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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Cabo Trafalgar (11 page)

BOOK: Cabo Trafalgar
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–Más señales del buque insignia, señor comandante. Rocha lleva el catalejo hacia las vergas del Bucentaure. Las banderas ascienden con las drizas entre el humo de los cañonazos, repetidas por las fragatas que navegan por sotavento a lo largo de la línea. Diligente, el guardiamarina Ortiz busca en el libro de señales:

-Los más proporcionados sostengan a los que están con desventaja en la acción.

–¿Se refiere a la vanguardia, al centro o a la retaguardia?

–A nadie en particular, señor comandante. El comandante del Antilla contiene la maldición que le sube a la boca. Estúpido Villeneuve. Esa señal induce a la confusión. Puede referirse a los navíos ya empeñados en combate, recomendando a cada comandante actuar con su navío como crea oportuno, sosteniendo a los compañeros más acosados (a fin de cuentas eso va de oficio, y es lo que se espera de un hombre de honor y de un marino decente); pero, interpretada en sentido general, también puede significar que el almirante en jefe renuncia a mandar la línea de forma organizada y deja a cada navío la facultad de actuar por su cuenta. Y eso, decirlo así, con señales, a gritos, cuando la batalla acaba de empezar, es reconocer de antemano que todo se está yendo al carajo. Que el jefe supremo de la escuadra aliada considera la melé inevitable y que, de aquí a un rato, cada perro se estará lamiendo su cipote.

–Ese francés no conoce su oficio y nos ha perdido a todos.

Oroquieta y el joven Ortiz lo observan sorprendidos, pues el comandante tiene fama de frío y no es hombre dado a censurar en público a los jefes. Pero a Carlos de la Rocha, consciente de sus miradas, le da lo mismo. Está furioso, como deben de estarlo la mayor parte de los capitanes españoles y franceses que de tan estúpida forma son encaminados al matadero. Ahora, fúnebre, Rocha recuerda el relato que hizo el mayor general de la escuadra, Antonio Escaño, del consejo de guerra mantenido en Cádiz antes de la salida a la mar. La reunión tuvo lugar días atrás, en la cámara del Bucentaure, con asistencia de los oficiales generales y los capitanes de navío más antiguos. Según Escaño, desde que Villeneuve abrió la boca estaba claro que buscaba un pretexto para quedarse en Cádiz a resguardo de los ingleses. El punto era que, bajo el camelo de consultar, pretendía endilgarles el asunto de no salir a sus oficiales y sobre todo a los españoles, más conscientes que nadie de la debilidad de sus tripulaciones y el mal estado de muchos navíos. Saltaba a la vista que la intención del gabacho era decir en su informe a París que se plegaba al consejo español de quedarse en casita. Estos españoles ya se sabe, Sire, etcétera. Todo el día oliendo a ajo, con sus barcos sin tripulantes y sus oficiales rezando el rosario. Qué le voy a contar, majestad imperial, lo que sufro teniéndolos bajo mi mando. Snif.

De cualquier modo, salir en busca de los ingleses era poco aconsejable, según se planteó de común acuerdo al final del consejo: se avecinaba mal tiempo y era mejor seguir allí, de momento, obligando a los ingleses a un largo bloqueo que desgastaría sus fuerzas pese a tener cerca la importante base de Gibraltar. Al cabo ése fue el informe enviado por Villeneuve a París. Pero en el consejo las cosas no transcurrieron tan plácidamente como el informe hacía creer. Los franceses (pese a que ellos mismos tenían graves deficiencias en sus barcos y tripulaciones, diezmadas por la reciente revolución y por el desastre de Abukir) empezaron la charla muy sobrados, o-la-lá, confundiendo la prudencia realista de los españoles con pura y simple caguetilla. Gravina, el almirante español, estuvo callado al principio, dejando al mayor general Escaño poner las cosas en su sitio: barcos escasos de tripulación, dijo, insuficiente armamento, el Santa Ana, el San Justo y el Rayo (el abuelo de la escuadra, construido en La Habana, con cincuenta y seis tacos de servicio en las cuadernas) recién salidos del arsenal y faltos de todo, la marinería inexperta en la maniobra y el manejo de los cañones, y algunas dotaciones que hace ocho años que no navegan. Hasta ustedes, les dijo a los gabachos, han tenido que completar tripulaciones con soldados de infantería que apenas tienen ropa, están enfermos y no han pisado un barco en su vida. Mientras que los ingleses, fogueadísimos, llevan ininterrumpidamente en el mar desde el año 93, que se dice pronto. Además el barómetro baja, añadió Escaño, y se avecina mal tiempo. En ese punto, el almirante franchute Magon (un chulo de aquí te espero) dijo:

