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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (14 page)

—Me parece que es algo así como el resumen, o la recapitulación…


El asesinato de Christopher Marlowe
. ¿Esto tampoco es novela negra?

—No.

—Pues lo parece.

La entrada de Flor me pilló con el libro en la mano.

Venía deshecha. Se había lavado la cara y había hecho lo posible con la ayuda de los maquillajes más selectos de París, pero no hay cosmético que pueda disimular la expresión de los ojos. Los suyos, aguados tras las gafas, decían que, aunque su cuerpo estaba allí, en aquellos momentos su espíritu naufragaba, en plena tempestad, en un mar oscuro y gélido (o al menos así es como supongo que ella lo hubiera expresado). Llevaba un vestido pantalón de una sola pieza, blanco y vaporoso, de diseño vagamente árabe, y la verdad es que estaba muy guapa y entraban ganas de abrazarla y consolarla y reconfortarla durante un buen rato.

En la mano, llevaba un sobre de mensajería, abierto.

—¡Esquius! —Por un momento temí que se me lanzase al cuello y soltara el llanto otra vez, o qué sé yo, que se postrara de rodillas y me implorase ayuda. Poco faltó. Creo que si se contuvo sólo fue por la presencia de Beth, a quien yo puse rápidamente entre los dos, como escudo.

—Es de total confianza —aseguré.

Flor le ofreció una mano asténica y nos pidió que nos sentáramos.

—¿Habéis visto lo que difunden los periódicos?

No, aún no había tenido tiempo de echarles un vistazo. Pero me lo podía imaginar.

—Dicen que Adrián acabó con la vida de Ramón Casagrande, y lo dicen sin ninguna clase de rubor. Ponen eso de «presunto» y «la policía sospecha», pero sólo para quedar bien. Ya le dan por seguro y definitivo culpable del crimen. Y añaden que la policía lo busca y que lo encontrará, y no dicen que lo van a coser a balazos en cuanto lo vean porque les cerrarían el periódico, que si no… E ilustran la noticia con una foto que parece… Bueno, ya sé que es la foto que yo te di, pero no sé si la han retocado o qué, el caso es que tiene un semblante de facineroso que da ganas de echar a correr a buscar un agente. Y nos han vuelto a visitar para exigir que les entreguemos a Adrián, con la advertencia de que, si no lo hacemos, seremos cómplices del asesinato y tendremos que responder de ello ante la ley. Que vivimos en un mundo que se rige por reglas inquebrantables y que las reglas tienen que ser iguales para todo el mundo.

Sólo de recordar el mal trago, a Flor le bajaba la tensión hasta valores mínimos y toda ella amenazaba con desmayarse. Beth y yo nos mirábamos de reojo, sin saber cómo interrumpirla y calmarla.

—Y ahora… —dijo, de repente, con una pausa dramática, al mismo tiempo que ponía el sobre en mis manos—. Ahora, me han hecho llegar esto.

El albarán que llevaba el sobre grapado decía que Adrián lo había enviado aquella misma mañana, aún no hacía ni tres horas, desde la oficina de una empresa de mensajería situada en la plaza Urquinaona.

—¿Puedo mirar?

—Por favor —dijo Flor, casi sin respiración.

Saqué la fotocopia de una factura de hotel, grapada a otra fotocopia del recibo de la tarjeta de crédito con la que posiblemente se había pagado la factura. Pero la factura había sido recortada por arriba y por abajo para hacer desaparecer el logotipo y la dirección del establecimiento en cuestión, y sólo quedaba la indicación de la localidad: «Colliure». El nombre del huésped estaba tachado, la fecha también, y sólo se podían leer los cargos, expresados en francés: Dos noches de habitación doble para dos personas, desayuno incluido, dos botellas de Moët Chandon y el minibar y el IVA, total 523 euros. En el recibo de la tarjeta de crédito también habían tachado el número y la fecha del cargo. El único dato relevante que quedaba, otra vez, era el importe: 523 euros.

