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Authors: Friedrich Nietzsche

Así habló Zaratustra (30 page)

Mas el segundo
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que descubrió su país, el país, el corazón y la tierra de los buenos y justos: ése fue el que preguntó: «¿A quién es al que más odian éstos?»

Al creador es al que más odian: a quien rompe tablas y vie­jos valores, al quebrantador llámanlo delincuente.
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Los buenos, en efecto, no pueden crear: son siempre el co­mienzo del final:

crucifican a quien escribe nuevos valores sobre nuevas tablas, sacrifican el futuro a sí mismos, ¡crucifican todo el fu­turo de los hombres!

Los buenos han sido siempre el comienzo del final.

27

Oh hermanos míos, ¿habéis entendido también esta palabra? ¿Y lo que en otro tiempo dije acerca del «último hombre»?
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¿En quiénes reside el máximo peligro para todo el futuro de los hombres? ¿No es en los buenos y justos?

¡Romped, destrozadme a los buenos y justos! Oh hermanos míos, ¿habéis entendido también esta palabra?

28

¿Huís de mí? ¿Estáis espantados? ¿Tembláis ante esta palabra? Oh hermanos míos, cuando os he mandado destrozar a los buenos y las tablas de los buenos: sólo entonces es cuando yo he embarcado al hombre en su alta mar.

Y ahora es cuando llegan a él el gran espanto, el gran mirar a su alrededor, la gran enfermedad, la gran náusea, el gran mareo. Falsas costas y falsas seguridades os han enseñado los bue­nos; en mentiras de los buenos habéis nacido y habéis estado cobijados.
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Todo está falseado y deformado hasta el fondo por los buenos.

Pero quien ha descubierto el país «Hombre» ha descubier­to también el país «Futuro de los Hombres». ¡Ahora vosotros debéis ser mis marineros, marineros bravos, pacientes!

¡Caminad erguidos a tiempo, oh hermanos míos, apren­ded a caminar erguidos! El mar está tempestuoso: muchos quieren servirse de vosotros para volver a erguirse.

El mar está tempestuoso: todo está en el mar. ¡Bien! ¡Ade­lante! ¡Viejos corazones de marineros!

¡Qué importa el país de los padres! ¡Nuestro timón quiere dirigirse hacia donde está el país de nuestros hijos! ¡Hacia allá lánzase tempestuoso, más tempestuoso que el propio mar, nuestro gran anhelo!

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«¡Por qué tan duro! dijo en otro tiempo el carbón de cocina al diamante; ¿no somos parientes cercanos?»

¿Por qué tan blandos? Oh hermanos míos, así os pregunto yo a vosotros: ¿no sois vosotros mis hermanos?

¿Por qué tan blandos, tan poco resistentes y tan dispuestos a ceder? ¿Por qué hay tanta negación, tanta renegación en vuestro corazón? ¿Y tan poco destino en vuestra mirada?

Y si no queréis ser destinos ni inexorables: ¿cómo podríais vencer conmigo?

Y si vuestra dureza no quiere levantar chispas y cortar y sa­jar: ¿cómo podríais algún día crear conmigo?

Los creadores son duros, en efecto. Y bienaventuranza tie­ne que pareceros el imprimir vuestra mano sobre milenios como si fuesen cera,

bienaventuranza, escribir sobre la voluntad de milenios como sobre bronce, más duros que el bronce, más nobles que el bronce. Sólo lo totalmente duro es lo más noble de todo.

Esta nueva tabla, oh hermanos míos, coloco yo sobre voso­tros: ¡endureceos!
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¡Oh tú voluntad mía! ¡Tú viraje de toda necesidad, tú necesi­dad mía!
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¡Presérvame de todas las victorias pequeñas!

¡Tú providencia de mi alma, que yo llamo destino! ¡Tú que estás dentro de mí! ¡Tú que estás encima de mí! ¡Presérvame y resérvame para un gran destino!
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Y tu última grandeza, voluntad mía, resérvatela para tu úl­timo instante, ¡para ser inexorable en tu victoria! ¡Ay, quién no ha sucumbido a su victoria!

