Y eso fue sólo el principio.
Theremon veía qué papel tenía que representar ahora. Si la gente empezaba a tomarse en serio eso del eclipse, se producirían crisis mentales por todas partes incluso sin la llegada de la Oscuridad general para desencadenarlas.
Si se dejaba que todo el mundo creyera realmente que la condenación llegaría con la tarde del 19 de theptar, el pánico se iniciaría en las calles mucho antes que eso, una histeria universal, el colapso de la ley y el orden, un prolongado período de inestabilidad general y aprensión y trastornos..., todo ello seguido por sólo los dioses sabían qué tipo de trastornos emocionales cuando el temido día llegara y se fuera sin producir daño alguno. Su misión tenía que ser deshinchar el miedo al Anochecer, a la Oscuridad, al Día del Juicio, atravesándolo con la afilada lanza de la risa.
Así, cuando Mondior retumbó ferozmente que la venganza de los dioses estaba en camino, Theremon 762 respondió con despreocupadas viñetas de cómo sería el mundo si los Apóstoles conseguían "reformar" la sociedad tal como ellos deseaban..., gente yendo a la playa con trajes de baño hasta los tobillos, largas sesiones de plegarias entre cada asomo de acción en los acontecimientos deportivos, todos los grandes libros y obras clásicas y dramas reescritos para eliminar el más ligero asomo de impiedad.
Y cuando Athor y su grupo dieron a la luz pública diagramas que mostraban los movimientos del nunca visto y al parecer no visible Kalgash Dos a través del cielo en dirección a su sombría cita con la pálida luz roja de Dovim, Theremon hizo condescendientes observaciones sobre dragones, gigantes invisibles y otros monstruos mitológicos cabrioleando en el cielo.
Cuando Mondior agitó la autoridad científica de Athor 77 en torno a él como un argumento que demostraba el apoyo secular de las enseñanzas de los Apóstoles, Theremon respondió preguntando lo en serio que uno podía tomarse la autoridad científica de Athor 77 ahora que a todas luces estaba tan trastornado como el propio Mondior.
Cuando Athor pidió un programa de emergencia de almacenamiento de comida, información científica y técnica y todo lo demás que pudiera ser necesario para la Humanidad después de que estallara la locura general, Theremon sugirió que en algunas partes la locura general ya había estallado, y proporcionó su propia lista de artículos esenciales para que todo el mundo guardara en su sótano ("abrelatas, tachuelas, copias de la tabla de multiplicar, cartas de juego... No olviden escribir su nombre en una tarjeta y atarla alrededor de su muñeca derecha, en caso de que no lo recuerden después de la llegada de la Oscuridad..., y aten una tarjeta a su muñeca izquierda que diga: Para averiguar su nombre, vea su otra muñeca...").
Cuando Theremon hubo terminado de machacar con su columna, resultó difícil a sus lectores decidir qué grupo era más absurdo: si los apocalípticos fenómenos de los Apóstoles de la Llama o los patéticos y crédulos observadores del cielo del observatorio de la Universidad de Saro. Pero una cosa era segura: gracias a Theremon, casi ningún miembro del público en general creía que nada extraordinario fuera a ocurrir en la tarde del 19 de theptar.
Athor adelantó un beligerante labio inferior y miró furioso al hombre del Crónica. Sólo con un supremo esfuerzo consiguió dominarse.
—¿Usted aquí? ¿Pese a todo lo que dije? ¡De todas las audacias...!
La mano de Theremon estaba extendida en un saludo como si realmente hubiera esperado que Athor la aceptara. Pero al cabo de un momento la bajó y se quedó allí de pie, contemplando al director del observatorio con una sorprendente despreocupación.
Con la voz temblando con una apenas controlada emoción, Athor dijo:
—Exhibe usted una maldita osadía, señor, viniendo aquí esta tarde. Me sorprende que se atreva a mostrarse entre nosotros.
En un rincón de la habitación, Beenay se pasó nervioso la lengua por los labios e intervino con voz trémula:
—Bueno, señor, después de todo...
—¿Tú le invitaste a entrar? ¿Cuando sabías que había prohibido expresamente...?
—Señor, yo...
—Fue la doctora Siferra —dijo Theremon—. Ella me pidió encarecidamente que viniera. Estoy aquí invitado por ella.
—¿Siferra? ¿Siferra? Dudo mucho eso. Ella me dijo hace tan sólo unas semanas que cree que es usted un loco irresponsable. Habló de usted del modo más duro posible. —Athor miró a su alrededor—. Por cierto, ¿dónde está? Se suponía que debía estar aquí, ¿no? —No hubo ninguna respuesta. Athor se volvió a Beenay y dijo—: Tú eres el que ha dejado entrar a este periodista, Beenay. Me siento absolutamente asombrado de que hayas hecho algo así. Éste no es el momento para insubordinaciones. El observatorio está cerrado a los periodistas esta tarde. Y está cerrado indefinidamente para este periodista en particular. Sácalo de aquí de inmediato.
—Director Athor —dijo Theremon—, si me permite tan sólo explicar que mis razones para...