—¿Pero qué es esto? —exclamó Beth.

—¡Y la misiva, leed la misiva! —nos suplicó Flor.

Era una nota escrita a mano, de manera apresurada, en un papel aparte, arrancado de una libreta. Decía:

«Flor, querida. Si me pasa algo, di a la policía que investiguen a Marc Colmenero. Qué bonitos son los hoteles de Colliure en primavera. Supongo que Sharazad les explicará el resto de la historia. Pero, Flor, te lo ruego, si no me pasa nada, guarda este mensaje hasta que yo te diga que lo destruyas y no permitas bajo ningún concepto que la policía lo vea. Ni siquiera en el caso de que la policía me detenga. Sobre todo, te lo pido, no me traiciones.»La última frase estaba subrayada con tanta fuerza que el bolígrafo había hecho un surco en el papel.

—¿Es de Adrián? —pregunté.

—¡Sí, sí, sí, es su letra, inconfundible! ¿Qué te parece esto, Esquius? —Flor me interrogaba con el gesto del simple mortal que se dirige al oráculo.

No contesté en seguida porque no sabía qué decir. Disimulaba garabateando en mi cuaderno, pero ponía en él más interrogantes que palabras.

—¿Sabes si Adrián ha estado alguna vez en Colliure?

—Me parece que no. —¿Y tú?

—Sólo una vez, de pequeña, cuando mi padre me llevó a visitar la tumba de Machado.

—¿Qué significa Sharazad?

—Pues, en la literatura árabe —pareció aturdida, «cómo me puedes preguntar tú, precisamente tú, algo así»—. «Las Mil y Una Noches»…

Yo lo habría escrito diferente. Sheherezade, o algo así. No había reconocido el nombre.

—Sí, sí, claro. Pero, aparte de la de ficción, ¿conoces a alguna mujer que se llame así?

—No.

—¿Y Marc Colmenero? —El nombre me sonaba, pero no sabía de qué.

—Marc Colmenero debe de ser el transportista, ¿no? El dueño de «Temair, tierra, mar y aire», que falleció hace un par de meses. —Apunté en la libreta «Marc Colmenero» y una cruz y «
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m.» Yo ya me entendía. Continuaba Flor, angustiada—: ¿Por qué nos pide Adrián que investiguemos a un muerto? ¿Es que la policía piensa también que lo mató Adrián?

—Supongo que quiere decir que, llegado el caso, investiguemos cómo murió. ¿Lo sabes tú?

—¿A qué te refieres?

—A cómo murió este Colmenero.

—No estoy segura, pero lo trajeron los periódicos. Me parece que fue un accidente, una caída de caballo mientras jugaba al polo. —De repente, Flor Font-Roent se inclinó hacia delante y puso las manos sobre las mías y, sin darse cuenta, me clavó las uñas—.

¡Esquius, no entiendo nada! ¡Por favor, dime qué pasa! ¡Dime qué le pasa a mi Adrián! ¡Tengo miedo de que la tensión provocada por los acontecimientos le esté volviendo loco!

Beth no se atrevía ni a abrir boca. La miraba como se mira a los fenómenos de feria.

—Tendremos que investigarlo. Quédate estos papeles y, de momento, no hagas nada, tal y como te pide Adrián. Estate tranquila, que tan pronto como sepamos algo, te lo comunicaremos.

Me levanté, dando la entrevista por terminada. La criada apareció por la puerta sin necesidad de que nadie la llamase, como si hubiera adivinado por telepatía que ya nos íbamos. Ya habíamos cumplido el trámite de la despedida y salíamos con la sensación de estar abandonando a su suerte a un alma que se ahogaba, cuando Flor vino tras de mí con el libro de Marlowe en la mano.