¡Ay, a quién no se le oscurecieron los ojos en ese crepúscu­lo ebrio! ¡Ay, a quién no le vaciló el pie y desaprendió, en la victoria, a estar de pie!

Que yo esté preparado y maduro alguna vez en el gran mediodía: preparado y maduro como bronce ardiente, como nube grávida de rayos y como ubre hinchada de leche:

preparado para mí mismo y para mi voluntad más oculta: un arco ansioso de su flecha, una flecha ansiosa de su estrella:

una estrella preparada y madura en su mediodía, ardien­te, perforada, bienaventurada gracias a las aniquiladoras fle­chas solares:

un sol y una inexorable voluntad solar, ¡dispuesto a ani­quilar en la victoria!

¡Oh voluntad, viraje de toda necesidad, tú necesidad mía! ¡Resérvame para una gran victoria!

Así habló Zaratustra.

* * *

El convaleciente
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1

Una mañana, no mucho tiempo después de su regreso a la ca­verna, Zaratustra saltó de su lecho como un loco, gritó con voz terrible e hizo gestos como si en el lecho yaciese todavía alguien que no quisiera levantarse de allí; y tanto resonó la voz de Za­ratustra que sus animales acudieron asustados, y de todas las cavernas y escondrijos que estaban próximos a la caverna de Zaratustra escaparon todos los animales, volando, revolo­teando, arrastrándose, saltando, según que les hubiesen tocado en suerte patas o alas. Y Zaratustra dijo estas palabras:

¡Sube, pensamiento abismal, de mi profundidad! Yo soy tu gallo y tu crepúsculo matutino, gusano adormilado: ¡arriba!, ¡arriba! ¡Mi voz debe desvelarte ya con su canto de gallo!

¡Desátate las ataduras de tus oídos: escucha! ¡Pues yo quie­ro oírte! ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Aquí hay truenos bastantes para que también los sepulcros aprendan a escuchar!

¡Y borra de tus ojos el sueño y toda imbecilidad, toda ce­guera! óyeme también con tus ojos: mi voz es una medicina incluso para ciegos de nacimiento.

Y una vez que te hayas despertado deberás permanecer eternamente despierto. No es mi hábito despertar del sueño a tatarabuelas para decirles ¡que sigan durmiendo!
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¿Te mueves, te desperezas, ronroneas? ¡Arriba! ¡Arriba! ¡No roncar hablarme es lo que debes! ¡Te llama Zaratustra el ateo!

¡Yo Zaratustra, el abogado de la vida, el abogado del sufri­miento, el abogado del círculo
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te llamo a ti, al más abismal de mis pensamientos!

¡Dichoso de mí! Vienes ¡te oigo! ¡Mi abismo habla, he hecho girar a mi última profundidad para que mire hacia la luz!

¡Dichoso de mí! ¡Ven! Dame la mano ¡ay! ¡deja!, ¡ay, ay! náusea, náusea, náusea ¡ay de mí!

2

Y apenas había dicho Zaratustra estas palabras cayó al suelo como un muerto y permaneció largo tiempo como un muer­to. Mas cuando volvió en sí estaba pálido y temblaba y perma­neció tendido y durante largo tiempo no quiso comer ni be­ber. Esto duró en él siete días; mas sus animales no lo abando­naron ni de día ni de noche, excepto que el águila volaba fuera a recoger comida. Y lo que recogía y robaba colocábalo en el lecho de Zaratustra: de modo que éste acabó por yacer entre amarillas y rojas bayas, racimos de uvas, manzanas de rosa,
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hierbas aromáticas y piñas. Y a sus pies estaban exten­didos dos corderos
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que el águila había arrebatado con gran esfuerzo a sus pastores.

Por fin, al cabo de siete días, Zaratustra se irguió en su le­cho, tomó en la mano una manzana de rosa, la olió y encon­tró agradable su olor. Entonces creyeron sus animales que ha­bía llegado el tiempo de hablar con él.

