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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Cabo Trafalgar (10 page)

En el mismo tono quedo, el comandante le sugiere que cierre la boca o se la cierra él. A lo largo de la línea, luchando con la marejada y las velas flojas, remolcando por la popa botes y lanchas echados al agua para desembarazar las cubiertas, los navíos españoles y franceses empiezan a maniobrar para acercar más sus proas al viento y presentar las baterías de babor a los ingleses que, observa Quelennec, ya están ahí mismo, forzando velas cuanto pueden y casi a tiro de cañón: la columna con gallardete blanco enfilando directa hacia el centro de la línea (a Quelennec no le disgusta en absoluto tener órdenes que lo manden con la música a otra parte) y la columna con gallardete azul, la de más al sur, cambiando ligeramente el rumbo: si antes se dirigía hacia la retaguardia, con intención aparente de envolverla, ahora apunta también casi al centro de la línea, cuatro o cinco buques aliados más abajo del punto de corte de sus compañeros. Algunos de los veteranos de la
Incertain
, que observan encaramados en las mesas de guarnición, creen haber reconocido al
Royal Sovereign
en el navío de la insignia azul que, encabezando la línea inglesa, se dirige derecho hacia el
Santa Ana
, el tres puentes donde enarbola su insignia el teniente general Álava, cuya división está compuesta por cinco navíos franceses y tres españoles. – Por ahí van a cortar esos cabrones. Desolado, Quelennec comprueba que tampoco esa división, el cuerpo fuerte de la escuadra, navega como para tirar cohetes de alegría. Ni de loin. Los franceses
Fougueux
y
Pluton
siguen las aguas del tres puentes
Santa Ana
; pero el francés
Indomptable
y el español
Monarca
han caído mucho a sotavento, dejando unos claros de juzgado de guardia en la línea, de la que además faltan otros dos buques: el reumático
San Justo
, que sigue zascandileando por arriba, y el
Intrepide
, francés, que entre unas cosas y otras, maniobras y contramaniobras, amaneció despistado con la división de Dumanoir que navega a la cabeza de la línea, en vanguardia.

Por lo menos, se consuela Quelennec mientras la
Incertain
sigue recorriendo la escuadra de norte a sur, la retaguardia, ahora formada por la fuerza de observación del almirante Gravina, que estaba apelotonada intentando situarse en posición de combate, empieza a ordenarse de modo razonable. Así, los tripulantes de la balandra ven desfilar por su través de estribor al
Algésiras
, que pese a su nombre es un setenta y cuatro cañones francés que enarbola la insignia del contralmirante Magon, y luego al español
Bahama
, a los franceses
Aigle, Swift-SureyArgonaute
, al español
San Ildefonso
(uno de los mejores y más modernos navíos españoles) y al francés
Achille:
todos de setenta y cuatro menos el
Argonaute
, que artilla ochenta. Sotaventeados, pero esforzándose como buenos chicos por ganar su puesto, navegan también los españoles
Montañés y Argonauta
. Y tras un claro de un par de cables, cerrando la inmensa línea que ahora se extiende como un arco abombado hacia el este a lo largo de unas cuatro millas, el
Príncipe de Asturias
(tres puentes y ciento catorce cañones, con la insignia del almirante Gravina y con su ayudante el mayor general Escaño a bordo), el francés
Benvick
, y otro setenta y cuatro español que cierra la fila: el
San Juan Nepomuceno
, mandado por el brigadier Churruca: un comandante taciturno, flaco y pálido, a quien sus estudios de hidrografía y astronomía, amén de su valor en combate, lo hacen respetado hasta por los ingleses (que en esos chulos arrogantes ya es mucho respetar). Quelennec lo conoce personalmente, pues hace tiempo, en Brest, tuvo ocasión de desempeñar tareas a su lado. No es simpático, pero impone. Cuentan que tras una larga vida en el mar acaba de casarse con un yogurcito joven, de buena familia. L’amour, y todo eso. También cuentan que, como al resto de los comandantes españoles, la Real Armada le debe varias pagas atrasadas, y que en Cádiz ha subsistido dando clases particulares de matemáticas. O sea. L’Espagne. Siempre cuidando al personal que te rilas.

–Nueva señal del almirantuá.

Quelennec mira hacia la
Themis
, la fragata más cercana, por cuya jarcia, repitiendo las señales que desde lejos hace la
Argus
, trepan las banderas que el joven Galopin empieza ya a descifrar en el libro de señales.

-Que el combate sea con el mayor empeño.

–Pues vale, pues me alegro. Ye suis trecontant. Apunta la hora, anda.

–Es midí, mi comandante.

–Dame la posición, Kieffer.

El piloto, que está guardando el sextante en su caja, consulta las notas, le señala con la mano extendida una demora a su ayudante Manolo Coguegüevós, y éste asiente con la cabeza.

–Treinta y seis grados ocho minutos norte, mon comandant… Con el cabo Trafalgar demorándonos cuatro leguas al este-sudeste.

–¿Seguro?

–Lo que yo le diga.

