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Authors: Åsa Schwarz

Tags: #Intriga, policíaco

Ángel caído (29 page)

En el último segundo, Elisabeth Barakel consiguió controlarse. A pesar de lo que Nova creyera o pensara, seguro que tenía a la policía pisándole los talones. Si Nova estaba libre era por falta de pruebas. No, era demasiado arriesgado. Por eso sólo escribió una corta respuesta:

Querida Nova,

He leído con alegría tu carta. Lamentablemente, no nos podemos ver dadas las circunstancias actuales.

Tu madre

Elisabeth Barakel había conseguido hacer frente a una nueva tentación. El contacto con Nova lo retomaría cuando hubieran ganado la batalla. A pesar de todo, Nova siempre sería su hija.

Nova no se sentía bien. La esperanza de verse libre y la angustia por intentar que detuvieran a su madre se mezclaban una y otra vez. Ya había hecho la elección, pero la sopesaba sin cesar. Objetivamente, era fácil. Era evidente que su madre estaba enferma y necesitaba atención antes de que dañara a más personas. Subjetivamente, era otra cosa. Su madre viviría aquello como una traición más grande que ninguna otra. Es decir, nunca lo entendería. En el mundo de Elisabeth Barakel todo era o negro o blanco. Se estaba a favor o en contra.

Nova intentó sacudirse de encima las dudas cuando iba camino de la sala de conferencias. Por lo que había entendido, todavía estaba detenida, pero ya que colaboraba tenía más libertad que antes. Cuando entró en la sala, Nor Boström estaba inclinado sobre su ordenador portátil. Amanda, a su lado, no parecía prestar atención a lo que sucedía en la pantalla. Cuando Nor la vio entrar, le dijo:


You got mail
.

Nova casi deseaba no recibir ninguna respuesta. Así se hubiera evitado tomar partido. Claro que, en ese caso, la volverían a encerrar. Las pruebas técnicas la señalaban. Muchos años en la cárcel o encerrada en un psiquiátrico no era una alternativa que ella pensara aceptar. La lealtad hacia una madre no lo valía. Claro que sólo la confianza de Amanda hizo que investigaran a Elisabeth Barakel. Nova tenía que concentrarse. Aprovechar la pequeña posibilidad que se le ofrecía.

—No ha utilizado el servidor anónimo —continuó Nor—. Hay quienes los usan, pero no es el caso. Aquí me sale una dirección IP.

Amanda pareció espabilarse y le hizo un gesto al vigilante para que acompañara a Nova fuera de la sala. Nova fue hacia el ordenador. La atención de todos se dirigía hacia la pantalla. Nor escribió www.ripe.net en el buscador y copió la dirección IP en la ventanilla. A Nova no le dio tiempo de ver lo que pasaba cuando Nor resumió:

—Está navegando en el Clarion Hotel de Estocolmo. El e-mail fue enviado hace un cuarto de hora.

Amanda se volvió hacia Nova y la observó muy seriamente.

—¿Estás lista? —preguntó.

Como respuesta Nova asintió con la cabeza, decidida, pero pensó:

«Nunca estaré lista para esto.»

«Cerda tarada», pensó Moses irritado cuando entró en su Audi de color gris. Ya estaba cansado de hacer limpieza tras Elisabeth Barakel. A veces su morbosa creatividad era exagerada, era lo mínimo que se podía decir. «¿Por qué no les podía disparar, limpia y sencillamente?», se preguntaba Moses.

Peter Dagon lo había enviado para dirigirla. Elisabeth Barakel era un milagro de efectividad cuando iba hacia la meta correcta, pero por lo visto ahora había empezado a elegir ella misma las víctimas. ¿Charlotte Perrelli? ¿Cómo había llegado a la conclusión de que era un buen objetivo? Moses sacudió la cabeza y apretó el acelerador. Las ruedas chirriaron antes de salir.

Al cabo de unos minutos estaba en la vía Klarastrandsleden. Había barcos amarrados en fila y se reflejaban en la ensenada de Barnhus. Detrás de ellos se acumulaban los árboles y la zona recién construida de Sant Erik. El aire acondicionado luchaba contra los treinta grados de calor y conseguía que el termómetro señalara veinticinco en el habitáculo del coche.

Moses miraba fijamente hacia adelante. Su irritación se mezclaba con una sensación de desagrado. Evitaba en todo lo posible encontrarse con Elisabeth Barakel. Era una de las más peligrosas e impredecibles. Su pura sangre la hacía ser un arma de lo más amenazadora y un riesgo. Moses estaba de acuerdo con Peter Dagon en este punto. Se veían obligados a jugar con los triunfos que tenían ya que quedaba poco tiempo. Las personas como Elisabeth Barakel eran las que se precisaban en la batalla.

Los últimos años había sido una bomba de relojería, con el riesgo de ser descubierta. Ahora era un recurso que iban a aprovechar al máximo. Estaba preparada y dispuesta. Parecía como si sus características humanas hubieran desaparecido por completo desde que amañaron su muerte. La parte humana se esfumó en la gigantesca brasa que consiguieron en la gasolinera. A pesar de que ella no estaba ni cerca de allí, aquello hizo que perdiera su identidad. Lo humano dentro de Elisabeth Barakel se había volatilizado y sólo quedaba la primitiva nefilim.

