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Authors: L. M. Montgomery

Tags: #Infantil y juvenil

Ana, la de Tejas Verdes (5 page)

Permaneció arrodillada, perdida para todo excepto para aquella belleza, hasta que una mano que se posó en su hombro la devolvió a la realidad. Marilla había entrado sin ser oída por la pequeña soñadora.

—Es hora de que te vistas —dijo severamente.

En realidad, Marilla no sabía cómo hablarle a la niña y su incómoda ignorancia la hacía seca e hiriente, cuando en realidad no quería serlo.

Ana se puso en pie, aspirando profundamente.

—¿No es hermoso? —dijo, abarcando con un movimiento de la mano el mundo exterior.

—Es un gran árbol —dijo Marilla—, tiene muchas flores, pero la fruta nunca es abundante, es pequeña y agusanada.

—Oh, no me refería sólo al árbol; desde luego que es hermoso, sí, es
radiantemente
hermoso; sino a todo, el jardín, la plantación, el arroyo, los bosques, todo el gran mundo querido. ¿No siente usted en una mañana como ésta como si quisiera a todo el mundo? Y yo puedo escuchar reír al arroyo. ¿Se ha parado a pensar lo alegres que son los arroyos? Siempre se están riendo. Incluso en invierno los he escuchado bajo el hielo. Estoy muy contenta de que haya un arroyo cerca de «Tejas Verdes». Quizá usted piense que no me importa mucho que ustedes no se queden conmigo, pero no es así. Siempre me gustará recordar que había un arroyo cerca de esta casa, aunque nunca la vuelva a ver. Si no hubiera un arroyo, me
perseguiría
la incómoda sensación de que debería haberlo. Esta mañana no estoy sepultada en el abismo de la desesperación. Nunca me puedo encontrar así por las mañanas. ¿No es fantástico que haya mañanas? Pero mesiento muy triste. He estado imaginando que yo era realmente lo que ustedes querían y que iba a quedarme para siempre. Pero lo peor de imaginar cosas es que llega un momento en que uno debe detenerse y entonces duele.

—Será mejor que te vistas y no te ocupes de tu imaginación —dijo Marilla tan pronto como pudo meter baza—. El desayuno espera. Lávate la cara y péinate. Deja la ventana levantada y dobla las mantas. Sé tan pulcra como puedas.

Ana podía serlo cuando se lo proponía, pues bajó a los diez minutos con las ropas compuestas, el cabello cepillado y peinado, la cara lavada y una reconfortante seguridad en el alma de haber cumplido con las instrucciones de Marilla. Sin embargo, había olvidado doblar las mantas.

—Esta mañana tengo bastante hambre —anunció mientras se sentaba en la silla que le destinara Marilla—. El mundo no parece una cosa terrible como anoche. Estoy muy contenta de que sea una mañana de sol. Pero también me gustan las mañanas lluviosas. Toda clase de mañanas son interesantes, ¿no creen? No se sabe qué ocurrirá durante el día y hay un gran campo para la imaginación. Pero me alegro de que hoy no sea lluvioso porque será más fácil estar alegre y resistir la tristeza con un día de sol. Siento que tendré que resistir mucho. Es muy fácil eso de leer sobre dolores e imaginarse viviéndolos heroicamente, pero no es tan sencillo cuando son realidad, ¿no les parece?

—Cierra la boca, por el amor de Dios —dijo Marilla—; hablas demasiado para una niña.

Desde ese instante, Ana fue tan obediente y quedó tan silenciosa, que su mudez puso nerviosa a Marilla, como si se hallase en presencia de algo no natural.

Matthew tampoco hablaba, pero eso por lo menos era natural; de manera que el desayuno fue muy silencioso.

A medida que pasaba el tiempo, Ana se volvía más y más abstraída, comiendo mecánicamente, con los ojos fijos en el cielo a través de la ventana. Esto puso aún más nerviosa a Marilla; tenía la incómoda sensación de que mientras el cuerpo de aquella niña estaba en la mesa, su espíritu vagaba lejos, en alguna región nebulosa, surgida de su imaginación. ¿Quién querría una chica así?

¡Y sin embargo, Matthew deseaba que se quedara! Marilla sentía que él lo deseaba esta mañana tanto como la noche anterior y que seguiría deseándolo. Ésa era su manera de ser; antojársele algo y aferrarse a ello con la más sorprendente y silenciosa persistencia; persistencia diez veces más efectiva en su silencio que si hubiera hablado.

Cuando terminó el desayuno, Ana volvió de su ensueño y se ofreció para lavar los platos.

—¿Sabes fregar bien los platos? —dijo desconfiadamente Marilla.

—Bastante bien. Soy mejor aún para cuidar niños, sin embargo. He tenido mucha experiencia con ellos. Es una lástima que no tengan ninguno para cuidarlo.

—No sé si querría más niños que cuidar después de lo que tengo ya.

eres bastante problema. No sé qué hacer contigo. Matthew es un hombre muy extraño.

—Creo que es encantador —dijo Ana defendiéndolo—. ¡Es tan comprensivo! No le importaba que hablara; parecía que le gustaba. Tan pronto como le vi, sentí que era un espíritu gemelo.

—Sois los dos raros, si es a eso a lo que te refieres al decir espíritus gemelos —dijo Marilla con un bufido—. Sí, puedes fregar. Usa bastante agua caliente y asegúrate de secarlos bien. Tengo mucho que hacer esta mañana, pues debo ir esta tarde a White Sands a ver a la señora Spencer. