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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (13 page)

En las paredes se veía aún el dibujo que había dejado el chorro de sangre cuando Casagrande giró sobre sí mismo.

—¿Qué estás intentando decirme? —preguntó Beth, como estudiante aplicada—. Que cualquier persona que estuviera aquí debió mancharse la ropa, ¿no?

—De cintura hacia arriba, seguro.

Bajo la mirada un poco irónica de las dos mujeres de la limpieza, recuperamos la hipótesis que habíamos elaborado el día antes sobre el desarrollo de los hechos. Entraba Casagrande, el asesino le esperaba a la derecha de la puerta, de forma que la hoja, al abrirse, lo ocultó. La víctima daba un paso y aún no había dado el segundo cuando el asesino le disparó el tiro. Podíamos localizar bien la posición de las dos personas gracias al agujero de la bala en la pared, que nos fijaba la trayectoria. Casagrande, herido de muerte, giraba sobre sí mismo, embadurnándolo todo, incluso al asesino.

—¡Mira!

Le hice notar a Beth una parte de la pared, entre las dos puertas, donde la línea de sangre se interrumpía, como si hubiera encontrado un cuerpo en su trayectoria. Era muy vago, muy impreciso, pero podía confirmar nuestra teoría. Alguien que se desplazaba de la puerta de la calle hacia la puerta del aparcamiento.

Me detuve a mirar fijamente la gruesa pincelada de sangre que cruzaba esta puerta del aparcamiento.

—Fíjate aquí, Beth.

Beth estaba emocionada.

—¿Qué?

—El brochazo de sangre por encima de la junta entre la hoja de la puerta y el marco. ¿Qué ves?

—No lo sé. ¿Qué veo?

—Que no coinciden exactamente. —Beth me miró de reojo. Se volvió a concentrar en lo que yo le indicaba—. Fíjate bien. No coinciden.

—¿Y…?

—Esto significa que esta puerta estaba abierta. Entreabierta. Tal vez habían puesto algo para que no se cerrase, un periódico doblado, un zapato. La puerta no estaba cerrada, Beth. —Me volví hacia las mujeres de la limpieza que ya nos miraban con una expresión más interesada y menos sarcàstica—. ¿Esta puerta se puede abrir desde el aparcamiento?

—Sí —dijo la mujer gorda—. Dicen que es obligatorio porque ésta es una de las salidas de emergencia del aparcamiento. Dicen que los bomberos y el ayuntamiento obligan a que sea así. Por eso los vecinos pusieron esta segunda puerta —señaló la que daba al gran vestíbulo—, para que la gente que sube del aparcamiento no pueda entrar en la casa.

—¿Y ustedes tienen la llave de esta puerta? —Sí que la tenían—. ¿Me la pueden dejar un momento?

—Pero, espera —intervino Beth mientras la mujer gorda hurgaba en el bolsillo de la bata—. ¿Qué pasa con Adrián?

Continué la reconstrucción.

—Pongamos que el asesino ha salido ya, o está saliendo, en dirección al aparcamiento, cuando Adrián entra en escena y se encuentra a Casagrande aquí en medio, tambaleándose y manando sangre en todas direcciones. Adrián está huyendo del lugar del robo y se lo encuentra en medio del paso. Imagínate, además, que Casagrande le ve. Es un amigo. Se le echa encima para pedirle ayuda. Se está muriendo. Se le echa encima, le salpica con el chorro de sangre. Adrián se lo saca de encima y sale corriendo como un poseso a la calle mientras el otro cae al suelo.

—Pudo haber ocurrido así —comentó Beth con una chispa de malicia en los ojos— …o puede que no.

—Si me estoy equivocando —repliqué—, si el asesino fue Adrián, no hay nada que hacer, Beth, porque de él ya se encarga la policía. Estamos buscando una explicación alternativa, ¿recuerdas? Y parece que la estamos encontrando.

La señora gorda me estaba ofreciendo una llave. La tomé y abrí la puerta de acceso al aparcamiento. Efectivamente, por el otro lado tenía una barra de apertura automática y, bien visible, un cartel con el dibujo de un hombre apresurado, la indicaba como salida de emergencia.

Aquella puerta se abría a un nuevo mundo.

—Por aquí entró el asesino. Puso una cuña para impedir que se cerrase la puerta, disparó contra Casagrande y por aquí volvió a salir.

—Manchado de sangre —puntualizó Beth.

—Manchado de sangre —le acepté.

Devolví la llave a la mujer de la limpieza y nos adentramos en el aparcamiento, que resultó que era público, compartido con el centro comercial adjunto.

Mientras hacíamos todo aquello, los dos hombres de vaqueros habían cruzado el prevestíbulo cargados con dos sillones y habían salido a la calle para sumarse a la discusión de la viejecita con el policía municipal. Beth y yo consideramos innecesario interrumpirles para despedirnos. Ya tendríamos ocasión de hablar con la viejecita en otro momento.

Escena 3

Bajamos por un tramo de diez escalones sin embaldosar y muy empinados, encajonados entre paredes. Éramos como dos arqueólogos de película explorando una pirámide.