Lo que se necesitaba ahora era dirigirla con determinación. «Charlotte Perrelli», pensó Moses negando con la cabeza. En el bolsillo llevaba una lista de nombres bien elegidos. Nombres que causarían efecto y crearían opinión. Haría que los nefilim tuvieran una posibilidad de sobrevivir.

Si el resultado no era tan grande como esperaban, pasarían al plan B. Durante muchos años habían estudiado al detalle las centrales energéticas de Suecia. Tenían toda la información necesaria. Evidentemente, sería incómodo vivir sin electricidad, pero los nefilim estarían preparados. Habían vivido así durante muchos miles de años. Al contrario que los hombres, ellos recordaban y se habían adaptado a las circunstancias. Mejor sin electricidad que ahogados por grandes masas de agua. Sobrevivirían a cualquier precio.

Moses pisó el acelerador como para despedirse de la vida cómoda a la que se había acostumbrado. Si las medidas radicales eran necesarias, su Audi quedaría aparcado hasta deshacerse por el óxido.

Nova estaba sentada en el sitio del pasajero del Golf rojo de Amanda. Nerviosa, intentaba conversar:

—¿Habéis controlado a Moses Hammar?

—Estamos en ello —respondió Amanda escueta.

El coche giró hacia la calle Göt. Nova se concentraba en mirar hacia el exterior en lugar de pensar en lo que estaba a punto de hacer. A la izquierda pasaron por delante de las caras rebosantes de salud de Tommy Nilsson y Pernilla Wahlgren en gran formato.
Sound of Music
, leyó en los carteles publicitarios del teatro Gota Lejon. Bajo el techo protector del teatro un indigente se protegía de los rayos del sol sentado sobre un sucio saco de dormir. El coche continuó por la calle más antigua del barrio de Sodermalm, pasó el edificio de Hacienda, con su nuevo e inocente logotipo, y finalmente dobló la esquina donde en el siglo XVII habían estado los jardines del destilador Sven Persson. Su lugar lo ocupaba ahora el centro comercial Ringen, que mantenía claros motivos arquitectónicos de principios de los ochenta.

El Clarion Hotel quedaba a la izquierda.

Nova se quedó helada cuando vio la fachada de cristal. Después se encogió detrás de Amanda para que no la vieran los ojos que miraban a través de los ventanales. El coche se paró a una manzana de allí. La mano de Nova temblaba, pero respondió afirmativamente a las preguntas de Amanda. Sí, prometía no correr ningún riesgo. Claro que sí, sabía lo que tenía que decir. Ningún problema, pero claro que sentía que aquello era duro. Sí, sólo les haría una señal y ellos entrarían y actuarían.

Nova atravesó la calle. Se oyó un frenazo y después un claxon. Se había olvidado de mirar. Se subió a la acera de baldosas de piedra. Los dedos de su mano izquierda temblaban tanto que se vio obligada a metérselos dentro del bolsillo del tejano.

Nova paseó la vista por el vestíbulo.

Una melena rubio ceniza a lo paje llamó su atención.

Supo de inmediato quién era.

Elisabeth Barakel estaba sentada a unos metros de ella inclinada sobre un ordenador portátil.

Era el momento en que Nova iba a traicionar a su madre.

Respiró hondo y entró en el local como si no viera. La mirada fija al fondo del
lounge
, donde sabía que estaban los servicios. Sería su excusa. Nova no era el tipo de persona que se tomaba un caro café con leche en el
lounge
del Clarion Hotel. Sin embargo, podía perfectamente aprovecharse de sus baños. Eran grandes, limpios y relativamente poco usados. Nova pasó al lado de su madre, pero se paró de golpe como si la hubiera descubierto allí y en ese momento.

—Hola —la saludó.

Elisabeth Barakel miró de prisa hacia arriba. Primero una sonrisa apareció en sus labios pero después dijo entre dientes:

—Haz como que no estoy aquí. Tú sigue.

—Pero ¿por qué?

—Por favor, Nova, haz lo que te digo. Ya te lo explicaré después.

Nova intentó aparentar determinación y se sentó frente a su madre sin tocarla. Nunca habían tenido mucho contacto físico.

—No, mamá. Tienes que explicarme. Todo es un completo desorden. No entiendo nada.

—Ahora no, Nova —respondió su madre agobiada.

—Creo que ahora te entiendo mejor.

A Elisabeth Barakel se le relajó la expresión un poco.

—Está bien, Nova. Tenía miedo de que quizá no lo hicieras.

Nova se inclinó hacia su madre y le susurró:

—Pero ¿por qué tienes que matar a gente? ¿No hay otra manera mejor?

—Queda poco tiempo, Nova. Piensa que fueron ellos los que empezaron. Son ellos los que intentan matarnos a todos. Tenemos que luchar con los medios que tengamos a nuestro alcance.