–Aquí lo que baja es el valor.

Y puso cara de fumarse un puro. Entonces Dionisio Alcalá Galiano, comandante del Bahama, hombre por lo general finísimo y mesurado (con una biografía impresionante: cartógrafo, científico, explorador y excelente marino), dio un puñetazo en la mesa y lo invitó a salir afuera para repetir eso mismo con una espada en la mano, a ver si lo que bajaba era el valor de los españoles o el nivel de ingresos en el barrio chino de Marsella de la madre del señor almirante Magon.

–¿Ha usted comprí o no ha usted comprí?

–¡Nomdedieu!… ¿Quesquildit cetespagnol?

–Digo que a su señora madre se la tiran pagando.

–¡Mais vuayons!… ¡C’est inaudit ni jamáis escrit!

–Perdona, chaval, pero no hablo catalán. ¿Du yu spikin spanish?

Al fin se puso paz a duras penas, pero luego fue Villeneuve quien volvió a la carga, el cielo abierto, diciendo que bueno, que si los españoles no querían salir, no se salía. Pas de probleme, mes amis. O sea. Dacord. Y ahí fue el educadísimo y diplomatiquísimo almirante Gravina, que también empezaba a mosquearse, quien se vio obligado a precisar que los españoles estaban dispuestos a salir si se les mandaba que salieran. ¿Comprí, mesanfants? Ñus sortons silfo y si no fó también sortons (como era tan finolis, Gravina sí que hablaba un francés de puta madre). Y recordó al señor almirante Villeneuve que, en vez de marear tanto la perdiz (mareer la perdrix), más le valía tener en cuenta que siempre que se operó con escuadras combinadas (combines), los navíos españoles fueron los primeros en entrar en fuego y bailar con la más fea (danser avec la plus espantóse); como en Finisterre, y no es por señalar (pur signaler), donde los navíos franceses de ustedes, tan intrépidos, desampararon al Firme y al San Rafael y se quedaron rascándose los huevos (se touchant les oeufs) mientras, después de batirse los nuestros como leones (su propio emperador lo dijo), se los llevaban apresados los ingleses por el morro. ¿Nespá?… Dicho lo cual, como los franchutes aún se miraran unos a otros con ojitos de guasa, como diciendo a nosotros nos la van a dar con fromage estos pringadillos, Gravina se olvidó de la diplomacia, de las recomendaciones de Godoy y de sus bailes con la reina, se puso en pie y dijo: pues vale, colegas. Hasta aquí hemos llegado. Jusqua icí exacteman ojurduí. Para cojones los míos. – A la mar ahora mismo, todos. Y maricón el último. Y los otros españoles se levantaron con él, diciendo eso, qué hostias, a la mar todo cristo y que salga el sol por Antequera. Cagüentodo ya. Tras lo cual Villeneuve recogió velas y dijo pardón, mesiés, tampoco es para ponerse así, jamáis de la vie, no es cosa de salir de cualquier manera, veamos. Voyons, mes camarades. Serenité, egalité y fraternité. Votemos. Y votaron, claro. Magon votó por levar anclas. El resto, los españoles, Villeneuve y también sus tigres gabachos de los siete mares que se comían a los ingleses sin pelar, votaron por no salir, de momento. Y ahí quedó la cosa. Lo que pasa es que, a los pocos días, Villeneuve se enteró de que Napoleón, que estaba de él hasta la punta del nabo, mandaba al almirante Rosily para relevarlo y con la orden de que volviera a París, donde los periódicos lo estaban poniendo también a caer de un burro. O sea: que se quite de en medio ese subnormal y se presente aquí cagando leches, que uno de estos días tengo que irme a machacar un poco a los austríacos, ganar la batalla de Austerlitz o alguna de ésas y entrar en Viena y toda la parafernalia, pero antes le voy a arreglar el pelo. Joder. Entonces a Villeneuve le entró el pánico, claro, porque el Petit Cabrón, a las malas, era peor que Nelson un rato largo. Y decidió que, en fin, mejor salir a jugársela, aunque fuera sin esperanza de comerse un colín, a verse en el paredón o con la cabeza metida en el invento del doctor Guillotin. Y bueno. Llamó a Gravina; y éste, que después de lo dicho ya no podía volverse atrás, y además tenía encima de la chepa al hijo de puta de Godoy diciéndole por correo, a diario, que tragara cuanto hubiera que tragar y que cumpliera las órdenes del franchute a rajatabla, no se fuera a cabrear el Ñapo de los huevos, no tuvo otra que encogerse de hombros y decir vale. Okey, Mackey. Levemos anclas y que sea lo que Dios quiera. Como apuntó el mayor general Escaño cuando los capitanes españoles se despedían unos de otros: que no quede nada por hacer, hijos míos. Así al menos, salvaremos el honor. Y allí estaban todos ahora, salvando el honor a falta de otra cosa, cerca del cabo Trafalgar, metidos en la mierda hasta las cejas, arrastrando consigo, en tan inmensa gilipollez, a miles de desgraciados a los que el honor, el valor, el pundonor y toda aquella murga terminada en or se la traía, la verdad, bastante floja.

