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Authors: Friedrich Nietzsche

Así habló Zaratustra (35 page)

Oh Zaratustra, yo busco a uno que sea auténtico, justo, sim­ple, sin equívocos, un hombre de toda honestidad, un vaso de sabiduría, un santo del conocimiento, ¡un gran hombre!

¿No lo sabes acaso, oh Zaratustra? Yo busco a Zaratustra. »

Y en este instante se hizo un prolongado silencio entre ambos; Zaratustra se abismó profundamente dentro de sí mismo, tanto que cerró los ojos. Mas luego, retornando a su interlocutor, tomó la mano del mago y dijo, lleno de gentileza y de malicia:

«¡Bien! Por ahí sube el camino, allí está la caverna de Zaratus­tra. En ella te es lícito buscar a aquel que tú desearías encontrar. Y pide consejo a mis animales, a mi águila y a mi serpiente: ellos te ayudarán a buscar. Pero mi caverna es grande.

Yo mismo, ciertamente, no he visto aún ningún gran hombre. Para lo que es grande el ojo de los más delicados es hoy grosero. Éste es el reino de la plebe.

A más de uno he encontrado ya que se estiraba y se hincha­ba, y el pueblo gritaba: “¡Mirad, un gran hombre!” ¡Mas de qué sirven todos los fuelles del mundo! Al final lo que sale es viento.

Al final revienta la rana
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que se había hinchado durante demasiado tiempo: y lo que sale es viento. Pinchar el vientre de un hinchado es lo que yo llamo un buen entretenimiento. ¡Escuchad esto, muchachos!

El día de hoy es de la plebe: ¡quién sabe ya qué es grande y qué es pequeño! ¡Quién buscaría con fortuna la grandeza! Un necio únicamente: los necios son afortunados.

¿Tú buscas grandes hombres, tú extraño necio? ¿Quién te ha enseñado eso? ¿Es hoy tiempo de eso? Oh tú, perverso bus­cador, ¿por qué me tientas?»

Así habló Zaratustra, con el corazón consolado, y siguió a pie su camino riendo.

* * *

Jubilado

No mucho después de haberse librado Zaratustra del mago vio de nuevo a alguien sentado junto al camino que él seguía, a saber, un hombre alto y negro, de pálido y descarna­do rostro: éste le causó una violenta contrariedad. «Ay, dijo a su corazón, allí está sentada la tribulación embozada,
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aque­llo me parece pertenecer a la especie de los sacerdotes: ¿qué quieren ésos en mi reino?

¡Cómo! Acabo de escapar de aquel mago: y tiene que atra­vesárseme de nuevo en mi camino otro nigromante,

un brujo cualquiera que practica la imposición de ma­nos, un oscuro taumaturgo por gracia divina, un ungido ca­lumniador del mundo, ¡a quien el diablo se lleve!

Pero el diablo no está nunca donde debería estar: siem­pre llega demasiado tarde, ¡ese maldito enano y cojitran­co!»

Así maldecía Zaratustra, impaciente en su corazón, y pen­saba en cómo pasaría rápidamente de largo junto al hombre negro mirando a otra parte: mas he aquí que las cosas ocurrie­ron de otro modo. Pues en aquel mismo instante el hombre sentado le había visto ya, y semejante a uno a quien le sale al en­cuentro una suerte imprevista se levantó de un salto y corrió hacia Zaratustra.

«¡Quienquiera que seas, caminante, dijo, ayuda a un extra­viado, a uno que busca, a un anciano al que con facilidad pue­de ocurrirle aquí algún daño!

Este mundo de aquí me es extraño y lejano, también he oído aullar a animales salvajes; y el que habría podido ofrecer­me ayuda, ése no existe ya.

Yo buscaba al último hombre piadoso, un santo y un eremi­ta, que, solo en su bosque, no había oído aún nada de lo que todo el mundo sabe hoy».
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«¿Qué sabe hoy todo el mundo?, preguntó Zaratustra. ¿Acaso que no vive ya el viejo Dios en quien todo el mundo creyó en otro tiempo?»