—No creo, joven, que nada de lo que usted pueda decir ahora haga mucho por contrarrestar sus insufribles columnas diarias de estos últimos dos meses. Ha lanzado usted una enorme campaña periodística contra los esfuerzos de mis colegas y de mí mismo de organizar el mundo contra la amenaza que está a punto de abrumarnos. Ha hecho usted todo lo posible con sus ataques personales para conseguir que el personal de este observatorio se convierta en un objeto de ridículo.
Alzó el ejemplar del Crónica de Ciudad de Saro de encima de la mesa y lo agitó furioso hacia Theremon.
—Incluso una persona de su bien conocido atrevimiento hubiera debido vacilar antes de acudir a mí con la petición de que se le permitiera cubrir los acontecimientos de hoy para su periódico. De entre todos los periodistas..., ¡usted!
Athor lanzó el periódico al suelo, caminó hasta la ventana y cruzó las manos a su espalda.
—Tiene que marcharse de inmediato —restalló por encima del hombro—. Beenay, sácalo de aquí.
A Athor le pulsaba la cabeza. Sabía que era importante mantener su ira bajo control. No podía permitirse dejar que nada le distrajera del enorme y cataclísmico acontecimiento que estaba a punto de producirse.
Miró lúgubremente el horizonte de los tejados de Ciudad de Saro y se forzó a volver a la calma, tanta calma como era capaz de conseguir aquella tarde.
Onos descendía hacia el horizonte. Dentro de poco se desvanecería en las distantes brumas. Athor observó su descenso.
Sabía que nunca volvería a verlo como un hombre cuerdo.
El frío brillo blanco de Sitha era visible también, bajo en el cielo, muy al otro lado de la ciudad, en el otro extremo del horizonte. El gemelo de Sitha, Tano, no se veía por ninguna parte..., ya se había puesto y ahora se deslizaba por el cielo del hemisferio opuesto, que pronto estaría gozando del extraordinario fenómeno de un día de cinco soles..., y el propio Sitha se estaba desvaneciendo rápidamente de la vista. Dentro de unos momentos él también desaparecería.
Detrás de él oyó susurrar a Beenay y Theremon.
—¿Todavía está aquí ese hombre? —preguntó ominosamente.
—Señor —dijo Beenay—, creo que debería escuchar usted lo que tiene que decirle.
—¿Eso crees? ¿Crees que debo escucharle? —Athor giró en redondo y sus ojos brillaron feroces—. Oh, no, Beenay. ¡No, él será el que me va a escuchar a mí! —Se volvió perentoriamente hacia el periodista, que no había hecho ningún gesto de marcharse—. ¡Venga aquí, joven! Voy a proporcionarle su artículo.
Theremon avanzó lentamente hacia él.
Athor hizo un gesto hacia el otro lado de la ventana.
—Sitha está a punto de ponerse..., no, ya lo ha hecho. Onos desaparecerá también, dentro de un momento o dos. De todos los seis soles, sólo Dovim quedará en el cielo. ¿Lo ve?
No era necesario formular la pregunta. La enana roja que era el sol parecía más pequeña que de costumbre esta tarde, más pequeña de lo que había parecido a lo largo de décadas. Pero estaba casi en el cenit, y su rojiza luz caía sobre ellos de una forma pasmosa, inundando el paisaje con una extraordinaria iluminación rojo sangre a medida que los brillantes rayos del poniente Onos morían.
Athor alzó el rostro teñido de rojo a la luz de Dovim.
—Dentro de tan sólo cuatro horas —dijo—, la civilización, tal como la conocemos, llegará a su fin. Lo hará porque, como usted puede ver, Dovim será el único sol en el cielo. —Entrecerró los ojos, miró hacia el horizonte. El último parpadeo amarillo de Onos desapareció en aquel momento—. ¡Ya lo tenemos! ¡Dovim está solo! Nos quedan cuatro horas hasta el final de todo. ¡Imprima eso! Pero no habrá nadie para leerlo.
—Pero, ¿y si resulta que pasan las cuatro horas..., y otras cuatro horas..., y no ocurre nada? —preguntó Theremon con voz suave.
—No deje que eso le preocupe. Ocurrirán muchas cosas, se lo aseguro.
—Quizá. Pero, ¿y si no ocurren?
Athor luchó contra su creciente ira.
—Si no se marcha usted, señor, y Beenay se niega a conducirle fuera, entonces llamaré a los guardias de la universidad y... No. En la última tarde de la civilización, no permitiré descortesías aquí. Tiene usted cinco minutos, joven, para decir lo que ha venido a decir. Al final de ese tiempo, o bien aceptaré que se quede para presenciar el eclipse, o abandonará usted este lugar por voluntad propia. ¿Ha comprendido?
Theremon vaciló apenas un momento.
—Es justo.
Athor sacó el reloj de su bolsillo.
—Cinco minutos, entonces.
—¡Bien! De acuerdo, primera cosa: ¿Qué diferencia significará el que me permita usted o no ser testigo presencial de lo que ocurra? Si su predicción resulta cierta, mi presencia no importará en absoluto..., el mundo terminará, no habrá periódicos mañana, no seré capaz de dañar su reputación de ninguna manera. Por otra parte, ¿y si no hay ningún eclipse? Su gente se verá sometida a un ridículo como el mundo jamás habrá conocido otro. ¿No cree usted que sería juicioso dejar ese ridículo en manos amigas?