«Oh Zaratustra, dijeron, hace ya siete días que estás así tendi­do, con pesadez en los ojos: ¿no quieres por fin ponerte otra vez de pie?

Sal de tu caverna: el mundo te aguarda como un jardín. El viento juega con densos aromas que quieren venir hasta ti; y todos los arroyos quisieran correr detrás de ti.

Todas las cosas sienten anhelo de ti, porque has permane­cido solo siete días, ¡sal fuera de tu caverna! ¡Todas las cosas quieren ser tus médicos!

¿Es que ha venido a ti un nuevo conocimiento, un conoci­miento ácido, pesado? Como masa acedada yacías tú ahí, tu alma se hinchaba y rebosaba por todos sus bordes.»

¡Oh animales míos, respondió Zaratustra, seguid parlo­teando así y dejad que os escuche! Me reconforta que parlo­teéis: donde se parlotea, allí el mundo se extiende ante mí como un jardín.

Qué agradable es que existan palabras y sonidos: ¿palabras y sonidos no son acaso arcos iris y puentes ilusorios tendidos entre lo eternamente separado?

A cada alma le pertenece un mundo distinto; para cada alma es toda otra alma un trasmundo.

Entre las cosas más semejantes es precisamente donde la ilusión miente del modo más hermoso; pues el abismo más pequeño es el más difícil de salvar.
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Para mí ¿cómo podría haber un fuera-de-mí? ¡No existe ningún fuera! Mas esto lo olvidamos tan pronto como vibran los sonidos; ¡qué agradable es olvidar esto!

¿No se les han regalado acaso a las cosas nombres y sonidos para que el hombre se reconforte en las cosas? Una hermosa necedad es el hablar: al hablar, el hombre baila sobre todas las cosas.

¡Qué agradables son todo hablar y todas las mentiras de los sonidos! Con sonidos baila nuestro amor sobre multicolores arcos iris.

«Oh Zaratustra, dijeron a esto los animales, todas las co­sas mismas bailan para quienes piensan como nosotros: vie­nen y se tienden la mano, y ríen, y huyen y vuelven.

Todo va, todo vuelve; eternamente rueda la rueda del ser. Todo muere, todo vuelve a florecer, eternamente corre el año del ser.

Todo se rompe, todo se recompone; eternamente se cons­truye a sí misma la misma casa del ser. Todo se despide, todo vuelve a saludarse; eternamente permanece fiel a sí el anillo del ser.

En cada instante comienza el ser; en torno a todo “Aquí” gira la esfera “Allá”. El centro está en todas partes. Curvo es el sendero de la eternidad.»

¡Oh truhanes y organillos de manubrio!, respondió Zara­tustra y de nuevo sonrió, qué bien sabéis lo que tuvo que cumplirse durante siete días:
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¡Y cómo aquel monstruo se deslizó en mi garganta y me estranguló! Pero yo le mordí la cabeza y la escupí lejos de mí. Y vosotros, ¿vosotros habéis hecho ya de ello una canción de organillo? Mas ahora yo estoy aquí tendido, fatigado aún de ese morder y escupir lejos, enfermo todavía de la propia re­dención.

¿Y vosotros habéis sido espectadores de todo esto? Oh anima­les míos, ¿también vosotros sois crueles? ¿Habéis querido contemplar mi gran dolor, como hacen los hombres? El hom­bre es, en efecto, el más cruel de todos los animales.

Como más a gusto se ha sentido hasta ahora el hombre en la tierra ha sido asistiendo a tragedias, corridas de toros y crucifixiones; y cuando inventó el infierno, he aquí que éste fue su cielo en la tierra.

Cuando el gran hombre grita: apresúrase el pequeño a acudir; y de avidez le cuelga la lengua fuera del cuello. Mas él a esto lo llama su «compasión».

