En cuanto a Howard, somos amigos desde hace años; desde que le enseñé Sevilla y los bares de Triana, y le compré un vaso de plata en una joyería de la Campana, cerca del kiosco de mi amigo Curro. Un vaso auténtico de torero, aunque no dio tiempo a que le grabaran el nombre, y eso lo hizo él luego, en otra joyería de Brooklyn. Porque Howard nació en Brooklyn y sigue viviendo allí, pero ahora con vistas al río y al puente. El chico pobre que trabajó duro, como en las clásicas historias del sueño americano, tiene una casa magnífica; que es lo único que no se ha llevado su ex mujer, una rockera morena y bellísima que le amargo la vida, pero a cambio le dio una hija que él adora. Tanto la adora Howard, que se ha hecho íntimo amigo del nuevo novio de su ex, a fin de mantenerse lo más cerca posible de la cría. Howard es un tipo elegante, muy europeo de gustos, y tiene éxito con las mujeres; pero jamás permite que se interpongan entre su hija y él. Los ves paseando, padre e hija junto al puente de Brooklyn, cogidos de la mano como enamorados. Y Howard se vuelve hacia mí y dice: Mírala. Mira qué ojos tiene. Es tan guapa como su madre, la muy bruja. Como ven, el puente de mi grabado sale todo el rato en esta historia. Además, a Howard y a mí nos encanta un restaurante que hay justo debajo, frente a Manhattan. Una vez, comiendo allí, me habló todo el tiempo del orgullo que siente por haber sido un humilde chico de Brooklyn. Se entusiasmaba al hablar de su barrio, él, un tipo ahora elegante y cosmopolita. No sé si te has fijado, dijo, que en todas las películas de guerra de Hollywood sale siempre un chico duro que es de Brooklyn. En realidad me estaba hablando de él mismo; de su infancia y sus recuerdos. Y escuchándolo, comprendí más sobre los Estados Unidos de lo que había llegado a comprender en toda mi vida. Sobre todo cuando Howard se quedó pensativo, mirando los altos edificios al otro lado del río, y de pronto dijo «my city», señalándolos con un gesto breve, absorto, orgulloso. Mi ciudad. Y en ese instante consiguió que yo quisiera a Nueva York tanto como a él.
El Semanal, 19 Marzo 2000
El otro día me saltó a la cara un titular de prensa que me hizo rechinar los dientes, hasta el punto de que todavía tengo flojo algún empaste: Prueba la inocencia de su clienta. Al principio pensé escribir algo descojonándome pasando mucho del qué dirían las erizas, o la hija feminista del notario de Pamplona -cada uno lleva su cruz, colega-, o el redactor anónimo del libro de estilo que impone tanta soplapollez en la que casi nadie cree de verdad, pero que todo cristo, por aquello del qué dirán, practica fervoroso. Pero la carne es débil, y por muy chuleta que madrugue algunos días, y por mucho que mi vecino el rey de la isla de Redonda —antes perro inglés— me haya honrado con la amistosa distinción de Duke of Corso, reforzando de modo considerable mi autoestima, hay cosas a las que ni el mismísimo fencing master de S. M. R. se atreve. Así que vale, me rindo, lo confieso. Trago. Desde ahora voy a hacer un esfuerzo para normalizar mi escritura, adaptándola a los usos sociales de esta sociedad empeñada en reiterar que las mujeres existen, y que el uso del género neutro no es sólo tendencioso y machista, sino que supone un ninguneo de la mujer. Me sumo así a nuestra eficaz Academia Española, siempre dispuesta a consagrar, primero con su silencio. Y luego con su diccionario, cualquier desafuero consumado. Incluso estoy dispuesto a ir más