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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Categoría 7 (29 page)

Ella tragó un sorbo de café, que ya se había enfriado, y dejó nuevamente el vaso sobre la mesa.

—Comprendo lo que quieres decir. Pero no, no negociamos derivados meteorológicos. —Hizo una pausa enarcando una ceja—. ¿Para quién dijiste que trabajas? ¿La Comisión para la Seguridad y el Intercambio (SEC)?

Se rió.

—Dije que trabajaba para el gobierno, pero no para la SEC. Si lo hiciera, no necesitaría la explicación.

—Tal vez —respondió ella secamente.

Él volvió a reír.

—Bueno. Tal vez no necesitara la explicación. Pero, aun así, no es allí donde trabajo.

Ella dejó que la pausa se extendiera, se cruzó de brazos y lo miró fijamente.

—Bueno, la hora de ser esquivo ha terminado, Jake. Hasta ahora has hecho la mayoría de las preguntas y yo la mayor parte de las respuestas. ¿Estás tratando de pescar algo?

Él se relajó en su silla y se enfrentó a su mirada.

—No. Y no estoy siendo esquivo. Soy curioso. Soy meteorólogo. Y después de quince años en la industria, acabo de enterarme de que el clima es una mercancía.

—Una materia prima.

—Vos, ni siquiera conozco la terminología. Pero sigo siendo curioso. ¿Acaso una de tus compañías no se dedica a la reconstrucción? ¿Aparecen después de las tormentas y se dedican a las reparaciones?

Mientras pensaba en la pregunta, le dio la sensación de que una araña se deslizaba por su columna y se sentó de golpe, deshaciéndose de la repentina conmoción en su mente. Ella no lo estaba imaginando. Él estaba tratando de pescar y estaba siendo esquivo.

Carraspeó para tapar el silencio.

—Bueno, es verdad, Ingeniería Coriolis tiene prestigio gracias a la reconstrucción de zonas afectadas por desastres, pero en mi especialidad, el área de inversiones, actúa Administraciones Coriolis. Nosotros somos una compañía independiente y no trabajamos con derivados meteorológicos —respondió con firmeza.

—¿Por qué no? Si la parte inversora de la compañía está lo suficientemente interesado para contar con una meteoróloga en su plantilla…

—Cuatro.

Jake abrió los ojos.

—¿Has dicho cuatro? ¿Eso es normal?

—Normal para nosotros.

—Entonces, ¿por qué el sector de ventas del área de ingeniería de la compañía no estaría interesado en lo que ha de suceder con el clima?

Ella frunció el ceño.

—Bueno, claro que están interesados. Ellos también reciben mis informes, pero… lo que estás sugiriendo es macabro, Jake.

—¿Qué estoy sugiriendo?

—¿Eres policía o algo por el estilo? —exigió—. Sólo los policías responden a una pregunta con otra pregunta.

—También los abogados. No soy ninguna de las dos cosas. Ya te he dicho que soy meteorólogo.

—Del gobierno —señaló ella.

Él comenzó a reír.

—Entonces, volvamos al tema que nos ocupa. No estoy sugiriendo nada macabro. Estoy intentando pensar como un hombre de negocios. Predecir el ciclo económico de una empresa es una práctica común, y si tu empresa se ocupa de limpiar los destrozos después de una tormenta… No puedes ser tan ingenua, Kate. Quiero decir, los ejecutivos de Home Depot seguramente se reúnen en alguna sala de conferencias para felicitarse mutuamente después del primero de junio —dijo, encogiéndose de hombros—. «Hurra, hurra, es otra vez la temporada de los huracanes». Es como si llegara Navidad en julio. Y no los culpo. Su negocio es vender madera, telas alquitranadas y martillos neumáticos, y los huracanes y las inundaciones hacen que aumenten las ventas de esos productos. ¿No estarían acaso interesados en derivados meteorológicos? También lo estaría tu compañía.

—Nuestra compañía hermana. Y bueno, está bien, entiendo lo que dices, pero no somos un negocio de materiales de construcción. —Dejó escapar un suspiro exasperado—. Mira, no trabajo mucho con esa área de la empresa. Ya te he dicho que sólo les envío mis informes. Y no genero nada específico para ellos, ni tampoco lo hace nadie bajo mis órdenes. Además, hasta donde yo sé, lo normal es que nuestros contratos se acuerden por adelantado. Más aún, si algo sucede, estaremos allí para arreglarlo, y en algunos lugares, siempre pasan cosas. Como en la costa del Golfo y en la costa sureste. Eso es un buen negocio.

—Cierto, pero imagina si una compañía como la tuya tuviera contratos para arreglar los daños en las ciudades costeras tras una tormenta y entonces, para maximizar sus ganancias, pusieran opciones de venta de acciones sobre las tormentas que podrían afectarlas. Eso generaría más beneficios, ¿no?

Ella dejó el café sobre la mesa. El amargo líquido no le estaba sentando tan bien a su estómago como solía suceder, y ella ya tenía suficiente con esa conversación.

