la misma limosna que los nuestros a la Virgen, salvo el tocino. Todo eso para que cuando los esclavos huidos llegaran a la isla tuviesen qué comer, pues el agua la daba un pozo que, aunque salobre y ruin, hacía el avío. Dándose la particularidad de que, fuera cristiano o mahometano quien allí arribase, nadie rompía o tocaba lo de la otra religión, respetándose mucho la fe y la necesidad de cada cual. Que en el Mediterráneo, a fin de cuentas, hoy por ti y mañana por mí, a todos cuadraban aquellos versos de Lope:

Porque en esto de los padres

hay descuidos más o menos.

Todos de Adán somos hijos.

Sólo es cierto el padrenuestro.

El caso, como digo, es que así, desarbolados y a boga lenta, nos fuimos llegando a Lampedusa por la parte de tramontana a levante mientras el sol se ponía por el través de la banda diestra y la noche nos ayudaba en el empeño. Lo último que vimos antes de que cerrase el horizonte fue una columna de humo, indicio de que, fuera o no la saetía, alguien estaba en la isla. Y con la noche casi entablada y la claridad reducida a una fina línea rojiza en el horizonte, alcanzamos a ver alguna hoguera en tierra. Eso nos alentó mucho, y empezamos a prepararnos para la acción, a tientas, pues ya faltaba luz y el capitán Urdemalas había dado orden de no encender ninguna a bordo, ni dar voces o gritos; ni siquiera el cómitre usaba su silbato. íbamos de ese modo, callados y a oscuras por el mar negro donde aún no despuntaba la luna, y los únicos sonidos eran el resuello ronco, gutural —una especie de prolongado uuuh, uuuh, uuuh—, de nuestros galeotes bogando a buen ritmo, y el chapaleo de cuarenta y ocho remos batiendo el agua.

—¡El trozo de desembarco, a sus puestos!… ¡Armas descargadas y pena de vida para quien se le escape un tiro!

Cuando la orden llegó con un murmullo, los veinte hombres que aguardaban acuclillados en el corredor de cada banda anduvieron hacia popa, camino de las escalas. Ya habían sido arriadas las dos embarcaciones ligeras —el esquife y el bote pequeño— que iban a llevarlos a tierra. Nos habíamos acercado en la oscuridad con mucho tiento, en boga lenta y silenciosa, árboles y entenas estibados encima de la crujía para no recortarnos en el cielo nocturno, el piloto tumbado boca abajo en el espolón, junto al marinero que iba salmodiando la profundidad que daban los nudos del escandallo. Las galeras españolas, de poco calado, sutiles y ligeras como el viento, podían acercarse hasta poner a la gente en tierra a calzón enjuto, aunque aquél no fuera el caso. Por precaución, el último tramo lo harían los nuestros en el esquife y el bote. El punto de desembarco resultaba angosto, y además no era caso de chapuzones que mojasen las cuerdas de los arcabuces y la pólvora.

—Ten cuidado, Íñigo —susurró el capitán Alatriste—. Y buena suerte.

Sentí que su mano se posaba en mi hombro, y que la de Copons me daba un suave pescozón, antes de que se alejaran de mí y bajaran al esquife por la escala de la banda diestra. Distraído poniéndome un coselete de acero, balbucí un tardío «buena suerte» que ya no escucharon. El piquete, todo de arcabuceros, iba partido en dos mangas, al mando una del alférez Muelas y la otra con el capitán Alatriste de cabo; quedando el sargento Albaladejo para regir a los sesenta soldados que permaneceríamos a bordo. A medida que los hombres se acomodaban en las embarcaciones, oíamos sus palabras en voz baja, juramentos ahogados cuando se empujaban o pisaban unos a otros, el sonido de los remos encajándose en los toletes y el roce metálico de las armas, amortiguado por los trapos que las envolvían. El plan era que los arcabuceros desembarcasen en la playita de una cala minúscula que, según el piloto, estaba allí mismo, en línea recta ante nuestra proa, a la parte de levante de la isla, y cuya boca era de apenas ciento cincuenta pasos de anchura, aunque el saco resultara limpio y sin escollos ni piedras sueltas que embarazasen en la oscuridad. El piquete pisaría allí tierra para, luego de atravesar la isla en dirección sudoeste, desplegarse en torno al lugar donde estaban los corsarios, a fin de escopetearlos y estorbarles, además de la fuga al campo, el acceso a la torre y al único pozo de agua, cuando con la primera luz del día la
Mulata
, bogando a la sorda hasta rodear la isla, cerrase la salida por mar y, tras cañonear un poco, diera el abordaje. Entre el cuarto de prima y el cuarto de media, aprovechando el filo de la luna y dos marineros muy buenos nadadores que teníamos a bordo —uno de ellos cierto Ramiro Feijoo, bravo buzo de galera, luego famoso por dar barreno a un bajel turco en el asedio de La Mámora—, se había hecho con el bote pequeño un reconocimiento de la cala grande o puerto, situado al mediodía de la isla. Asomándose a su punta de levante, nuestros hombres confirmaron que eran dos las embarcaciones que allí estaban, que una era saetía y la otra más pequeña, tal vez tartana o feluca, y que la saetía no parecía en condiciones de hacerse a la mar, pues estaba escorada, como si hubiera dado al través o estuviese despalmando.