lejos. Lamento no haberlo hecho antes, proporcionando recursos extras a los ciudadanos y ciudadanas y a los compañeros y compañeras, que los políticos han manejado durante la recién concluida campaña electoral. Pero no lo hice antes por no pringarme, recordando aquello que decía Franco: «Haga como yo. No se meta en política». Así que, en el futuro, seré consecuente con las modas y los tiempos. Incluso pasaré por alto el hecho de que la mayor parte de las mujeres inteligentes que conozco, cuando preguntas si prefieren que las llamen abogada o abogado, o jefa o jefe, dicen que te dejes de gilipolleces y las llames como esos títulos se han llamado siempre, porque justamente la discriminación consiste en marcar la diferencia de sexos, y no al contrario, y el género neutro no es masculino ni femenino, sino que con frecuencia engloba uno y otro, y se inventó precisamente para algo. Y que cada vez que oyen, por ejemplo, a un político dirigirse a los ciudadanos añadiendo como innecesaria coletilla y ciudadanas, sienten que les da urticaria porque esa moda de lo socialmente correcto suele ser practicada con farisaico entusiasmo precisamente por aquellos varones demagogos que piensan que ya han cumplido con eso de la puntita nada más, y que después de decir españoles y españolas en un discurso ya han cumplido con las cuotas. Olvidando, se pongan como se pongan los radicales y los tontos —que a veces, pero no siempre, son sinónimos—, que lo machista no es una lengua, sino el uso que se hace de ella.
Pero en fin. Pese a todo eso, les decía, procuraré que el género neutro, pese a que ha funcionado tranquilamente toda la puta vida, quede abolido a partir de ahora de mi panoplia expresiva. En el futuro, cualquier neutro usual al que recurra, irá acompañado, para evitar confusiones, de su correspondiente femenino —tal vez deba decir de su correspondiente femenina—. Escribiré así, en adelante, jóvenes y jóvenas, responsables y responsablas, votantes y votantas, enriqueciendo y normalizando la lengua española con perlas —la de jueza me parece hasta ahora la más refinada del elenco— como tenienta, sargenta, caba, cantanta, imbécila. Mi única duda es si al escribir jóvenes, responsables y votantes no estaré incurriendo precisamente en el extremo opuesto, desdeñando la personalidad masculina de los antedichos: y tal vez fuera mejor, en ese caso, que escribiese jóvenos, responsablos y votantos. Así cada cual tendría lo suyo, y no habría dudas al respecto: electricisto, dentisto, ebanisto, ciclisto, diento, gilipollo. Pero, llegados a ese extremo, la cosa iba a complicarse, porque hay un tercer sexo: los homosexuales existen y tienen sus derechos. ¿Cómo dejarlos fuera? Además, unos homosexuales asumen peculiaridades de un tipo, y otros de otro. Los hay que prefieren llamarse Maripepa y los hay que prefieren llamarse Paco. Y las hay. En su caso habría que matizar. Así que lo ideal, llevando la cosa hasta sus últimas y honradas consecuencias, sería decir, por ejemplo: «Queridos, queridas y querides compañeros, compañeras y compañeres, heterosexuales y homosexuales, clérigos, seglares y pensionistas de la tercera edad: gobernamos gracias al apoyo de los votantos, votantas y votantes españoles, españolos y españolas, que son responsablos, responsablas y responsables de que los ciudadanos, ciudadanes y ciudadanas puedan encarar el futuro, etcétera». Será un poco farragoso y gastaremos más saliva y tinta, pero todo el mundo estará contento. Creo.
