Authors: Paul Watzlawick
Pertinencia significa comprometerse a sí mismo y a los demás, les guste o no, en acción social y política. Pertinencia significa, en último término, que tan sólo hay que escuchar a aquellos que están de acuerdo con uno y que están comprometidos con la propia causa de uno ... (31).
Por otra parte, las terribles simplificaciones se producen con frecuencia por parejas; es decir: pueden complicarse e intensificare mutuamente. Así por ejemplo, los problemas suscitados por la pertinencia de la enseñanza universitaria no solamente no se resuelven, sino que se complican a causa de las tentativas de las autoridades académicas para mantener la «tradición» docente aun cuando se haya vuelto anacrónica. La actitud aquí adoptada se basa frecuentemente en la simplificación de que, ya que las normas tradicionales de vida universitaria se han demostrado válidas en el pasado, no hay razón alguna por la que no deban ser mantenidas en el presente e incluso en el futuro. Desde este punto de vista, lo que los estudiantes estiman pertinente resulta muy justificado, «obre todo sus quejas acerca de que el establishment académico no puede investigar este problema, ya que la investigación revelaría que la situación no es tan sencilla, lo que llevaría al establishment a dudar de sí mismo.
La terca tentativa de aferrarse a una solución simple que se demostró válida en su tiempo, pero que ya no lo es, no está en modo alguno limitada a la universidad. Invade múltiples áreas sociales y puede ser observada también con frecuencia en los modos como los individuos intentan solventar sus problemas personales. De hecho, muchas actitudes calificadas como neuróticas o infantiles pueden ser consideradas como un resultado de la aplicación constante de una misma solución frente a circunstancias drásticamente alteradas. Esta tendencia no es tan sólo típica de los seres humanos, sino que se prolonga muy lejos en la jerarquía evolutiva y ha sido la causa principal de la extinción de numerosas especies. El recurrir una y otra vez a la misma forma de resolver problemas no es, en sí, malo; de hecho posee grandes ventajas de economía y simplificación, y la vida se complicaría inmensamente si las soluciones o las adaptaciones, una vez logradas, no pudiesen almacenarse y reservarse para nuevas aplicaciones en el futuro. Pero estas soluciones se convierten en terribles simplificaciones si, como hemos dicho, no se acepta que las circunstancias cambian constantemente y que las soluciones han de cambiar con ellas. Los padres que no alcanzan a comprender que los sencillos modos que tenían de manejar a su hijo cuando éste tenía ocho años, no resultan ya adecuados cuando el hijo tiene dieciocho, crearán enormes problemas con esta «solución».
En el campo de la medicina se pueden encontrar multitud de ejemplos análogos de simplificaciones engendradoras de problemas, debido especialmente a que aquí desempeñan un papel particularmente poderoso los factores emocionales. La complejidad de un grupo de enfermedades como las que se agrupan bajo la denominación global de cáncer es tal que incluso un consumado experto tan sólo puede abarcar una subárea de la totalidad del campo. Sin embargo, y como han mostrado las controversias acerca de medicamentos tales como el Krebiozin o el Laetrile, puede suceder de la noche a la mañana que un compuesto sin valor científico alguno llegue a alcanzar la reputación de ser una panacea sencilla y perfecta. Cuando los expertos lo niegan, más tarde o más temprano se llega a sospechar de su buena fe y se supone que desean suprimir el fármaco por siniestros motivos personales.
Resumiendo el contenido de este capítulo: un modo de abordar erróneamente un problema reside en comportarse como si tal problema no existiese. Hemos calificado como terrible simplificación a esta forma de negar su existencia. De ello se derivan dos consecuencias: a) el reconocimiento, aparte de cualquier tentativa de solución, del problema es considerado como una manifestación de locura o de maldad, y b) el problema que exige un cambio se complica crecientemente por los problemas creados por el erróneo modo de abordarlo.
Considerando esta situación sin salida aparente desde el punto de vista de la teoría de grupos, se puede afirmar que una simplificación satisface el concepto de miembro de identidad (la tercera propiedad del grupo), en la medida en que su introducción en un problema existente (concebido él mismo como miembro de un grupo) mantiene la identidad de este último, es decir: deja el problema sin modificar. Pero ya que nuestros miembros de grupo son problemas humanos que — al contrario que los miembros de grupo abstractos y estables en matemáticas, lógica, física teórica, etc. tienen una tendencia a intensificarse cuanto más tiempo permanecen sin resolver (mientras continúan manteniendo la estructura de grupo) una simplificación puede tornarse auténticamente terrible al complicarse el problema original.
He comprobado mediante una investigación a fondo que Utopía está más allá de los límites del mundo conocido.
GUILLAUME BUDÉ
Mientras perseguimos lo inalcanzable hacemos imposible lo realizable.
ROBERT ARDREY
Si un
terrible simplificateur
es alguien que no ve problema alguno donde existe en realidad un problema, su antípoda filosófica es el utópico que ve una solución donde no hay ninguna
[1]
.