—He observado que lo contemplabas con interés —me dijo, haciendo un esfuerzo titánico por liberar una sonrisa estoica, paréntesis entre dos oleadas de angustia—. Llévatelo. Ya pensé que por fuerza tenía que interesarte el misterio del asesinato de Marlowe.

Acepté el libro, no fuera a ser que si me resistía volviera a ponerse a llorar.

—Siempre me ha interesado —aseguré sin rubor. E improvisé, recordando un poco lo que había leído sobre Marlowe—: Un gran talento como el suyo, destruido prematuramente, como tantos de sus propios personajes, siempre víctimas de la violencia y de la autodestrucción.

Se quedó mirándome sin aliento.

—Algún día tal vez podremos hablar sobre ello —dijo, recuperándose con dificultad. Y, un poco más animada, se permitió una frivolidad—: Pero ya adivino que no debes de ser nada straffordiano.

Tuve que hacer una rápida deducción. Como William Shakespeare nació en Strafford-Upon-Avon, me permití suponer que los straffordianos debían de ser los que prefieren la obra de Shakespeare a la de Marlowe.

—Por supuesto que no —respondí, como quien está de vuelta de todo—. A mí siempre me encontrarás lejos de la ortodoxia.

Flor me despidió con una última sonrisa tibia y sufriente. Me metí el libro en el bolsillo de la chaqueta.

Beth me contemplaba como Lázaro debía de contemplar a Jesucristo después de resucitar, o una cosa así.

El agente de Homicidios nos vio pasar consumido por la envidia. Un huelebraguetas de porquería tenía acceso al lujo de los ricos y famosos y él, en cambio, un representante de la ley y el orden, tenía que permanecer allí fuera, escondido y aburrido. Aquellos ojos enfurecidos me decían que de buena gana habría bajado del coche para partirme la cara.

Cuando llegamos a mi Golf, Beth todavía tenía los ojos tan abiertos como si le hubieran grapado los párpados en las cejas.

Escena 5

—¿Al hospital? —dijo Beth.

—Aún no —le respondí mientras arrancaba el coche.

—¿Aún no?

—Tenemos tiempo. Antes, quiero ver qué pasa con este Marc Colmenero.

Rodeé la rotonda de la Cruz de Pedralbes y bajé por la avenida de Pedralbes hasta la Diagonal.

—Conflicto de intereses —dijo Beth. No entendí a qué se refería—. Que tienes a la dienta colada por ti.

—¿Qué dices?

—Como si no te hubieras dado cuenta. La has dejado boquiabierta con tus conocimientos sobre literatura clásica. Incluso a mí me has dejado boquiabierta.

—No te creas todo lo que oyes.

—Lo tienes crudo, ¿eh, Esquius? Sabes que esta pobre chica está colgada de un sinvergüenza, mentiroso y estafador, pero te has comprometido a demostrar la inocencia de este tío. Y, cuando lo hayas conseguido, qué. ¿Crees que ella volverá a los brazos del crápula, después de haberse quedado tan deslumbrada contigo? ¿No os iría mejor dejar las cosas como están, que la policía detuviera a ese Adrián, que lo metieran en la cárcel y así tendríais vía libre para vuestros amores desenfrenados?

La miré de reojo. Sonreía para demostrar que hablaba en broma, pero había una cierta tristeza en su sonrisa como si ella no le encontrase gracia a su propio chiste.

—No digas tonterías —le dije en tono neutro.

—Me pregunto si a mí me pasará lo mismo. ¿Tú crees que, cuando sea detective con experiencia, también me ligaré a los clientes cachas?

Opté por esquivar la conversación con una risita que quitaba importancia al tema. Y busqué otro en el que me sintiera más cómodo.

—¿Y la nota que ha recibido Flor? ¿Qué te parece?

—Es muy rara, ¿verdad? —respondió después de una pausa larga—. Está como en clave.

—En cualquier caso, es una clave extraña, porque Flor no la sabe interpretar.

—Es verdad.