—Mira, las compañías Coriolis son consideradas habitualmente como las dos mejores empresas para las que trabajar, y Carter Thompson es una buena persona. ÉI administra un negocio próspero y no se dedica a arrancar ojos como sucede en otras compañías, ¿entiendes? Ahora, o dejas de criticar a mi empresa y volvemos a comentar esas tormentas o me largo de aquí.

Él alzó sus manos en gesto de rendición.

—Lo siento. No estaba intentando desprestigiar tu compañía. Olvida lo que he dicho. Además, creo recordar que habías dicho que tenías que reunirte con alguien para tomar un café en unos minutos.

«Maldición». Parpadeó.

—Te he mentido —reconoció—. Era una salida en caso de que fueras un poco raro o un incordio intolerable.

Jake esbozó una sonrisa que fue, poco a poco, haciéndose más amplia.

—¿Entonces no soy ni una cosa ni la otra?

Ella apartó despreocupadamente el cabello de la frente.

—El jurado todavía no se ha pronunciado sobre lo segundo.

—Es justo. Háblame sobre esas tormentas y por qué comenzaste a estudiarlas.

—Porque, como te he dicho, me causaron problemas. Yo las anuncié. Los operadores realizaron sus negocios. Los negocios salieron mal. Bueno, algunos de los negocios fueron ventajosos, pero no precisamente los que confiaron en mis predicciones. Sea como sea, no se me paga por cometer errores, sino por hacer predicciones correctas, y la gente se dio cuenta de que no había alcanzado ese objetivo —explicó, terminando con algo más que un poco de sarcasmo en la voz.

—¿La gente? —repitió él.

Ella frunció el ceño.

—Carter Thompson, el dueño de la compañía, aparentemente me tiene entre ceja y ceja. Este trabajo es el resultado de mi necesidad de comprender qué sucedió para que no vuelva a pasar otra vez.

—¿Y?

Ella se encogió de hombros.

—Todavía no lo he averiguado. Ahora tú debes responder a algunas preguntas. ¿Sabes qué sucedió?

El rostro de Jake volvió a convertirse en impenetrable, y luego le preguntó:

—¿Qué planes tienes para el almuerzo?

Capítulo 30

Viernes, 20 de julio, 10:40 h, Santa Rita, Península de Yucatán, México.

Raoul mantuvo su mano en torno a una botella de Coca-Cola y sus ojos sobre la televisión del bar.

«Carter se ha vuelto completamente loco». Llevó la pesada botella de cristal a sus labios, sin fiarse del vaso supuestamente limpio que tenía ante él sobre la inestable superficie de madera ni del hielo que había en su interior. El hombre esperaba que volara dentro del espacio aéreo de Estados Unidos dentro de las próximas seis horas y media y que enviara un láser a la tormenta poco después.

«Intensificar la tormenta, y una mierda. Como si fuera capaz de acercarme a ella».

Sería un suicidio.

Además, operar dentro de las fronteras del país entrañaba siempre un gran riesgo. El y su tripulación trabajaban, con frecuencia, en lugares en donde no se les prestaba mucha atención. Pero actuar en la misma zona en donde un huracán de categoría 4 se paseaba por las costas de Florida era una locura. Por definición, era el lugar en el que todos tenían puestos los ojos. Media docena de agencias climatológicas de Estados Unidos tenían sus satélites concentrados en esa área, y también, sin duda, el ejército estadounidense y los servicios de inteligencia. Además de eso, y mucho más pertinente, la Fuerza Aérea y la Armada tenían sus observadores de tormentas y cazadores de huracanes patrullando la zona constantemente. Habría, por lo menos, media docena de aviones de reconocimiento volando dentro, sobre, a través y alrededor de
Simone
. Si alguno de esos pilotos miraba por la ventanilla y veía a un avión invisible en las pantallas de radar, la vida que Raoul había conocido hasta ahora cambiaría de forma rápida y dramática.

«La vamos a dejar condenadamente sola hasta que esté de vuelta en aguas internacionales».

Hizo a un lado la Coca-Cola y pidió una cerveza. No importaba, porque hoy no tenía pensado volar.

Viernes, 20 de julio, 18:45 h, DUMBO (Debajo de los Puentes de Manhattan), Brooklyn.

Kate miró el reloj del microondas. Faltaba un cuarto de hora para las siete.

«Maldita sea».

Ella no había estado en su apartamento más de veinte minutos, sin apenas tiempo para respirar, y mucho menos para cambiarse de ropa y de actitud, y ya se le había hecho tarde. La cena en casa de sus padres no empezaba a una hora exacta e inamovible, pero aquellos días cualquier excusa parecía un buen motivo para que su madre se pusiera insoportable.

«Paciencia».

Después de pasar seis horas en un tren en los últimos dos días, ser criticada por Davis Lee y atemorizada por la gran sonrisa y las extrañas preguntas de Jake Baxter, Kate no podía privarse de unos minutos de tranquilidad a solas. Se recostó, cómodamente desnuda y recién duchada, sobre el fresco suelo de madera, frente a la corriente de aire acondicionado y dejó escapar un suspiro.

«Vale, he dejado caer la pelota».