El hombre pequeño, sobre todo el poeta, ¡con qué vehe­mencia acusa él a la vida con palabras! ¡Escuchadle, pero no dejéis de oír el placer qué hay en todo acusar!

A esos acusadores de la vida: la vida los supera con un sim­ple parpadeo. «¿Me amas?, dice la descarada; espera un poco, aún no tengo tiempo para ti.»

El hombre es consigo el más cruel de los animales; y en todo lo que a sí mismo se llama «pecador» y dice que «lleva la cruz» y que es un «penitente», ¡no dejéis de oír la voluptuosi­dad que hay en ese lamentarse y acusar!

Yo mismo ¿quiero ser con esto el acusador del hombre? Ay, animales míos, esto es lo único que he aprendido hasta ahora, que el hombre necesita, para sus mejores cosas, de lo peor que hay en él,

que todo lo peor es su mejor fuerza y la piedra más dura para el supremo creador; y que el hombre tiene que hacerse más bueno y más malvado:

El leño de martirio a que yo estaba sujeto no era el que yo supiese: el hombre es malvado, sino el que yo gritase como nadie ha gritado aún:

«¡Ay, qué pequeñas son incluso sus peores cosas! ¡Ay, qué pequeñas son incluso sus mejores cosas!»

El gran hastío del hombre él era el que me estrangulaba y el que se me había deslizado en la garganta: y lo que el adivi­no había profetizado: «Todo es igual, nada merece la pena, el saber estrangula».
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Un gran crepúsculo iba cojeando delante de mí, una triste­za mortalmente cansada, ebria de muerte, que hablaba con una boca bostezante.

«Eternamente retorna él, el hombre del que tú estás cansa­do, el hombre pequeño» así bostezaba mi tristeza y arrastra­ba el pie y no podía adormecerse.

En una oquedad se transformó para mí la tierra de los hombres, su pecho se hundió, todo lo vivo convirtióse para mí en putrefacción humana y en huesos y en caduco pasado.

Mi suspirar estaba sentado sobre todos los sepulcros de los hombres y no podía ponerse de pie; mi suspirar y mi pregun­tar lanzaban presagios siniestros y estrangulaban y roían y se lamentaban día y noche:

«¡Ay, el hombre retorna eternamente! ¡El hombre peque­ño retorna eternamente!»

Desnudos había visto yo en otro tiempo
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a ambos, al hombre más grande y al hombre más pequeño: demasiado semejantes entre sí, ¡demasiado humano incluso el más grande!

¡Demasiado pequeño el más grande! ¡Éste era mi hastío del hombre! ¡Y el eterno retorno también del más pequeño! ¡Éste era mi hastío de toda existencia!

Ay, ¡náusea! ¡náusea! ¡náusea! Así habló Zaratustra, y suspiró y tembló; pues se acordaba de su enfermedad. Mas entonces sus animales no le dejaron seguir hablando.

«¡No sigas hablando, convaleciente! así le respondieron sus animales, sino sal afuera, adonde el mundo te aguarda como un jardín.

¡Sal afuera, a las rosas y a las abejas y a las bandadas de pa­lomas! Y, sobre todo, a los pájaros cantores: ¡para que de ellos aprendas a cantar!

Cantar es, en efecto, cosa propia de convalecientes; al sano le gusta hablar. Y aun cuando también el sano quiere cancio­nes, quiere, sin embargo, distintas canciones que el convale­ciente.»

«¡Oh truhanes y organillos de manubrio, callad! res­pondió Zaratustra y se sonrió de sus animales. ¡Qué bien sa­béis el consuelo que inventé para mí durante siete días!

El tener que cantar de nuevo ése fue el consuelo que me inventé, y ésa mi curación: ¿queréis acaso vosotros hacer en­seguida de ello una canción de organillo?»

«No sigas hablando, volvieron a responderle sus anima­les; es preferible que tú, convaleciente, te prepares primero una lira, ¡una lira nueva!

Pues mira, ¡oh Zaratustra! Para estas nuevas canciones se necesitan liras nuevas.

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