—¿De qué sirve enviar un mensaje en clave a una persona que no tiene la clave?

—¿A qué te refieres? ¿A que no está en clave? ¿A que dice exactamente lo que quiere decir? ¿O a que no es un mensaje para Flor?

—Todavía no lo sé. De momento, sólo me hago preguntas. Por ejemplo, también me extraña que Adrián no diga en ningún momento «No soy un asesino», que es algo que siempre queda bien decirle a la novia cuando te acusan de haberte cargado a alguien.

—Eso tal vez significa que es el asesino.

—No lo sé. De hecho, es una nota dirigida a la policía, y no a Flor. Dice «si me pasa algo, dile a la policía que investigue». Supone que la policía ya lo entenderá. Y da tres palabras claves: Marc Colmenero, Colliure y Sharazad. Con estos tres datos, y la factura de un hotel y el comprobante de una tarjeta de crédito, parece que la policía ya podría desvelar algún secreto. Bueno, pues si la policía puede, nosotros también. Empezaremos por Marc Colmenero.

—¿Qué debe de querer decir con lo de «si me pasa algo»?

—A saber.

—¿Que lo maten? ¿Por qué tendrían que matarle? Ah, bueno, claro, porque… Si tú tienes razón, ¡él pudo haber visto al asesino!

—Lo que quiere decir que, si seguimos las pistas, podemos llegar al asesino.

—Pero, si no le pasa nada, le suplica a Flor que no haga llegar la nota a la policía. ¿Cómo hay que intrepetar eso?

—Piensa.

—¿Tú ya lo sabes?

—Tengo una idea.

—¿Cuál?

—Piensa.

—Dímelo.

—Piensa.

Entonces, sonó el móvil. Yo iba conduciendo por la calle Villarroel. Me lo saqué del bolsillo y se lo pasé.

—¿Puedes contestar tú, por favor?

—Dímelo.

—Contesta. Después ya continuaremos hablando.

—Si no me lo dices, no contesto.

—Chantaje —le concedí, al fin—. Ahora contesta.

—Chantaje. —Respondió a la llamada—: ¿Sí? No, ahora no se puede poner. ¿De parte de quién? —Me comunicó—: De parte de María.

María. Uy. Tuve la sensación de que me había sentado mal algo que había comido.

—Dame, dame —reclamé el aparato. Aunque estuviera conduciendo, no podía rehuir aquella conversación. También se me ocurrió, no sé por qué, que Monica se cabrearía mucho conmigo—. ¿María?

Y ella, muy tímida:

—¿Te acuerdas de mí?

—Claro que me acuerdo de ti. —Yo, ahogado en vergüenza—: Escucha, perdona por lo de ayer, pero es que no pude avisarte…

Mientras me entregaba a un vacilante y abyecto monólogo repleto de excusas, no podía quitarme de la cabeza que tal vez la noche anterior María me estaba observando desde su ventana, cuandoBeth me daba aquel beso imprudente. Y que la primera vez que habíamos hablado, le dije que estaba durmiendo mientras tenía el «Sex Bomb» y el ruido de bar como música de fondo. Y además Beth estaba escuchando y no me gustaba la imagen que le estaba ofreciendo. Pidiendo perdón a una mujer de la cual me había olvidado. Que lo sentía mucho, que me presenté a la cita, sí, pero demasiado tarde y que ella ya debía de haberse ido, como era normal y más que comprensible, y que después de todo, encima, había perdido su número de teléfono para llamarla y excusarme y quedar como una persona.

—No, no —dijo ella—. No podías perder mi número de teléfono porque no te lo di.

—Ah, es verdad —dije, demasiado rápido, como si me aligerase pasarle a ella las culpas. No, no, aquello tampoco estaba bien—. No, pero podría haberlo obtenido de mi móvil…

—Bueno, tal vez no se te ocurrió.

—No, no se me ocurrió. Sea como sea, siento mucho haberte tenido esperando…

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