«Tú lo has dicho,
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respondió el anciano contristado. Y yo he servido a ese viejo Dios hasta su última hora.

Mas ahora estoy jubilado, no tengo dueño y, sin embargo, no estoy libre, tampoco estoy alegre ni una sola hora, a no ser cuando me entrego a los recuerdos.

Por ello he subido a estas montañas, para celebrar por fin de nuevo una fiesta para mí, cual conviene a un antiguo papa y padre de la Iglesia: pues sábelo, ¡yo soy el último papa! una fiesta de piadosos recuerdos y cultos divinos.

Pero ahora también él ha muerto, el más piadoso de los hombres, aquel santo del bosque que alababa constantemen­te a su Dios cantando y gruñendo.

A él no lo encontré ya cuando encontré su choza, pero sí a dos lobos dentro, que aullaban por su muerte pues todos los animales lo amaban. Entonces me fui de allí corriendo.

¿Inútilmente había venido yo, por tanto, a estos bosques y montañas? Mi corazón decidió entonces que yo buscase a otro distinto, al más piadoso de todos aquellos que no creen en Dios, ¡que yo buscase a Zaratustra! »

Así habló el anciano y miró con ojos penetrantes a aquel que se hallaba delante de él; mas Zaratustra cogió la mano del viejo papa y la contempló largo tiempo con admiración. «Mira, venerable, dijo luego, ¡qué mano tan bella y tan lar­ga! Ésta es la mano de uno que ha impartido siempre bendi­ciones. Pero ahora esa mano agarra firmemente a aquel a quien tú buscas, a mí, Zaratustra.

Yo soy Zaratustra el ateo, que dice: ¿quién es más ateo que yo, para gozarme con sus enseñanzas?
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»

Así habló Zaratustra, y con sus miradas perforaba los pen­samientos y las más recónditas intenciones del viejo papa. Por fin éste comenzó a decir:

«Quien lo amó y lo poseyó más que ningún otro, ése lo ha perdido también más que ningún otro;

mira, ¿no soy yo ahora, de nosotros dos, el más ateo? ¡Mas quién podría alegrarse de eso!»

«Tú le has servido hasta el final; Zaratustra preguntó pensativo, después de un profundo silencio, ¿sabes cómo mu­rió? ¿Es verdad, como se dice, que fue la compasión la que lo estranguló,

que vio cómo el hombre pendía de la cruz, y no soportó que el amor al hombre se convirtiese en su infierno y final­mente en su muerte?»

Mas el viejo papa no respondió, sino que tímidamente, y con una expresión dolorosa y sombría, desvió la mirada. «Déjalo que se vaya, dijo Zaratustra tras prolongada refle­xión, mirando siempre al anciano derechamente a los ojos. Déjalo que se vaya, ya ha desaparecido. Y aunque te honra el que no digas más que cosas buenas de ese muerto, tú sabes tan bien como yo quién era; y que seguía caminos extraños.» «Hablando entre tres ojos, dijo, recobrado, el viejo papa (pues era tuerto), en asuntos de Dios yo soy más ilustrado
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que el propio Zaratustra y me es lícito serlo.

Mi amor le ha servido durante largos años, mi voluntad si­guió en todo a su voluntad. Pero un buen servidor sabe todo, incluso muchas cosas que su señor se oculta a sí mismo.

Él era un Dios escondido,
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lleno de secretos. En verdad, no supo procurarse un hijo más que por caminos tortuosos. En la puerta de su fe se encuentra el adulterio.
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Quien le ensalza como a Dios del amor no tiene una idea suficientemente alta del amor mismo. ¿No quería este Dios ser también juez? Pero el amante ama más allá de la recom­pensa o la retribución.

Cuando era joven, este Dios del Oriente, era duro y vengati­vo y construyó un infierno para diversión de sus favoritos.
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Pero al final se volvió viejo y débil y blando y compasivo, más parecido a un abuelo que a un padre, y parecido sobre todo a una vieja abuela vacilante.