El aparcamiento era de proporciones mucho mayores de lo que cubrían los cimientos de la finca, y resultaba siniestro, como todos los aparcamientos, lleno de coches dormidos, esperando sumisos el retorno del dueño. Había plazas reservadas a los vecinos de la finca, marcadas con el cartel de «RESERVADO», con el número de matrícula correspondiente debajo, y muchas otras plazas para los clientes del centro comercial, al cual se accedía a través de una gran puerta que, al fondo, era un estallido de luz contrastando con la penumbra del subterráneo.

En el otro extremo, estaba la salida de los coches.

—Tenía el coche aquí —dijo Beth—. Usó el coche para entrar y salir.

—Ojalá —respondí—. Porque mira, encima de la garita del empleado que cobra a la salida de los vehículos, hay una cámara de seguridad que controla quién entra y quién sale. Si el asesino huyó en coche, su imagen quedó registrada.

—¿Entonces…?

—Yo creo que, si es inteligente y decidió ponernos las cosas difíciles, debió de salir por el centro comercial.

Nos dirigimos hacia allí, siguiendo la huella de nuestro hipotético criminal.

—Pero iba manchado de sangre —objetó Beth.

Como una imagen vale más que mil palabras, me quité la chaqueta, la doblé de manera que el forro quedase hacia fuera y me la colgué del brazo.

—Entiendo —dijo ella.

Unas escaleras mecánicas nos subieron hacia la zona de tiendas. No era un centro comercial demasiado grande pero había bastante animación. Mujeres con carritos de la compra, chicos del súper empujando montañas de mercancías, vendedores de camisa, corbata y portafolios circulando dinámicos de un lado a otro, un guardia de seguridad… Calculé que era, más o menos, la misma hora en que se había cometido el asesinato, y calculé que el asesino había encontrado las condiciones ideales para pasar inadvertido.

—¿Y por dónde salió? —me pregunté.

—Da lo mismo, Esquius —respondió Beth, dándose por vencida—. Hay salidas hacia tres calles diferentes. Salió por cualquier sitio, y allí tenía el coche esperándole, o cogió un taxi, o un autobús.

—Tal vez sí, pero aquí también inmortalizaron su imagen, Beth. —Le hice notar una cámara de vídeo que formaba parte del sistema de seguridad del centro y que nos espiaba desde un rincón del techo. Y otra: en un cajero automático de La Caixa.

Íbamos deambulando por los pasillos entre tiendas, mirando a nuestro alrededor como bobos, como si nunca hubiésemos estado en un lugar tan maravilloso como aquél.

—¡Eh, Esquius! ¡Mira! ¡Una lavandería! ¡Aquí debió de traer a lavar la chaqueta!

Nos reímos.

Más allá, una tienda de electrodomésticos equipada con un sistema de vídeo que trasladaba la imagen de los transeúntes a mil televisores del escaparate. Y, en otros puntos estratégicos del techo, otras cámaras del servicio de seguridad.

—¡Mil ojos velan por nuestra seguridad! —reía Beth.

Salimos a la calle. Yo marqué un número en el móvil.

—¿Y ahora? —dijo Beth—. Desde aquí pudo ir a cualquier lugar del resto del mundo, con tiempo y paciencia.

—La imagen del asesino ha quedado registrada. Sólo hay que aconsejar a la policía que revise todas las cintas de ayer, para ver si sale alguien que pudiera querer la muerte de Casagrande.

Llamé a Jefatura y pedí que me pusieran con el comisario Palop.

—¿Qué pasa, Esquius? —me saltó—. ¿Ya has encontrado a Gomal? Estoy deseando que lo encuentres y se lo pases por las narices a ese chulo de Soriano.

—Estoy trabajando con la hipótesis de que el asesino de Casagrande no haya sido Gornal.

—¿Qué dices? —Y repetía, porque le gustaba cómo sonaba en catalán—: ¿
Qué dius
, Esquius? En qué te basas.

—Ahora sería largo de contar, Palop.

—No me estarás escondiendo ninguna prueba.

—Claro que no. Sólo es un pàlpito. Mañana te voy a ver y te lo cuento, ¿de acuerdo?

—No, no, cuéntaselo a Soriano, que es quien lleva el caso. Lo lleva desde el bar de abajo. Está tan seguro de que vamos a echarle el guante a Gornal de un momento a otro, que prácticamente lo da por resuelto.

—¿Qué sabéis del muerto?

—¿De Ramón Casagrande? Nada, no tiene ficha. Mira, aquí tengo un informe de Soriano. Nada. Visitador médico. Trabajaba para los Laboratorios Haffter. Soltero, con pocos amigos, jugador de bolsa con tendencia a perder y estaba hasta el cuello de deudas. Nada más.

—¿Cómo tenía el armario de los medicamentos? ¿Muy revuelto?

—¿El armario de los medicamentos? Pues, no lo sé. Vaya pregunta. Ya se lo preguntaré a Soriano…

—No, no, déjalo. Eso quien debe de saberlo es Monzón, ¿no? Ya hablaré con él. No te importa, ¿verdad?