Amanda esperaba discretamente sentada en su Golf, inclinada hacia atrás, desde donde veía el Clarion Hotel. En su oreja había un pinganillo que hacía que oyera las palabras que se intercambiaban entre Nova y su madre. «Una chica valiente», pensó Amanda cuando oyó cómo estaba llevando a su madre hacia la trampa. Dentro de nada tendrían pruebas concluyentes.

Una persona ancha de hombros pasó por delante de su coche y miró la calle. Había algo familiar en aquel cuerpo y en su andar. Algo demasiado conocido. Amanda recuperó el aliento.

«Moses.» Andaba rápido por la acera y entró en el hotel.

Amanda no pudo hacer nada más que mirarlo mientras se dirigía hacia Nova y hacia su madre.

«Nova tenía razón», pensó.

Pero Amanda no tenía ganas de pensar en las consecuencias que aquello tendría para ella. Su mano se tocó el vientre como para proteger a la criatura.

Fue Nova la que vio primero a Moses Hammar. Sus miradas se encontraron. Ella no podía hacer como que no lo había visto. Tampoco mirar hacia el suelo y esperar que pasara. Entonces se dio cuenta: quizá tenía el mismo objetivo que ella en el Clarion Hotel. Encontrarse con Elisabeth Barakel. Aquello aún le hizo tener más miedo.

Ahora eran dos contra uno.

Estuvo a punto de hacer la señal, pero después entendió que lo estropearía todo. La policía necesitaba más para detener a aquellos dos. Seguro que Moses era igual de peligroso que su madre. Sus manos de boxeador se convirtieron en puños mientras se acercaba a las dos mujeres. Los labios apretados. La furia le salía por los ojos. Eran azules, notó Nova. Azul luminoso como los suyos. Su pelo oscuro los hacía destacar aún más.

Automáticamente, Nova se echó hacia atrás en la silla. Elisabeth Barakel siguió su mirada. Cuando descubrió quién se acercaba, sonrió y dijo:

—Es mi hija, Nova Barakel. Todo bien.

—Ni de lejos, todo bien —replicó Moses con una voz dura—. Se lo ha explicado todo a la policía.

Elisabeth Barakel se volvió preocupada hacia su hija.

—¿Es verdad lo que dice?

—Sí, se lo expliqué antes de que me diera cuenta. Lo siento.

—No lo siente en absoluto —añadió Moses—. Nos ha delatado a todos. Vaya hija que tienes. Tenemos que tomar medidas respecto a ella.

Elisa Ixih Barakel se puso entre Moses y Nova.

—Sal de en medio —le ordenó agresivo.

Discretamente enseñó la boca de una pistola que llevaba en el bolsillo de su americana. Elisabeth Barakel no se movió del sitio.

—No toques a mi hija —ordenó con determinación.

En la entrada se oyó un tumulto. Moses no se dio la vuelta. Entraron dos policías. Él dio un paso hacia Elisabeth con la intención de apartarla, pero recibió una patada entre las piernas, gritó y se quedó doblado.

Se oyó un disparo.

El bolsillo de la americana tenía un agujero.

Elisabeth Barakel cayó hacia atrás, sobre Nova.

Tenía los ojos fijos en el techo.

La nariz era sólo un agujero.

Los fragmentos de hueso le asomaban por los cantos.

Moses dio dos rápidos pasos hacia un lado sin prestarle ninguna atención a Elisabeth. El dolor que sentía en el diafragma fue reprimido por el reflejo de huida. El cuerpo bien entrenado de boxeador obedeció a la mínima orden. Moses sacó la pistola del bolsillo a la vez que continuaba corriendo a toda velocidad hacia la puerta. La boca del arma apuntaba al primer policía.

Era una distancia corta. No había ninguna duda de que la bala encontraría su objetivo. Moses era un tirador disciplinado. El estrés no afectaba su habilidad. Su única posibilidad de huida era apretar el gatillo.

Ahora.

Peter Dagon conocía cada rincón de la casa aunque hacía veinte años que la había abandonado para siempre. No había supuesto ningún problema entrar; aún conservaba las llaves. Pocas cosas habían cambiado de lugar, pero el desgaste y el declive eran manifiestos. «A Elisabeth nunca le había interesado la decoración —pensó—. Lástima que no hubiera administrado mejor la herencia.» Tocó con la mano el papel anticuado de la pared y absorbió la atmósfera que tanto había echado de menos. En aquellas paredes había muchos recuerdos. Peter Dagon había pasado gran parte de su vida allí cuando era pequeño. Junto a su prima habían jugado en cada rincón, merendado en la mesa maciza de la cocina y dormido en una cabaña que hicieron en el desván. Eran tiempos alegres antes de que entendieran lo que ocurría. Eran jóvenes, inocentes y no sabían lo que se avecinaba.

Otro diluvio universal iba a devastar la Tierra.

Otro intento de borrarlos de la superficie terrestre.

Otra vez tendrían que luchar por su supervivencia.

Fue el padre de Peter Dagon quien apreció las primeras señales de alarma. Cuando ya no hubo dudas, dio el aviso. La ancestral señal de alarma había sonado como un reguero de pólvora por toda la Tierra. Actualmente, todas las células estaban movilizadas y dispuestas. La incapacidad del hombre no provocaría la muerte de los nefilim.

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