El Semanal, 02 Abril 2000
Alguna vez les he hablado aquí de Patrick O'Brian, el autor de las veinte novelas sobre la Armada inglesa protagonizadas por el capitán Jack Aubrey y su amigo el doctor Maturin. Se trata de la mejor serie de novelas navales que se ha escrito nunca, muy superiores en calidad y cantidad a las de C. S. Forester sobre Horacio Hornblower, o a las más recientes de Alexander Kent sobre el capitán Richard Bolitho. Patrick O'Brian murió hace tres meses, a los 86 años, con trece de esas novelas ya publicadas en España. Vivía retirado de casi todo, en un pueblecito del sur de Francia; y para morir viajó a Dublín, dejando inacabada la entrega número veintiuno de su extraordinaria serie náutica. El pasado 8 de enero, cuando supe la noticia, disparé trece salvas de honor en mi corazón de lector huérfano. Luego recorté la noticia del periódico, y la pegué en la primera página de La fragata Surprise, el tercer volumen de la serie, junto a unas palabras allí escritas con tinta negra y pulcra caligrafía: a Arturo Pérez-Reverte, con mis amistades, Patrick O'Brian.
Nunca fui entusiasta de los libros firmados. Ni siquiera la dedicatoria de Patrick O'Brian la tengo por iniciativa propia, sino que la debo a su editor español, quien durante una de sus visitas al novelista quiso obsequiarme con ella. Debo decir, sin embargo, que cada vez que abro ese volumen por la dedicatoria, el orgullo de lector satisfecho y agradecido me caliente los dedos. A veces se la restriego por el morro a ciertos amigos, haciéndoles rechinar los dientes. Alguno de ellos, nostálgico de combates penol a penol y cazas largas por la popa, sería capaz de matar por una dedicatoria como esa.
Pese a todo, nunca quise conocer al autor. Durante años rechacé varias propuestas, incluida una invitación a su casa transmitida por un amigo común. Siempre tuve la certeza de que los autores de los libros que uno ama no deben conocerse en persona jamás. Estoy seguro de que Thomas Mann, un fulano maniático e insoportable, me habría desgraciado para siempre el placer de leer y releer La montaña mágica; que Stendhal me habría parecido un snob gordito y ordinario que iba de ingenioso con las señoras en los salones, y que el conocimiento de Mujica Lainez o del aristócrata Lampedusa me habría estropeado para siempre Bomarzo, o El gatopardo. En ese registro, ni de Cervantes me fío.
Ahora, como para darme la razón, acaba de aparecer en Estados Unidos una biografía de Patrick O'Brian donde el fulano, según parece, no queda muy guapito de cara; empezando porque en realidad se llamaba Patrick Russ y no era irlandés como afirmaba, sino inglés. Además, nunca fue héroe de guerra, no lo aceptaron en la marina de Su Majestad, y cambió de apellido en 1945, después de abandonar por el morro a su mujer y a dos criaturas. Pero lo más gordo es que apenas navegó en su vida, en la práctica no sabía hacer nudos marineros, y sus conocimientos sobre la Armada inglesa los obtuvo a base de leer y documentarse a tope. Resumiendo, que el supuesto irlandés en realidad era inglés —y como buen anglosajón despreciaba a los españoles— fue un farsante, un embustero y un poquito hijo de puta.
Y sin embargo, ahí están sus libros. En esas espléndidas ocho o diez mil páginas, O'Brian, o como diablos se llamara, creó un mundo fascinante que tipos como yo, lectores de infantería, seguidores entusiastas, tenemos el privilegio de apropiarnos al navegar por ese mar de tinta y papel. El autor quedó atrás, a la deriva, cual si hubiera caído por la borda en una noche oscura, navegando a un largo con gavias y trinquete. Ya no tienen nada que ver con esto, sus libros pertenecen a sus lectores, que los poseemos al proyectar en ellos nuestro mundo, nuestra imaginación, nuestros sueños. O'Brian, como todo autor, es un vulgar intermediario que deja de tener importancia al concluir su trabajo. Agotados sus recursos, consumada la acción creativa, puede salir de escena sin que la obra se resienta por ello. El libro es lo que cuenta, lo que tiene vida propia; y al autor no habría que conocerlo nunca. Por eso resulta tan patético el espectáculo de los que se aferran a su obra, incapaces de esfumarse una vez acabado el curro. Obligados por la vanidad, el marketing o la presión de los lectores y las circunstancias, algunos se obstinan —nos obstinamos— en seguir ahí con mueca sonriente mientras los focos nos deshacen el maquillaje como a un vedette acabada, mostrando los ruines agujeros del traje de lentejuelas, asistiendo a mesas redondas y dando conferencias y concediendo entrevistas para explicar lo que ningún lector necesita que le expliquen. Devaluando con ese innecesario protagonismo libros que a veces, si no los envileciéramos con el espectáculo de nuestra miserable condición humana, tal vez serían libros interesantes, inolvidables o hermosos.