—Al remo la gente —dijo el capitán Urdemalas, cuando el esquife y el bote desaparecieron en la oscuridad—. Zafarrancho sin un ruido ni un grito… Que preparen y artillen batayolas.

Se movieron los remos en el agua mientras encajábamos colchonetas, paveses y pedreros de borda en los filaretes de ambas bandas, y el maestre artillero y sus ayudantes disponían, a proa, las tres piezas de la corulla. A poco, en cuanto regresaron las embarcaciones y quedaron a remolque, nuestro capitán de mar y guerra dio nuevas órdenes, el timonero metió la caña a una banda, y siempre a la sorda, sin voces ni silbatos, la
Mulata
hizo ciaboga, remando de un lado y aguantando del otro. Así, con todo el silencio posible, hicimos moverse muy despacio la estrella polar hasta dejarla a nuestra espalda, poniendo proa a una punta rocosa, no muy alta, cuya masa oscura se perfilaba cerca. Y de ese modo, barajando la isla, pendiente el piloto del escandallo y con resguardo a la orilla para no encontrarnos con un seco o una piedra imprevista, rodeamos Lampedusa hacia el sur.

Había un conejo a seis o siete pasos. Asomaba la cabeza por la boca de la madriguera, enhiestas las orejas, mirando alrededor. Y mientras observaba al conejo en la luz indecisa del amanecer, Diego Alatriste apoyó la barbilla en el mocho del arcabuz, que tenía cargado con pólvora y una bala en el caño. El arma estaba mojada, como los arbustos, las piedras y la tierra sobre la que llevaba tumbado más de una hora, mientras el último relente de la noche le caía encima, humedeciendo su ropa. Sólo la cazoleta y la llave, cubiertas con un trapo encerado, así como la mecha que guardaba enrollada en la escarcela, permanecían secas. Alatriste se movió un poco para desentumecer las piernas y apretó los dientes, dolorido. La antigua herida de la cadera, vieja de cuatro años —Gualterio Malatesta junto a la Plaza Mayor, en Madrid—, se resentía cuando estaba mucho rato inmóvil con humedad. Por un instante se entretuvo en la idea de que ya no estaba para aguantar relentes ni amaneceres al sereno; siendo el caso que, en los últimos tiempos, de unos y otros llevaba unos cuantos. Bellaco oficio, tuvo la tentación de pensar, pero alejó la idea y no lo hizo. Lo habría pensado de conocer algún otro oficio. Mas no era el caso.

Miró a los camaradas emboscados cerca, tan quietos como él —de Sebastián Copons, agazapado tras unos arbustos, veía sólo las alpargatas—, y observó luego la torre de piedra que se recortaba en el cielo gris, de nubes bajas. Habían llegado allí tras el desembarco, caminando una milla con mucha cautela, sin ser sentidos. Había dos centinelas en la torre, uno dormido y otro adormilado; pero no pudo averiguarse si eran ingleses o no, porque Sebastián Copons y el alférez Muelas los degollaron silenciosamente en la oscuridad, ris, ras, sin darles tiempo a abrir la boca para decir nada, ni en la parla inglesa ni en ninguna otra. Después, con prohibición de moverse, hablar o encender cuerdas de arcabuces hasta que llegase el momento —el terral podía llevar su olor hasta la playa—, los veinte hombres se habían desplegado alrededor de la cala grande que hacía de puerto de la isla, y que ahora podía verse con la primera luz: una ensenada o puerto capaz de acoger con holgura ocho o diez galeras, con boca ancha de casi media milla, que dentro se dilataba a manera de trébol en tres caletas amplias. Y en la del centro, que era la más grande y arenosa, había una saetía algo tumbada hacia tierra, con gúmenas tendidas a tres anclas, a la playa misma y a las rocas de la parte de levante. Era de cubierta corrida, grande, sin bancos y levantada de popa, de las que ya no usaban remos sino que lo fiaban todo a la vela, dejando espacio a la artillería en los costados. Tenía tres palos, el mayor de vela cuadra a manera de bajel, y las otras dos latinas, con las entenas bajas y aferradas en cubierta. También artillaba cuatro cañones en cada banda, aunque ahora estuvieran trincados en la parte escorada hacia tierra. Era evidente que le despalmaban el casco por la banda de afuera, a fin de reparar las tracas por avería, necesidad de calafate o podredumbre, o librarlas del caracolillo que allí se adhería; detalle principal en una embarcación corsaria, necesitada de velocidad y limpieza de líneas para atacar y huir sin trabas.