La nuestra es una edad de utopías. Ciertos esfuerzos grandiosos y esotéricos no constituyen precisamente una moda transitoria sino que son un signo de nuestros tiempos. Toda clase de
gurús
ofrecen conducir por sendas que los mismos ángeles temerían hollar:
«El estado natural del hombre es el milagro del éxtasis; no deberíamos aspirar a menos»
, afirma el preámbulo de la constitución de una universidad
«libre»
. Un programa ofrece
«un sistema de desarrollo humano cuidadosamente estructurado para producir pensamientos lúcidos, equilibrio emocional y alegría y serenidad físicas. El resultado es la integración total de mente, emoción y cuerpo, que es la auténtica condición natural del hombre.»
Otro prospecto hace una introducción a un curso para matrimonios con las siguientes palabras:
«El matrimonio que supone el compromiso del amor no vale la pena.»
Y la descripción de un curso ofrecido por una institución altamente respetable de enseñanza superior promete confiadamente:
«Si su percepción de sí mismo es vaga y efímera, si siente usted que sus relaciones con los demás son difíciles, esta serie de seminarios, conferencias y labor práctica le devolverá la profunda riqueza y el profundo sentido de la vida.»
Mas ¿y si alguien no logra alcanzar dicho estado natural de milagro extático y si la vida no le despliega sus profundas riquezas?
A partir de 1516, cuando Tomás Moro describió aquella distante isla a la que bautizó con el nombre de
Utopía
(que significa: «en ninguna parte») se han escrito volúmenes enteros sobre el tema de la vida ideal. Sin embargo, mucho menos se ha dicho acerca de los resultados concretos, individuales y sociales de las expectativas utópicas. En nuestra propia época, tales resultados, así como sus peculiares derivaciones patológicas, están comenzando a ponerse de manifiesto. Virulentos y no limitados ya a sistemas sociales o políticos particulares, demuestran que las tentativas utópicas de cambio conducen a consecuencias muy específicas y que estas consecuencias tienden a perpetuar o incluso a empeorar aquello que se tendría que cambiar.
El extremismo en la solución de problemas humanos parece darse con mayor frecuencia como resultado de la creencia que uno ha encontrado (o incluso que puede encontrar) la solución última y absoluta. Una vez que alguien abriga esta creencia, resulta lógico para él actualizar esta solución y de hecho no sería fiel a sí mismo si no lo hiciese. El comportamiento resultante, al cual podemos designar como el síndrome de utopía, puede adoptar una de tres posibles formas.
La primera puede designarse como
«introyectiva»
. Sus consecuencias son definibles más directamente como psiquiátricas, que como sociales, ya que son el resultado de un profundo y doloroso sentimiento de ineptitud personal para alcanzar el propio objetivo. Si este último es utópico, el mero hecho de plantearlo crea una situación en la que la inasequibilidad del objetivo no es atribuida a su índole utópica, sino que más bien se echa la culpa a la propia ineptitud: mi vida debería ser rica y grata, pero estoy viviendo en la banalidad y el aburrimiento; debo tener sentimientos profundos e intensos, pero soy incapaz de despertarlos en mí mismo. Huida, retraimiento, depresión, quizás suicidio
[2]
son consecuencias de tal estado de ánimo. La descripción del programa de un panel de discusión acerca de
«Centros RAP»
[3]
, en la reunión celebrada en 1971 por la
Asociación Americana de Ortopsiquiatría
resume muy bien este problema:
... El público que asiste a estos centros difiere en ciertos aspectos del público de las clínicas clásicas, así por ejemplo, la «soledad» se experimenta como «insoportable» y es crónica; el miedo a las instituciones del establishment o a ser considerado como un «paciente» impide el tratamiento en otro lugar; no encontrando la felicidad instantánea y constante, tal vacío es considerado por los clientes de los centros RAP como «enfermedad»; es endémica en ellos una preocupación, muy arraigada, acerca de la policía (aun cuando no está justificada); todo entrenamiento profesional con fines de «ayuda » es considerado innecesario e incluso perjudicial. Y sin embargo, acude más público a los centros RAP que a las Clínicas de Salud Mental Comunitarias (54).
Otras posibles consecuencias de esta forma del síndrome de utopía son alienación, divorcios y concepciones nihilistas del mundo; con frecuencia hay abuso de alcohol o de drogas y las breves euforias que producen van inevitablemente seguidas por el retorno a una realidad aún más fría y más gris, retorno que hace más atractiva aún la
«huida»
existencial.