–Ya se ha liado ahí también, mi comandante -indica Oroquieta.

Carlos de la Rocha apunta otra vez el catalejo hacia el centro de la escuadra, donde los cebollazos retumban ahora por todas partes. El tres puentes de la insignia blanca, que a estas alturas parece claro se trata del Victory y lleva dentro a Nelson, ha intentado, en efecto, cortar la línea aliada por el hueco de la popa del Bucentaure; pero el navío más próximo en la línea, el francés Redoutable (ese valiente y pequeño capitán Lucas, popular en toda la escuadra), acudiendo en socorro de su almirante, ha forzado vela hasta casi meter su bauprés en la toldilla del buque insignia de Villeneuve, y le impide al otro el paso. El impulso del inglés, que venía rápido, lo ha hecho abordarse con el Redoutahle, y ahora ambos navíos están sacudiéndose estopa de modo salvaje. El inglés ha perdido el palo de mesana, y en ese momento se le desploma el mastelero de velacho, mientras por los flechastes de su adversario se ve trepar hombres a las cofas para maniobrar las velas y para castigar la cubierta del británico con mosquetería, frascos de fuego y granadas. El crac, crac, crac de los fusiles y las pistolas no deja un instante de silencio entre el fragor de los cañonazos. Agarrados uno al otro por garfios de abordaje, los dos navíos derivan con la brisa saliéndose de la línea, arrancándose nubes de astillas, bajo los remolinos de humo.

–Ese Lucas los tiene en su sitio. El comandante Rocha está de acuerdo. Aferrado al enorme tres puentes, cuya cubierta superior es el doble de alta, el Redoutable se bate con una bravura increíble, setenta y cuatro cañones contra cíen. Y no sólo eso: en su cubierta pueden apreciarse masas de hombres que saltan al abordaje del Victory trepando como pueden por la jarcia y vela caída, por la verga del propio palo mayor, por el ancla del inglés, y son rechazados una y otra vez. El mastelero de juanete mayor enemigo se desploma entre una maraña de jarcia y velas destrozadas. Nelson está recibiendo lo que no está escrito. Y por lo menos, gane quien gane, no se irá de rositas. Como no se fue en el 97, cuando tuvo que batirse en retirada ante las cañoneras españolas en La Caleta, ante Cádiz; ni cuando a los pocos días, además de doscientos veintiséis muertos y ciento veintitrés heridos, perdió el brazo derecho intentando tomar Tenerife. O sea, que genio del mar, sin duda. A menudo vencedor, quizás. Imbatible, ni de coña. – Eso no puede durar.