Las últimas palabras del piloto se ven punteadas por el estruendo lejano de un cañonazo. Puum-ba, hace. Sobresaltado, Quelennec mira hacia el norte y ve una nube de humo blanco enroscándose empujada por la brisa a la altura del
Fougueux
, un poco más abajo del centro de la escuadra aliada, allí donde la columna inglesa del gallardete azul, la que navega más al sur, está a punto de cortar la línea entre éste y el
Santa Ana
. Entonces, con una sucesión interminable de estampidos, de los costados de los navíos empiezan a surgir fogonazos y humaredas, y el fuego se corre, ensordecedor, del centro hacia abajo, a lo largo de la línea.

Pumba, pumba, pumba. La ira de Dios. La batalla. Sesenta navíos, cinco mu novecientos cuarenta cañones, cuarenta mil hombres arrimándose candela. Desde la
Incertain
, Quelennec y sus gabachos ven, impotentes y fascinados, cómo se desencadena la tormenta. Las balas perdidas levantan piques de espuma en el agua como si lloviera granizo del cielo. Toda la mitad inferior de la línea aliada es ahora un ensordecedor retumbar de artillería, de humo blanco y gris punteado por fogonazos, mientras franceses y españoles terminan de izar sus banderas de popa y escupen andanadas contra la cabeza de la línea inglesa, cuyos primeros navíos empiezan también a devolver el fuego. Bumraaca. Bumraaca. Sobre la humareda de las baterías, las velas inglesas se acercan más y más a las de la escuadra combinada, mientras por las jarcias de unos y otros trepan a las vergas minúsculas figurillas de marineros apresurados que recogen las velas bajas. Y ahí van los ingleses, comprueba admirado a su pesar el comandante Quelennec. Imperturbables, los cuatro primeros navíos que siguen al del gallardete azul intentan meter la proa en los huecos de la formación aliada, y el
Santa Ana
sacude una andanada con todas sus baterías de babor que hace al primer inglés escorar un par de tracas. Sus velas parecen flotar sobre el humo que oculta los cascos, donde empieza a crepitar ahora, nutridísimo, un siniestro crac, crac, crac: el fuego de mosquetería de cientos de fusiles disparados desde las cubiertas y las cofas.

–Van a pasar, momdedieu. Esos cochons van a pasar. El
Indomptable
, francés, está demasiado a sotavento para cerrar el hueco entre el
Santa Ana
y el
Fougueux
, y aunque este último fuerza velas (Quelennec imagina al capitán Badouin ronco de gritar órdenes en el alcázar) mareando la gavia de la mayor, la sobremesana y largando el juanete mayor para arrimar su proa a la popa del español y cerrar el paso al tres puentes inglés de gallardete azul, éste, sufriendo un fuego espantoso, sigue adelante. Y las cosas como son: con un par. Otros barcos ingleses se separan de su línea de ataque para elegir puntos de corte en la formación aliada, y dos de ellos convergen hacia el hueco que el español
Monarca
, sotaventeado también, deja entre el
Pluton
y el
Algesiras
, Pumba, pumba, pumba. El incesante cañoneo vuelve el humo tan espeso que termina cubriendo la acción: ahora, desde sotavento de la línea, donde se halla la
Incertain
, sólo se ven fogonazos y remolinos de pólvora que ascienden en espiral entre el inmenso bosque de palos y velas desplegadas que se van llenando de agujeros a medida que el cañoneo se prolonga. Craaaac. Un barco, Quelennec ignora si aliado o inglés, pierde el mastelero de sobremesana hasta la cofa, y luego el palo entero cae entre la humareda, llevándose con él desamparadas figurillas que se agarran de la jarcia y caen al mar. – ¡Están pasanduá, mon comandant!

Quelennec siente que se le desploma el alma. Trueno de Brest. Entre el humo asoma ahora, a este lado de la línea, el negro costado de estribor del
Santa Ana
, que arriba un poco con la popa destrozada, mientras junto a ella aparece la proa del tres puentes inglés con insignia azul en el trinquete. Es evidente que el
Royal Sovereign
, si es él, ha logrado cruzar entre el
Fougueux
y el
Santa Ana
, y tras largarle a este último una terrible andanada de enfilada por la popa, el lugar más vulnerable (las balas y la metralla devastan la cubierta a lo largo, destrozando cuanto encuentran a su paso), y haberle hecho, seguro, una carnicería de cien o doscientos hombres a bordo, orza situándose a su costado, por sotavento. A su vez, el inglés sufre el fuego concentrado del
Fougueux
, del
Indomptable
y del
Monarca:
cae primero su palo mayor y luego el de mesana. Pero ya asoman entre la humareda dos nuevos navíos ingleses en socorro del gallardete azul. Otros tres parecen rodear al maltrecho
Santa Ana
, mientras, aún al otro lado de la línea, las velas de al menos diez británicos se dirigen contra los siguientes barcos españoles y franceses. Desde el lugar de observación de Quelennec, que mira y remira angustiado, la táctica inglesa resulta evidente: envolver a cada barco enemigo con la superioridad de varios navíos propios, e ir bajando hacia el final de la línea, batiéndolos uno por uno. Una melé de artillería, mosquetazos y abordajes. El toque Nelson. En vez de las clásicas batallas navales con escuadras cañoneándose de lejos, aquélla se ha convertido, desde el primer momento, en una serie de sangrientos combates individuales a tocapaños. O sea, peñol a peñol. Dicho en lenguaje de tierra: a quemarropa.