Como no le había gustado la seria expresión de los ojos de Jake y sin querer asegurarse de que era un lunático conspirador o que estaba trabajando para algún grupo de dementes con aspecto oficial, había rechazado su invitación a almorzar, poniendo como excusa el horario del tren. Después había tomado un taxi a Georgetown y se había dedicado a hacer unas compras para distraerse de las extrañas vibraciones que él emanaba hasta que llegó la hora de volver a la Union Station para emprender el viaje de vuelta. Pero la incomodidad que la conversación había generado todavía permanecía, y ella sabía que no sería capaz de olvidarla.

Había algo en Jake que le decía que él no era el tipo de persona que jugaba con teorías descabelladas. Al final de la conversación, cuando ella finalmente consiguió que él hablara, reveló un acercamiento riguroso a los hechos y un lado creativo respecto a la investigación. Había sido miembro del Cuerpo de Adiestramiento para Oficiales de la Reserva (ROTC) durante sus años en la universidad, se había enrolado en los marines después de licenciarse y había pedido la baja ya como oficial. Y tenía un doctorado en climatología.

«Piensa otra vez, las fuerzas armadas y la academia no suelen ser bastiones de pensamiento racional. Podría ser un loco.

Excepto que hizo preguntas inteligentes en vez de pronunciamientos políticos o posturas insensatas…».

Se sentó y agarró el teléfono que sonaba sobre la mesita de centro, esperando que fuera su madre para comprobar si ya había salido. Si lo era, no contestaría. Pero el número que apareció comenzaba con el característico 703.

«Desahogarse con un vendedor telefónico que intentara molestarme sería una salida razonable».

—Hola.

—¿Kate?

Ella permaneció inmóvil, tras reconocer la voz.

—Sí.

—Soy Jake.

«¿Por qué no le habré dado un número de teléfono falso?».

—Hola —saludó, con poco entusiasmo.

—Lamento molestarte. Probablemente acabas de llegar.

—Más o menos.

—Estaba pensando en nuestra conversación, y algo que dijiste me ha resultado curioso.

«Otra vez no».

—Ajá —dijo ella con cautela.

—Cuando estábamos hablando de la tormenta en el Valle de la Muerte, dijiste que habías comprobado si se habían avistado aviones en la zona.

—No los hubo.

—Eso fue lo que dijiste. ¿Pero qué te llevó a comprobarlo?

La pregunta hizo que todo se detuviera durante un segundo: su corazón, los ruidos del tráfico, la actividad molecular…

—No lo sé. Pero lo hice.

—¿Estabas buscando informes adicionales sobre la tormenta?

«¿Era eso?».

—De verdad que no lo sé, Jake. Probablemente —respondió, escuchando el cansancio en su propia voz—. Simplemente, lo hice.

Él hizo una pausa que no resultó tranquilizadora.

—¿Estás ocupada mañana? Me gustaría hablar contigo un poco más sobre esto. En serio. Podría acercarme hasta ahí.

«¿Venir aquí a conversar?». Miró el auricular.

—Mañana voy a bucear. Y son cinco horas de coche desde Washington a Nueva York. ¿Qué es tan importante?

—¿Qué tal el domingo?

Ella frunció el ceño.

—Bueno, sí, estoy libre el domingo, pero podemos hablar por teléfono, Jake. Son cinco horas de viaje —repitió, insatisfecha por el nudo en su estómago—. Quiero decir, ¿no tienes nada mejor que hacer?

—No. Probablemente estaremos con una evacuación voluntaria, por lo que tendré que ir a alguna parte. Dame tu dirección. Estaré allí al mediodía.

Viernes, 20 de julio, 19:30 h, Distrito Financiero, Nueva York.

Davis Lee giró para dirigirse al ascensor del banco, sin esperar ver a nadie a las siete y media, un viernes por la noche. La mayor parte del personal se había retirado a las seis. Los ejecutivos partieron para Hampton al mediodía y los operadores de bolsa se habían marchado cuando sonó la campana, en dirección a la costa de Jersey. El resto del personal se había escabullido tan pronto como sus jefes inmediatos se habían ido.

—¿Qué haces todavía aquí?

Elle lo miró, sorprendida y con sentimiento de culpa.

—Se me pasó el tiempo.

—Es un mal hábito.

Ella le devolvió la sonrisa, pero no respondió. El consideró brevemente comprobar su Blackberry en caso de que hubiera mensajes para evitar una conversación dolorosa, pero se decidió por lo contrario.

—¿Tienes planes para el fin de semana?

—La verdad es que no —respondió, lanzando una ojeada a las puertas de metal pulido del ascensor—. Lo cierto es que todavía no conozco a mucha gente aquí. Salí con Kate y algunos de sus amigos el fin de semana pasado, pero excepto eso, los fines de semana han resultado un tanto aburridos. —Ella le dedicó una tímida sonrisa y siguió mirando expectante las puertas del ascensor—. Los de aquí estarían desconcertados, pero lo cierto es que hay un limitado número de veces que uno puede salir a patinar por el Reservoir o ir al MoMA o al Frick solo.

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