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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

CARLOTA FAINBERG (4 page)

—Esto no es España —le dije, no sé si para ilustrarlo o para desengañarlo de esa idea tan española, nacida sin duda de las películas, de que en Estados Unidos reina una gran libertad de costumbres —. Si una mujer se quita aquí la parte de arriba del bikini la llevan presa por escándalo público.

Tuve un instante de abatimiento invencible: nunca iba a salir mi avión hacia Buenos Aires, aquel hombre no iba a dejar de importunarme con sus confidencias, con sus exageraciones y sus manías españolas, con su impávido sexismo. En los monitores de vídeo se alternaban los mapas meteorológicos de la costa Este y las columnas de los horarios y destinos de vuelos junto a los que parpadeaban signos de delayed o cancelled. El mío, por fortuna, aún era de los primeros, aún me estaba permitido un cierto grado de esperanza. En un televisor el anchor de un programa de la CNN hablaba ya de la tormenta de nieve llamándola Blizzard '94, como si fuera un acontecimiento deportivo o uno de esos megahits del grandioso show biz norteamericano.

Afuera, en las pistas borradas por la nieve y la niebla, el viento alcanzaba temperaturas polares, pero el interior de la terminal de tránsitos, con el suelo forrado de moquetas color burdeos, estaba tan insanamente overheated que Abengoa y yo acabamos por quitarnos los abrigos y las chaquetas, y al poco él tuvo que sacarse también su recio jersey de lana, hecho para climas más humanos, pero para calefacciones menos tórridas. Con una inconsecuencia muy norteamericana, una chica gorda, con pantalón de chándal y t —shirt de manga corta, lamía un ice cream casi tan montañoso como ella apoyándose en el muro de cristal, de espaldas al panorama ártico de la snowstorm. Abengoa la miró con cara de pena. Miraba exactamente a todas las mujeres, sin que se le pasara ninguna, calibrándolas de arriba abajo en fracciones de segundo, en parpadeos más rápidos que los de una Polaroid.

—Para mujeres las de Buenos Aires, Claudio, ya las verás cuando llegues. Inolvidables. Espectaculares. Matrícula de Honor. He recorrido medio mundo, y puedo decirte que la calidad de la pierna femenina en el Río de la Plata es insuperable. Ojo, también en la otra orilla, la banda oriental, como dicen ellos, en Montevideo. En Montevideo destacan, por así decirlo, las morenas con el pelo liso, lo tienen tan negro que les brilla como crin de caballo. En Buenos Aires lo mejor son las rubias, teñidas o no, da lo mismo, las rubias y las pelirrojas, Claudio, de parar la circulación. Porque además está cómo se visten, las minifaldas ajustadas que se ponen, los tacones altos. ¿Te has dado cuenta de que en todas las horas que llevamos sentados aquí no ha pasado ni una sola mujer con tacones?

No me había dado cuenta, claro. Uno se va haciendo poco a poco a la vida de aquí, y cuando vuelve a España ya encuentra algo up setting que las mujeres se pinten los labios y se pongan tacones y minifalda para hacer el shopping en la mantequería de la esquina, o que las chicas acudan a la junior high school maquilladas como gheisas, con corpiño, o top, según creo que llaman a esa prenda innegablemente turbadora, con los tiernos ombligos al aire, traspasados por un anillo... Por lo demás, oír hablar de mujeres en términos físicos era algo que me sonaba igual de antiguo que el abrigo echado por los hombros de mi padre, o que aquellos cigarrillos negros sin filtro que ya entonces habían empezado a matarlo sin que él lo sospechara.

Mientras escuchaba a Abengoa, yo miraba instintivamente a mi alrededor, por miedo a que aquella conversación fuera sorprendida, como si estuviera en el departamento y alguna faculty de feminismo agresivo rondara en busca de una oportunidad de acusarme de verbal harrassment o de male chauvinism. Pero él, Abengoa, estaba claro que vivía en otro mundo, no sé si más feliz, pero sí menos sobresaltado. Su ignorancia de las tremendas gender wars me pareció, contra mi voluntad, tan envidiable como su desenvoltura de narrador inocente, o naïf, para ser más exactos, aunque ya sé que tal noción es en sí misma tan discutible, tan, lo diré claro,
sospechosa
, como la de autor, o la de (italics, por supuesto)
obra
.

—Las mujeres y los hoteles —dijo, como recapitulando, bebiendo tan pensativamente como si probara un sorbo de vino, y esa declaración fue el principio de su confidencia, o de su relato, si he de aplicar le mot juste, pues hasta entonces, cabría decir, se había limitado a enunciar lo que llama Derrida su aparato pretextual —. Ésa es mi vida, Claudio, con sus luces y sus sombras, no te lo niego. A causa de una mujer y de un hotel no puedo volver a Buenos Aires...