6. La insignia blanca

Apoyado en el coronamiento en forma de herradura, bajo el gran farol que remata los adornos pintados de rojo y amarillo de la balconada de popa del Antilla, el capitán de navío don Carlos de la Rocha mira hacia el sur, desde donde llega el lejano estruendo de la batalla. El setenta y cuatro cañones español navega el segundo en cabeza de la línea, ciñendo el viento con gavias y juanetes a seis cuartas por babor tras las aguas de otro español, el Nepiuno, y con el francés Scipion como matalote de popa. Aquí arriba, en la vanguardia, a excepción de una solitaria vela inglesa que se acerca de vuelta encontrada desde el norte (tal vez un explorador que no ha podido unirse al grueso de su escuadra y fuerza velas para llegar a tiempo) todo permanece tranquilo. Aunque están demasiado lejos para apreciar los detalles del combate empeñado casi al otro extremo de la escuadra, la línea de arco (en forma de cruasán, o sea, más franchute imposible) de cuatro a cinco millas de longitud que forman ahora los navíos aliados permite a los de cabeza distinguir más o menos lo que pasa en la retaguardia, sin que el humo, que la brisa del oeste empuja a sotavento, dificulte demasiado la visión. Y lo que pasa allí abajo no pinta nada bien. En cuanto a la columna inglesa que sigue al tres puentes con insignia blanca (sin duda el buque insignia del vicealmirante Nelson, que algunos oficiales del Antilla creen identificar como el navío de primera clase Victory], sus capitanes parecen tener prisa por comerse el cruasán, los jodíos, pues, aunque sin rebasar a su jefe, todos fuerzan trapo, adelantándose los más veleros hasta las aletas derecha e izquierda de éste, y tras recibir un par de andanadas de los navíos situados al sur de la vanguardia, caen ahora a estribor y apuntan las proas exactamente hacia el centro de la escuadra combinada, allí donde están el Santísima Trinidad y el Bucentaure, buque insignia del almirante Villeneuve. Que ya se encuentran a menos de medio tiro de cañón y hacen, como el resto de los buques de su división, un fuego vivísimo sobre el de la insignia blanca.


–Al inglés lo están poniendo bonito -comenta el teniente de navío Oroquieta, pasándole el catalejo a su comandante.

Es cierto. Bonito de primera comunión. A simple vista se aprecia el enorme castigo que sufre el tres puentes británico, que con sus baterías silenciosas sigue impávido su aproximación a la línea. Carlos de la Rocha abre el catalejo, se lo lleva a la cara, y ajustando el movimiento de su cuerpo al balanceo de la cubierta para mantener al navío inglés en el círculo de la lente, observa los daños que causa la artillería francoespañola. El tres puentes, que navegaba resuelto hacia el Trinidad, dirigiéndose a rumbo de corte entre su popa y la proa del Bucentaure, parece haber encontrado el hueco demasiado estrecho después de que el español, previendo la maniobra, haya puesto la gavia y la sobremesana en facha para aminorar la marcha, acortando distancia con el Bucentaure y haciendo al mismo tiempo un fuego intenso con sus cuatro baterías de babor. Así, el inglés de la insignia blanca, maltratado, acaba de caer un poco más a estribor y navega ahora hacia la popa del Bucentaure, aproximándosele con rapidez. De un vistazo, el comandante Rocha comprende la intención: allí el puesto de matalote de popa corresponde al Neptune francés, pero éste ha caído mucho a sotavento y deja un hueco tentador entre el buque insignia aliado y el Redoutable, que navega detrás. A punto de caramelo, vamos, hasta el extremo de que sólo falta un cartel con una flecha que diga: corten por aquí, picase. De camino, el inglés (con Nelson en el alcázar, sin duda) está recibiendo, desde luego, lo suyo. Que no es poco. Sus velas se van llenando de agujeros, y en ese preciso instante, por efecto de un cañonazo alto y afortunado, la verga del velacho salta hecha pedazos. Y lástima, piensa Rocha, que no se haya llevado el palo trinquete entero. A diferencia de los artilleros ingleses, que acostumbran a apuntar al casco, los franceses suelen disparar a desarbolar, o sea, a los palos, para dejar al enemigo sin maniobra (en cuanto a los españoles, éstos apuntan a donde pueden, los pobres). Rocha mueve la cabeza, dubitativo. La francesa le parece hoy una táctica absurda: los entrenadísimos británicos son capaces de disparar tres cañonazos por cada uno de franceses y españoles, de manera que mientras éstos intentan desarbolarlos, los otros arrasan las cubiertas enemigas y dejan los cañones desmontados y a los sirvientes hechos filetes alrededor, casquería fina entre astillas y metralla. Pero en fin. Cada cual es cada cual.

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