La saetía no estaba sola. Cerca de ella y a poniente de la misma cala había una feluca fondeada, su proa apuntando a la brisa suave que le llegaba de tierra. Era más pequeña que la saetía y de velas latinas, con la típica inclinación del trinquete hacia proa. No tenía aspecto corsario y estaba desprovista de artillería; quizás se trataba de una presa. Las cubiertas de las embarcaciones parecían desiertas, pero en la playa humeaba una pequeña fogata en torno a la que se movían algunos hombres. Un torpe descuido, pensó Alatriste, aquel humo y la luz visible por la noche. Típica arrogancia de ingleses, si de veras eran tales. Se hallaban cerca, aunque sus voces apenas podían oírse con la brisa contraria. Los distinguía bien, a ellos y a los cuatro que estaban al extremo de la cala, en una punta rocosa de poca elevación, junto a uno de los sacres o moyanas de la saetía, desembarcado para defender allí la entrada de visitantes inoportunos. Pero el mar se veía desierto hasta el horizonte, y la
Mulata
, estuviera donde estuviese —acercándose a la cala, esperaba Alatriste por su bien y el de sus diecinueve compañeros—, todavía no daba señales de vida.

El conejo salió de la madriguera, inmovilizándose ante una tortuga de tierra que se arrastraba, flemática, y luego siguió camino de un salto, hasta desaparecer en los arbustos. Diego Alatriste cambió de postura, frotándose la cadera dolorida. Lástima de conejo correteando, se dijo, y no espetado en un asador. Tenía frío y un hambre de mil diablos, concluyó malhumorado, atento a los corsarios que desayunaban a gusto. Miró hacia la derecha, donde el alférez Muelas estaba escondido junto al brocal del único pozo de la isla, y cambió con él una silenciosa ojeada. El alférez encogió los hombros y miró el mar vacío. Por un momento, Alatriste consideró la idea de que la galera no apareciese y el piquete quedara allí, a su suerte. La idea lo hizo torcer el mostacho. No habría sido la primera vez. Contó los corsarios que podía ver en la playa: quince en total, aunque tal vez quedaran otros fuera de su vista, sin contar los cuatro del cañón y los que hubiese a bordo de las embarcaciones. Demasiados para tenerlos a raya con los arcabuces —habían desembarcado con seis cargas por hombre, lo justo para la escopetada— durante mucho rato. Disparado aquello, todo sería conversación de espada y daga. Así que más valía, concluyó, que el capitán Urdema las cumpliera como los buenos.

Fijó la vista, inquieto, en dos hombres que se destacaban del grupo junto al fuego y ascendían por la pendiente que llevaba a la torre y al pozo. Mala papeleta, comprobó. Relevo de los centinelas degollados o enviados en busca de agua, daba lo mismo: venían derechos hacia él. Eso complicaba las cosas, o las precipitaba. Y la galera, sin aparecer. Sangre de Dios. Miró hacia el alférez Muelas en busca de instrucciones. Éste, que también había visto a los que subían, frotó un puño cerrado sobre el dorso del otro, y luego inclinó un dedo en forma de gancho sobre su propio arcabuz: la señal de encender y calar cuerdas. Así que Alatriste metió una mano en la escarcela, sacó pedernal, eslabón y mecha, y prendió ésta. Mientras retiraba el paño encerado, soplaba la cuerda y la fijaba en el serpentín, atornillándola con su palometa, comprobó que sus compañeros hacían lo mismo, y que la brisa llevaba los hilillos de humo acre hacia los corsarios que subían la cuesta. A esas alturas daba igual. Puso un poco de pólvora en la cazoleta y encaró el arcabuz con calma, apoyado en una piedra grande y plana, apuntando entre los dos hombres que se aproximaban, sin buscar a uno en concreto. Por el rabillo del ojo comprobó que Muelas hacía lo mismo, y a éste, como jefe del piquete, correspondía elegir con quién empezaba el baile. De modo que aguardó, el dedo fuera del guardamonte, respirando despacio para no perder el pulso, hasta que los dos corsarios estuvieron tan cerca que pudo verles las caras. Uno era de pelo largo y barba leonada, y el otro corpulento, con un morrioncillo forrado de cuero en la cabeza. Al menos el de la barba parecía inglés de aspecto y traía calzones por los tobillos, a la manera de esa gente. Llevaban un mosquete y alfanjes, conversando sin recelar nada. Algunas palabras dichas en lengua extranjera llegaron a oídos de Alatriste; mas de pronto cesó la parla, porque el de la barba se había detenido a quince pasos, olfateando el aire mientras miraba alrededor, alarmado. Entonces el alférez Muelas le disparó un pelotazo que le arrancó media cabeza, y Alatriste, aclaradas las cosas, movió el cañón de su arcabuz a la izquierda, apuntó al grandullón, que había dado media vuelta para echar a correr, y lo derribó de un tiro.

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