—No, hombre, no. Y Monzón, encantado, ya lo sabes. Con lo que le gusta hablar… Eh, mañana te espero para que me cuentes tu novela, ¿eh?

Habíamos llegado al aparcamiento. Bajamos y salimos con el Golf. Beth me preguntó:

—¿Y ahora dónde vamos?

—Al hospital donde trabajaban tanto Casagrande como Gornal —le dije—. Allí podrán explicarnos muchas cosas de ellos.

Pero no fuimos al hospital. Porque, en cuanto llegamos arriba de la rampa del aparcamiento y volvimos a tener cobertura, entró la llamada de una Flor desesperada.

—¡Por favor, Esquius, ven en seguida a mi casa! —con la voz vibrante a causa de una combinación de nervios y llantos.

—Pero, ¿qué ha pasado?

—¡No te lo puedo contar por teléfono!

—De acuerdo. Ahora mismo vamos hacia allí.

Puse rumbo a Pedralbes.

Escena 4

Subimos al barrio de los ricos y aparcamos en zona azul.

En una esquina, desde donde se podía vigilar cómodamente la entrada de los Font-Roent y la de los Gornal, había otro coche aparcado, con un tío dentro simulando que leía un periódico deportivo.

—No mires. Ése es de Homicidios —le dije a Beth mientras caminábamos hacia la verja de la mansión.

—¿Y qué hace aquí?

—Vigilar por si Adrián se presenta en casa de Flor o de sus padres para pedirles ayuda.

—Ah, claro.

En cuanto nos identificamos, el mecanismo del portero automático abrió la verja y, tan sólo con dar un paso, salimos de Barcelona y penetramos en una especie de zona rural sosegada y agradable. Un jardín ilimitado, de hierba regada y nutrida a diario, con pocos árboles, pero escogidos con gusto, y muy bien colocados, flores bordeando la fachada de la casa, una fuente artificial que parecía natural, la pérgola, y allí, al final de todo, una zona pavimentada con madera y una piscina, el agua de la cual, azulísima, reverberaba al sol tibio de marzo. En aquel jardín hubiesen cabido, anchos, el apasionado pastor de Christopher Marlowe, su amada y todo el rebaño de propina.

Acabada la excursión, en la puerta de la casa nos esperaba una criada autóctona uniformada.

—Pasen, por favor. La señorita les recibirá en la biblioteca.

—¡Ostras, la biblioteca! —Beth no pudo evitar la exclamación en un susurro impresionado.

Siguiendo la criada, cruzamos un enorme vestíbulo de donde arrancaban unas escaleras de mármol de curva elegante por donde podría bajar de un momento a otro la heroína de una película gótica. Las paredes estaban cubiertas de cuadros. Reconocí dos Miró, un Dalí, dos Tapies y un (me pareció) María Fortuny. Otros no los identifiqué por falta de cultura artística, pero sí noté que muchos de los motivos representados en los de estilo figurativo eran locales. Aquello parecía la pinacoteca nacional de reserva, por si algún día se quemaba la oficial.

Del vestíbulo pasamos a la biblioteca, donde la criada nos acomodó informándonos de que Flor vendría en seguida.

—Uf —dijo Beth cuando nos quedamos solos—. ¿Has visto los cuadros? Había un Dalí, y un Nonell, y un Opisso…

—Sí, sí, ya me he fijado.

—¡Cómo viven, los ricos!

Los estantes cubrían tres de las paredes de la estancia, desde el suelo hasta el techo, e incluso había una escalerita que se deslizaba por un raíl para alcanzar cómodamente los estantes superiores. Había sillones tapizados de color mostaza, un par de mesas con jarrones de flores frescas y la ventana se abría al jardín tranquilo y fresco.

En la pared que no tenía estantes, la de la ventana, se veía una colección de retratos de escritores y poetas catalanes. Destacaba el del difunto Benet Argelaguera. Una fotografía en blanco y negro, con una dedicatoria del insigne poeta: «A Esteve Font-Roent y familia, con mucho afecto». Costaba imaginar tanto afecto en el procer al verle la cara de pocos amigos que lucía en la fotografía pero, claro, era su cara de siempre.

—¡Yo quiero una casa así! —decía Beth, bajito, por si acaso Flor aparecía de repente.

En los estantes, encontré la obra completa de Benet Arguelaguera, cinco volúmenes, que el editor había encuadernado en papel de estraza negro y sin ilustraciones en la cubierta, siguiendo las instrucciones del autor. Más allá, en la sección dedicada a literatura extranjera, busqué los libros de aquel Christopher Marlowe que, de chiripa y sin saberlo, me había convertido en algo más que un detective a los ojos de Flor. Los encontré al lado de los de William Shakespeare. Leí los títulos en el lomo. Me llamó la atención uno que no conocía, muy prometedor:
Masacre en Varis.

—¿Es una novela policíaca? —me preguntó Beth, que me seguía a todas partes y estaba leyendo con la mejilla pegada a mi brazo.

—No, no, qué dices —repliqué, como si me escandalizara.

Al lado, un volumen más moderno: «
The Reckoning: The Murder of Christopher Marlowe».

—¿Qué significa
reckoning
? —preguntó Beth.

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