Se sentaba allí, mustio, en el rincón de su estufa, se afli­gía a causa de la debilidad de sus piernas, cansado del mun­do, cansado de querer, y un día se asfixió con su excesiva compasión.»

«Tú viejo papa, le interrumpió aquí Zaratustra, ¿tú has vis­to eso con tus ojos? Pues es posible que haya ocurrido así: así, y también de otra manera. Cuando los dioses mueren, mueren siempre de muchas especies de muerte.

Mas ¡bien! Así o así, así y así ¡se ha ido! Él contrariaba el gusto de mis oídos y de mis ojos, no quisiera decir nada peor sobre él.

Yo amo todo lo que mira limpiamente y habla con hones­tidad. Pero él tú lo sabes bien, viejo sacerdote, en él había algo de tus maneras, de maneras de sacerdote él era ambi­guo.

Era también oscuro. ¡Cómo se irritaba con nosotros, reso­plando cólera, porque le entendíamos mal! Mas ¿por qué no hablaba con mayor nitidez?

Y si dependía de nuestros oídos, ¿por qué nos dio unos oí­dos que le oían mal? Si en nuestros oídos había barro, ¡bien!, ¿quién lo había introducido allí?

¡Demasiadas cosas se le malograron a ese alfarero que no había aprendido del todo su oficio! Pero el hecho de que se vengase de sus pucheros y criaturas
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porque le hubiesen sa­lido mal a él eso era un pecado contra el buen gusto.

También en la piedad existe un buen gusto: éste acabó por decir “¡Fuera tal Dios! ¡Mejor ningún Dios, mejor construir­se cada uno su destino a su manera, mejor ser un necio, me­jor ser Dios mismo!”»

«¡Qué oigo!, dijo entonces el papa aguzando los oídos; ¡oh Zaratustra, con tal incredulidad eres tú más piadoso de lo que crees! Algún Dios presente en ti te ha convertido a tu ateísmo.

¿No es tu piedad misma la que no te permite seguir creyen­do en Dios? ¡Y tu excesiva honestidad te arrastrará más allá incluso del bien y del mal!

Mira, pues, ¿qué se te ha reservado para el final? Tienes ojos y mano y boca predestinados desde la eternidad a bende­cir. No se bendice sólo con la mano.

En tu proximidad, aunque tú quieras ser el más ateo de to­dos, venteo yo un secreto aroma de incienso y un perfume de prolongadas bendiciones: ello me hace bien y me causa dolor al mismo tiempo.

¡Permíteme ser tu huésped, oh Zaratustra, por una sola no­che! ¡En ningún lugar de la tierra me siento ahora mejor que junto a ti!»

«¡Amén! ¡Así sea!, dijo Zaratustra con gran admiración, por ahí arriba sube el camino, allí está la caverna de Zaratus­tra.

Con gusto, en verdad, te acompañaría yo mismo hasta allí, venerable, pues amo a todos los hombres piadosos. Pero aho­ra me llama un grito de socorro que me obliga a separarme de ti a toda prisa.

En mis dominios nadie debe sufrir daño alguno; mi caver­na es un buen puerto. Y lo que más me gustaría sería colocar de nuevo en tierra firme y sobre piernas firmes a todos los tristes.

Mas ¿quién te quitaría a ti de los hombros el peso de tu me­lancolía? Para eso soy yo demasiado débil. Largo tiempo, en verdad, vamos a aguardar hasta que alguien te resucite a tu Dios.

Pues ese viejo Dios no vive ya: está muerto de verdad.»

Así habló Zaratustra.

* * *

El más feo de los hombres

Y de nuevo corrieron los pies de Zaratustra por montañas y bosques, y sus ojos buscaron y buscaron, mas en ningún lu­gar pudieron ver a aquel a quien querían ver, al gran necesita­do que gritaba pidiendo socorro. Durante todo el camino, sin embargo, se regocijaba en su corazón y estaba agradecido. «¡Qué buenas cosas, decía, me ha regalado este día para com­pensarme de haber comenzado mal!
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¡Qué extraños interlo­cutores he encontrado!