El Semanal, 09 Abril 2000
Dentro de una caja antigua de madera con incrustaciones de marfil en la tapa, guardo tres navajas. Una tiene cachas de nácar, y perteneció a uno de mis tatarabuelos. Otra, con cachas de asta de toro, fue de un bisabuelo. La tercera, una Aitor vasca de acero reluciente, mecánica perfecta y cachas de palisandro, perteneció a mi padre. Esta última se la regalé hace casi treinta años, y hasta que dijo ahí os quedáis y dejó de fumar la estuvo utilizando para abrir la correspondencia y afilar los lápices. La capaora, la llamaba. Yo poseo otra navaja igual —la compré al mismo tiempo— que dedico a idéntico menester, y también para cortar los pliegos de los libros intonsos que encuentro en libreros anticuarios y de viejo. Y a toda esa panoplia navajera se suma mi vieja Victorinox de muchos usos, cuyos artilugios me sacaron de apuros en no pocos episodios de mi antigua vida reporteril, y todavía me acompaña cada vez que hago el equipaje. Quiero decir con todo esto que la navaja es un chisme que poseo y que respeto y que para mí tiene determinadas connotaciones sentimentales. Incluso nacionales, en el sentido honesto y amplio del término. Durante muchos siglos, los españoles (y españolas) anduvimos por la vida con una navaja en el bolsillo, lo mismo para bien que para mal. Con ella pusimos de manifiesto nuestra vileza, y también nuestro coraje. Lo mismo apuñalamos cobardemente, amparados en la bulla y el motín, que hicimos clic-clac para defender ideas, sueños o libertades. Ese peligroso objeto es parte de nuestra cultura para lo bueno y para lo malo, tanto como puedan serlo una iglesia románica, el Quijote, el jamón de pata negra o la guardia civil. Muchos abyectos canallas emplearon la navaja para cobrar el barato, segar vidas, marcar el rostro de mujeres indefensas o alardear de virilidad en el más infame aspecto de la palabra. Pero también muchos hombres honrados, oliendo a sudor y a decencia, la abrieron a media mañana junto a la fiambrera en una pausa en el tajo, o en la mesa, ante la familia, para que sus hijos empezaran a comer después de cortar el pan ganado con esfuerzo y trabajo. Letal y peligrosa, criminal o digna, cruel o generosa, la navaja sirvió también, en otros tiempos, para que hombres sin armas y con el valor para pelear por desesperación, hambre o ideologías, con error o con acierto, vendieran caras sus vidas y que, por ejemplo, Goya los inmortalizara con ojos espantados y terribles, acuchillando mamelucos. Uno de mis cuadros favoritos, pintado por Álvarez Drumont en 1827, muestra una calle de Madrid asolada por una carga de coraceros franceses. Manuela Malasaña está en el suelo, muerta. Y sobre ella, sin otra arma que una navaja abierta, su padre, abrazado al militar que la ha abatido de un sablazo, le mete al francés la cachicuerna hasta dentro, bien honda, por entre las junturas del peto de acero. Y un viejo y querido amigo, combatiente republicano, ya fallecido, me contó una vez cómo entre las ruinas del Clínico, en Madrid, cuando los moros y los legionarios de Franco llegaron al cuerpo a cuerpo y se peleó habitación por habitación, él y otros que habían quemado el último cartucho de sus Máuser abrían resignados las navajas, como último recurso.