La segunda variante del síndrome de utopía es mucho menos dramática e incluso puede tener cierto encanto. Su lema puede estar representado por el conocido aforismo de Roberto Luis Stevenson:
«Es mejor viajar colmado de esperanzas que llegar a puerto»
, aforismo que probablemente tomó de un proverbio japonés. En lugar de autoacusarse por ser incapaz de llevar a cabo un cambio utópico, el método elegido es relativamente inofensivo y está representado por una forma de dilación o demora más bien agradable. Ya que el objetivo está distante el viaje será largo, y un viaje prolongado requiere una dilatada preparación. De momento no es necesario plantear la incómoda cuestión relativa a si, en último término, podrá alcanzarse el objetivo o bien si para alcanzarle vale la pena tan largo viaje. En su poema Itaca, el poeta griego Constantino Kavafis describe esta actitud. Ruega que el camino sea largo, aconseja al navegante, que tu viaje esté lleno de aventuras y experiencias. Deberás tener siempre presente a Itaca, estás predestinado a llegar allí; pero no apresures tu viaje, es preferible que dure muchos años. Sé bastante viejo cuando eches el ancla en la isla. Y Kavafis conoce una solución no utópica: Entrarás en puertos que jamás has visto y rico con cuanto hayas ganado por el camino, no esperes que Itaca te dé riquezas. Itaca te ha dado tu agradable viaje, sin Itaca no habrías partido. Pero la sabia y conciliadora solución de Kavafis tan sólo está abierta a unos pocos, ya que el sueño de llegar a Utopía puede ser alarmante: ya como miedo, ya como desencanto, o bien, en el sentido de Hamlet de que es
«preferible soportar aquellos males que nos agobian, que huir hacia otros que no conocemos»
. En cualquier caso, lo que importa es el viaje, no la llegada; el eterno estudiante, el perfeccionista, la persona que reiteradamente se las arregla para fracasar al borde mismo del éxito son ejemplos de viajeros que peregrinan eternamente y no llegan nunca al término de su viaje. La psicología de lo inalcanzable precisa de que cada cumplimiento actual sea experimentado como una pérdida o una profanación: para el judío devoto, la realidad política representada por el estado de Israel no supone sino la banal parodia de un viejo anhelo mesiánico. Para el amante romántico que finalmente logra conquistar a la mujer hermosa, la realidad de su victoria es un pálido reflejo de lo que eran sus sueños. George Bernard Shaw ha expresado el mismo pensamiento en términos más sarcásticos:
«Existen dos tragedias en la vida. Una de ellas consiste en no lograr lo que vuestro corazón desea. La otra consiste en lograrlo»
.
Esta forma de utopismo se vuelve problemática en la vida cotidiana cuando una persona espera que «llegar» — como contrapuesto a una visión de la vida como un proceso constante — suponga la desaparición completa de los problemas. Desde nuestro punto de vista resulta interesante que, por ejemplo, muchas de las mayores transiciones que suceden en la vida (transiciones que normalmente implican ciertas inquietudes o dificultades personales) son descritas en la mitología popular como experiencias deliciosas y totalmente libres de perturbación: los recién casados felicitados por amigos y parientes (y desde luego, por los grandes almacenes) con frases como
«estamos seguros de que seréis muy felices»
; el
«encanto»
de la luna de miel; la joven pareja, que va a tener su primer hijo y a la que todos aseguran las alegrías de la paternidad y cómo se sentirán mucho más unidos; la jubilación como un estado de sereno sentimiento de haber cumplido con la misión encomendada y de apertura hacia nuevas posibilidades; el encanto de llegar a una ciudad distante y exótica, etc., etc.
La tercera variante del síndrome de utopía es esencialmente proyectiva y su ingrediente básico es una actitud moralista rígida por parte del sujeto, que está convencido de haber encontrado la verdad y con tal convicción asume la responsabilidad misionera de cambiar el mundo. Esto lo intenta primeramente mediante diversas formas de persuasión y con la esperanza de que bastará que la verdad sea lo bastante evidente, para que forzosamente la vean los hombres de buena voluntad. En consecuencia aquellos que no quieran aceptarla o ni siquiera quieran escucharla actúan de mala fe y su destrucción en beneficio de la humanidad puede aparecer como justificada
[4]
. Así pues, si mi vida no supone un estado permanente de arrobo extático, si no se ha cumplido aún el amor universal de todos por todos, si a pesar de mis ejercicios zen no he alcanzado aún el sátori, si continúo siendo incapaz de comunicar de un modo profundo y expresivo con mi pareja, si el sexo es para mí una desilusionante y mediocre experiencia, un pálido reflejo de lo que describen los numerosos manuales acerca de la vida sexual, ello es culpa de mis padres, de la sociedad en último término, ya que sus leyes y limitaciones me han incapacitado y no aceptan concederme ni la simple libertad de realizarme.
Wir vom System krankgemachte Typen
("Nosotros, los enfermados por el sistema"): así es como algunos extremistas alemanes se ven a sí mismos en relación con la sociedad. Pero con eso volvemos a Rousseau:
que la nature a fait l'homme heureux et bon, mais que la societé le deprave et le rend miserable.
Robert Ardrey, comentando esta frase inicial del
Émile
, opina que a partir de ella comenzó lo que él designa justamente como la era de la coartada: la naturaleza me hizo feliz y bueno, y si no lo soy, la culpa es de la sociedad. La edad de la coartada, escribe en
El Contrato Social
,