Y no dura. Otro tres puentes inglés acaba de colarse por el hueco de la línea y acude en socorro de su almirante, dobla al Victory y al Redoutable, que siguen derivando juntos, y se pone a estribor del francés, peñol a peñol, cogiéndolo entre dos fuegos y arrasando su cubierta. Y un tercer inglés, un setenta y cuatro que cruza también la línea, se le sitúa ahora por la popa, uniéndose al castigo. Cae el palo mayor del Redoutable sobre el tres puentes que tiene a estribor, y los masteleros de juanete de éste se desploman a su vez sobre la cubierta del francés. Aferrados en su abrazo mortal, enredados entre palos, velas y jarcias caídas, el Viciory, el Redoutable y el tres puentes derivan despacio a sotavento entre fogonazos y llamaradas, sin dejar de batirse.

Rocha observa que los navíos ingleses siguen entrando por el hueco, que es cada vez más amplio, envolviendo a los buques del centro aliado. Lo mismo debe de ocurrir en la retaguardia, pues desde el centro hasta la cola toda la línea es una sucesión de palos que caen, humareda y estruendo de combate. Pumba, pumba, pumba. Está claro que allí franceses y españoles pelean con denuedo y que la batalla se ha convertido en un carajal de combates individuales y abordajes. Rocha supone que el Príncipe de Asturias, con Gravina y Escaño a bordo, se estará batiendo bien, como siempre, fiel al estilo del almirante y de su mayor general, y que el bravo Alcalá Galiano, con su Bahama, estará a la altura. A ésos no los achantan ni los ingleses ni nadie. Al fondo, un buque aliado o inglés arde como una antorcha, el humo negro de su cubierta en llamas elevándose sobre el velo blanco de los cañonazos. Sentenciado. Ojalá no se trate del San Juan Nepomuceno, piensa Rocha, imaginando a su amigo Cosme Churruca, tozudo, inteligente y valeroso como él solo, siempre pálido, desaliñado y con la peluca mal empolvada, peleando en la cubierta hecha astillas de su navío. A pesar de la imagen dramática, Rocha no puede menos que sonreír para sus adentros. Churruca es de los que no se rinden nunca y venden caro su pellejo, con un concepto del honor tan estrecho que es capaz de perjudicarse por no quebrantarlo. Tiene, eso sí, un corazón de oro (cuando se le amotinaron cuarenta infantes de marina consiguió que el rey les perdonase la vida, aunque estaban juzgados y condenados a muerte), pero en cuestiones del servicio es preciso como un sextante inglés. Como el propio Rocha, ni juega, ni fuma, ni bebe. Los dos marinos se conocen desde el gran asedio de Gibraltar (cada uno mandó un bote de la Santa Bárbara durante el desastre de las baterías flotantes), y su relación se afianzó durante la segunda expedición científica al estrecho de Magallanes con la Santa Casilda y la Santa Eulalia, donde el ahora comandante del San Juan se encargó de la astronomía y la oceanografía. Vasco de Motrico, autor de valiosos tratados navales y científicos, respetado por los sabios franceses e ingleses, destacado en París con Mazarredo durante la estancia de la escuadra española en Brest (el Petit Cabrón, todavía Primer Cónsul, le regaló un sable de honor, por cierto, una chorrada llena de floripondios), Churruca estuvo a punto de caer en desgracia cuando se opuso a entregar seis navíos españoles a los franceses, entre ellos el Conquistador, que era su ojito derecho. Ni harto de vino me trago esa vergüenza, dijo. Y lo devolvieron a España, y a punto estuvieron de confiscarle el sable gabacho. Pero Godoy, que siempre lo apreció mucho, le entregó el mando del San Juan a petición propia. En palabras del propio Churruca al hacerse a la mar desde Cádiz, al menos le permitieron cortarse a gusto la mortaja.

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