Athor bufó.
—¿Se refiere usted a sus manos?
—¡Por supuesto! —Theremon se dejó caer casualmente en la más confortable de las sillas de la habitación y cruzó las piernas—. Puede que mis columnas hayan sido un poco rudas a veces, se lo admito, pero he dejado que su gente tuviera el beneficio de la duda siempre que me ha sido posible. Después de todo, Beenay es amigo mío. Él fue quien primero me dio un atisbo de lo que estaba ocurriendo aquí, y puede que recuerde usted que al principio me mostré completamente favorable a su investigación. Pero..., le pregunto, doctor Athor: ¿Cómo puede usted, uno de los más grandes científicos de toda la historia, volver su espalda al conocimiento de que este siglo es una época de triunfo de la razón sobre la superstición, de los hechos sobre la fantasía, del conocimiento sobre el ciego miedo? Los Apóstoles de la Llama son un anacronismo absurdo. El Libro de las Revelaciones es una enlodada masa de estupideces. Todo el mundo inteligente, todo el mundo moderno, sabe eso. Y así la gente se siente irritada, incluso encolerizada, de que los científicos cambien de bando y nos digan que esos cultistas están predicando la verdad. Ellos...
—Nada de eso, joven —interrumpió Athor—. Si bien algunos de nuestros datos nos han sido proporcionados por los Apóstoles, nuestros resultados no contienen nada del misticismo de los Apóstoles. Los hechos son hechos, y no se puede negar que las llamadas "estupideces" de los Apóstoles contienen ciertos hechos tras ellas. Hemos descubierto esto con hondo pesar, puedo asegurárselo. Pero nos hemos burlado de su mitologización y hemos hecho todo lo que hemos podido por separar sus genuinas advertencias del inminente desastre de su absolutamente ridículo e insostenible programa de transformar y "reformar" la sociedad. Le aseguro que los Apóstoles nos odian ahora más que usted.
—Yo no les odio. Simplemente le estoy diciendo que el público está de un humor de mil diablos. Están furiosos.
—Sí, pero, ¿qué hay acerca de mañana?
—¡No habrá mañana!
—Pero, ¿y si lo hay? Digamos que lo hay..., sólo a nivel de discusión. Esa furia puede tomar la forma de algo serio. Después de todo, ¿sabe?, el mundo financiero ha caído en picado durante estos últimos meses. El mercado de valores ha tocado fondo en tres ocasiones distintas, ¿o no se ha dado usted cuenta? Los inversores sensatos no creen en realidad que el mundo vaya a terminar, pero piensan que otros inversores sí pueden empezar a creerlo, de modo que los listos venden antes de que se inicie el pánico..., provocando así el pánico ellos mismos. Y luego vuelven a comprar, y venden de nuevo tan pronto como el mercado se recupera, e inician otra vez todo el ciclo hacia abajo. ¿Y qué cree usted que ha ocurrido con los negocios? El Hombre Medio no les cree tampoco, pero no tiene ningún sentido comprar nuevos muebles para el porche en estos momentos, ¿no? Mejor guardar el dinero, sólo por si acaso, o invertirlo en alimentos en conserva y municiones, y dejar el mobiliario para más adelante.
»¿Ve adónde quiero llegar, doctor Athor? Tan pronto como esto termine, los intereses comerciales se lanzarán tras su piel. Todos dirán que si los chiflados, le pido disculpas, si los chiflados disfrazados de científicos serios pueden trastocar toda la economía de un país en cualquier momento que deseen efectuando simplemente predicciones alarmistas, entonces es asunto del país impedir que tales cosas se produzcan. Volarán las chispas, doctor.
Athor miró indiferente al columnista. Los cinco minutos ya casi habían pasado.
—¿Y qué es lo que propone hacer usted para ayudar en esta situación?
—Bueno —dijo Theremon con una sonrisa—, lo que tengo en mente es esto: Empezando mañana, me pondré a su servicio como representante de relaciones públicas extraoficial. Con lo cual quiero decir que puedo intentar apaciguar las iras a las que va a tener que enfrentarse, de la misma forma que he intentado apaciguar la tensión que la nación ha estado experimentando..., a través del humor, a través del ridículo si es necesario. Lo sé, lo sé..., será difícil de soportar, lo admito, porque voy a tener que presentarles a todos como un puñado de farfullantes idiotas. Pero, si puedo conseguir que la gente se ría de ustedes, es posible que simplemente olviden ponerse furiosos. A cambio de eso, todo lo que pido es la exclusiva de cubrir la escena desde el observatorio esta tarde.
Athor guardó silencio. Beenay intervino:
—Señor, vale la pena tomarlo en consideración. Sé que hemos examinado todas las posibilidades, pero siempre hay una probabilidad de un millón a uno, mil millones a uno, de que exista un error en alguna parte en nuestra teoría o en nuestros cálculos. Y, si es así...