Quiero rumiar durante largo tiempo sus palabras, como si fueran buenos granos; ¡mis dientes deberán desmenuzarlas y molerlas hasta que fluyan a mi alma como leche!»

Mas cuando el camino volvió a girar en torno a una roca, el paisaje se transformó de repente y Zaratustra penetró en un reino de muerte. En él peñascos negros y rojos miraban rígi­dos hacia arriba: ni una brizna de hierba, ni un árbol, ni el canto de un pájaro. Era, en efecto, un valle que todos los ani­males evitaban, incluso los animales de rapiña; sólo una espe­cie de serpientes feas, gordas, verdes, cuando se volvían viejas, iban allí a morir. Por esto los pastores llamaban a este valle: Muerte de la Serpiente.
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Zaratustra se sumergió en un negro recuerdo, pues le parecía que él había estado ya una vez en aquel valle. Y mu­chas cosas pesadas oprimieron su ánimo: de modo que co­menzó a caminar cada vez más lentamente, hasta que por fin se detuvo. Entonces, al abrir los ojos, vio algo que se ha­llaba sentado junto al camino, algo que tenía una figura como de hombre, pero que apenas lo parecía, algo inexpre­sable. Y de golpe se apoderó de Zaratustra una gran ver­güenza por haber visto con sus ojos algo así: enrojeciendo hasta la raíz de sus blancos cabellos apartó la vista y levan­tó el pie para abandonar aquel triste lugar. En ese instante aquel muerto desierto produjo un ruido: del suelo, en efec­to, salía un gorgoteo y un resuello
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como los que hace el agua por la noche en tuberías atrancadas; y por fin surgió de allí una voz humana y unas palabras de hombre: que decían así:

«¡Zaratustra! ¡Zaratustra! ¡Resuelve mi enigma! ¡Habla, habla! ¿Cuál es la venganza que se toma del testigo?

Yo te invito a que te vuelvas atrás, ¡aquí hay hielo resbala­dizo! ¡Cuida, cuida de que tu orgullo no se rompa aquí las piernas!

¡Tú te crees sabio, orgulloso Zaratustra! Resuelve, pues, el enigma, tú duro cascanueces, ¡el enigma que yo soy! ¡Di, pues: quién soy yo!»

Mas cuando Zaratustra hubo oído estas palabras, ¿qué creéis que ocurrió en su alma? La compasión lo acometió; y se desplomó de golpe, como una encina que ha resistido duran­te largo tiempo a muchos leñadores, de manera pesada, sú­bita, causando espanto incluso a quienes querían abatirla. Pero enseguida volvió a levantarse del suelo, y su rostro se en­dureció

«Te conozco bien, dijo con voz de bronce: ¡tú eres el asesino de Dios! Déjame irme.

No soportabas a Aquel que te veía, que te veía siempre y de parte a parte, ¡tú el más feo de los hombres! ¡Te vengaste de ese testigo!»

Así habló Zaratustra y quiso irse de allí; mas el inexpresa­ble agarró una punta de su vestido y comenzó de nuevo a gor­gotear y a buscar palabras. «¡Quédate!, dijo por fin

¡quédate! ¡No pases de largo! He adivinado qué hacha fue la que te derribó: ¡Enhorabuena, Zaratustra, por estar de nue­vo en pie!

Has adivinado, lo sé bien, qué sentimientos experimenta el que lo mató a Él, el asesino de Dios. ¡Quédate! Toma asien­to aquí cerca de mí, no será inútil.

¿A quién quería yo ir si no a ti? ¡Quédate, siéntate! ¡Pero no me mires! ¡Honra así mi fealdad!

Ellos me persiguen: ahora eres tú mi último refugio. No con su odio, no con sus esbirros: ¡oh, de tal persecución yo me burlaría y estaría orgulloso y contento!

¿No estuvo hasta ahora siempre el éxito de parte de los bien perseguidos? Y quien persigue bien, aprende con faci­lidad a seguir,
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¡pues marcha detrás! Pero es de su com­pasión

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