Era de esas personas que buscan siempre corroboraciones materiales o documentales a lo que están diciendo: si hablan de su mujer y de sus hijos, nos muestran la foto que llevan en la cartera; si aseguran que un poema o una música los emocionan, se remangan casi temiblemente la camisa para que veamos cómo se les eriza el vello nada más que al mencionar esa emoción arrolladora; si nos cuentan que pertenecen a un club de aviación, o de pesca submarina, producen inmediatamente del interior de un bolsillo la tarjeta que lo certifica. Abengoa, al hablarme del hotel Town Hall («esos argentinos, siempre con la manía de ponerle nombres ingleses a todo»), rebuscó en una bien surtida cartera hasta encontrar un pequeño calendario de algunos años atrás que tenía en el reverso la foto en color de un edificio vagamente parecido al Waldorf Astoria, con un letrero vertical en la fachada que imitaba el del Radio City Music Hall. Entonces no me paré a pensar en la rareza de que Abengoa siguiera llevando en la cartera un calendario tan pasado. Era una foto nocturna, pero los colores del letrero luminoso y del cielo azul marino, así como la luz que procedía del lobby y brillaba en algunas ventanas, tenían esa crudeza de las postales turísticas españolas de los años sesenta: justo cuando el bigote fino de mi padre era aún negro y él salía a la calle con el abrigo por encima de los hombros y un cigarrillo recién encendido en un lado de la boca, en esos tiempos en que las estrellas de cine todavía fumaban y las compañías tabaqueras guardaban el secreto del cáncer de pulmón. Qué raro, pensé, mientras Abengoa no dejaba de hablarme, que este hombre no mucho mayor que yo me esté haciendo recordar a mi padre.

—No te niego que desde fuera el edificio impresiona —estaba diciendo Abengoa cuando volví de mí mismo, del breve sueño pasajero en el que aparecía mi padre, joven todavía e intocado por la muerte, con su pelo negro y ondulado, con la sonrisa que tenía al volver a casa, cuando se quitaba el abrigo de los hombros, pero no el cigarro de la boca, y sacaba del bolsillo, como regalo para mí, un cucurucho de papel lleno de cacahuetes recién tostados, o de castañas asadas, si era el tiempo —. El hall, las lámparas, incluso los ascensores, si me apuras, a pesar de aquellos manubrios, tenían clase, como dice Mariluz, que en cuanto vio aquellas maderas y aquellas alfombras se quedó encantada, como romántica que es. Todo lo antiguo le gusta, no puede remediarlo, las civilizaciones, el antiguo Egipto, todo lo exótico, el Oriente, los Califas, la China milenaria. Cada vez que la llevo a la Alhambra y entra en el Patio de los Leones se echa a llorar, se queda en éxtasis, dice que en una encarnación anterior ella debió de ser una sultana o una princesa mora. Recuérdame que te enseñe después la foto que nos hicimos los dos vestidos de moros en la Alhambra, una de esas fotos que parecen antiguas...

Temí que buscase de nuevo en la cartera, que me enseñara la previsible sucesión de sus snapshots de familia. También, debo confesarlo, me impacientaba aquella divagación tan poco pertinente al hilo principal de su historia. ¿Me estaba convirtiendo, a esas alturas de mi vida profesional, en un receptor pasivo y acrítico, en eso que Cortázar llamó, certera, pero infortunadamente, «un lector hembra»? ¿Estaba Abengoa, sin saberlo, ejerciendo la digression como transgression, como ruptura del discurso narrativo canónico, al modo de ciertos textos de Juan Goytisolo que yo mismo analicé en un paper titulado
Homo/hiper/hetero/textualidad
, al que hizo una mención muy breve, pero halagadora, el profesor Paul Julian Smith en uno de sus trabajos más recientes? (Imagino el disgusto que se llevaría Morini cuando leyó mi nombre en un artículo de la indiscutible primera figura de los Hispanic Studies.)

—Perdona, Claudio, que no me acuerdo de lo que estaba contándote —por instinto Abengoa regresaba a la narración lineal —. Con tantos aeropuertos y cambios de horario no tiene uno la cabeza en su sitio.

—El hotel de Buenos Aires —dije, algo nervioso, impaciente —. Tu llegada.

—Pues lo que te digo —había guardado el calendario y la cartera y se cruzaba de brazos para resumir confortablemente su narración —. Un desastre. No quiero contarte en qué estado se encontraban las habitaciones, sobre todo en los pisos más altos, en el piso quince, que fue a donde me mandaron, al extremo de un ala, como si el hotel estuviera lleno, aunque yo ya me había dado cuenta de que no podían tener más de cuatro o cinco habitaciones ocupadas. ¡Cuatro o cinco, Claudio, de un total de novecientas! Los muebles de desecho, el espejo del armario roto, la mesa de noche quemada de colillas, y también la colcha, claro, y la moqueta, tan raspada que en algunos sitios se veía la tarima de madera, y la televisión de aquellas en blanco y negro con la pantalla abombada. Del cuarto de baño ni te cuento, de una falta de profesionalidad vergonzosa, de juzgado de guardia, la ventana que no cerraba bien, la ducha de aquellas que antes llamábamos de alcachofa, toda oxidada, una pastilla de jabón a medio gastar, el papel higiénico negruzco y áspero, como el que tenían en los hoteles soviéticos, que te lijaba el culo, con perdón, te lo digo por experiencia, de cuando estuvimos Mariluz y yo en un viaje organizado por la ruta del Doctor Zhivago. La habitación, un verdadero mausoleo, y la cama un ataúd, con el somier flojo, que se hundía hacia el centro, y la ropa de cama una mortaja, pero todo, eso sí, de gran lujo, la cama queen size, la bañera doble, el lavabo de mármol, los muebles con terminaciones de marfil y aluminio. Un lujo, por lo menos, de hace sesenta años, y sin que hubieran tocado ni arreglado nada desde entonces, las puertas que no ajustaban, las sillas cojas, la cisterna del retrete gorgoteando día y noche, la televisión con rayas, que había que darle un golpe para que se quedara quieta la imagen, y además sólo podía verse tres o cuatro horas al día, por las restricciones eléctricas de entonces. Ésa era otra, los cortes de energía. Se iba la luz de pronto y tardaba horas en volver, así que si un negocio no disponía de su propio generador iba a la ruina, se pudría la comida en los frigoríficos, se quedaba la gente atrapada en los ascensores o tenía que subir a pie diez o quince pisos...

No era sólo el hotel Town Hall, me contó, era Buenos Aires entera desmoronándose, cayéndose a pedazos, las aceras reventadas, tapadas con tablones, los cables ilegales del teléfono o de la electricidad que se quemaban de noche y caían ardiendo a la calle, las tiendas de lujo de la calle Florida o del barrio de la Recoleta iluminadas por bujías o velas o lámparas de keroseno en los atardeceres, el ruido monótono de los generadores de electricidad oyéndose en todas partes, la gente yendo de un lado a otro desesperada o alucinada, contando billetes usados en medio de la calle o en los autobuses que se caían de viejos, haciendo colas ante las puertas de los bancos para desprenderse de la irrisoria moneda nacional y comprar dólares.

—Yo me había citado con Mariluz en Buenos Aires, por aquello de conformarla un poco por tantos viajes en que la dejaba sola, ya sabes, una segunda luna de miel. Además, a ella le gustan mucho los tangos, todo lo que sea típico, lo auténtico, como dice ella, nada de imitaciones, se muere por la samba brasileña, y por el fado portugués, pero el tango es que la vuelve loca. Viajar a Buenos Aires y escuchar tangos en El Viejo Almacén era el sueño de su vida, lo más grande, no sé, como para un japonés escuchar el concierto de Aranjuez en Aranjuez. Esto era un miércoles, y ella iba a llegar el viernes, pero cuando vi el aspecto que tenía el hotel estuve a punto de llamarla para que cancelara el billete. Y la llamé, ahora que me acuerdo, pero el teléfono no funcionaba, la gente robaba entonces los cables del teléfono para vender el cobre. Tampoco podía llamar al room service, en caso de que lo hubiera, así que decidí salir a tomar algo antes de que se me hiciera más tarde, y también para no quedarme dormido a deshoras, es lo peor que puedes hacer cuando vuelas tan lejos y se te trastorna el reloj biológico, como yo digo. Actividad, Claudio, es el único remedio, lo peor es quedarse tirado en la cama y ponerse triste mirando la televisión, que también era de pena. Imagínate, eran tan pobres que en los concursos el premio máximo podía ser una cafetera, o una batidora. Guardé mis cosas en el armario, me di una ducha en aquel cuarto de baño repugnante, intenté llamar de nuevo a Mariluz o a recepción y seguía sin haber línea, puse la tele y no había empezado todavía la programación, ya te digo que sólo funcionaba cuatro horas, de seis a diez de la noche. Así que nada, había que tirarse a la calle. Y mira por dónde, justo cuando yo salía de mi habitación vi que se abría una puerta en el otro extremo del pasillo. Pero en vez de a una criada vieja, una mucama, como dicen ellos, o uno de esos huéspedes con cara de momia que hay en los hoteles antiguos, ¿sabes a quién vi aparecer?

Dije que no con impaciencia, ya puerilmente atrapado en el relato: en su manejo de las pausas Abengoa mostraba un perfecto control de los devices narrativos.

—A una tía de caerse de espaldas —dijo, triunfal, tras unos segundos muy calculados de silencio —. A la mujer más guapa que he visto en mi vida.

IV

Abengoa era un yacimiento inagotable de sexismos verbales, un arcaico depósito sedimentario del idioma español (y de las implícitas ideologías patriarcales de dominación) con el que yo me había topado por azar en el aeropuerto de Pittsburgh, aislado no se sabía para cuánto tiempo por uno de los blizzards más tremendos del siglo, según repetían con victorioso entusiasmo los weather men (y women) de la televisión. Me veía a mí mismo como enfrentado a un case study, como un antropólogo que encuentra de repente a uno de los últimos miembros de una tribu al filo de la extinción. ¿Cuántos años habían pasado desde la última vez que yo oí hablar de (quote) «una tía de caerse de espaldas» (unquote)? ¿Diría también Abengoa que aquella mujer a la que vio en el pasillo del Town Hall estaba como un camión o como un tren, o que (comillas, por favor) «tenía un polvazo»?

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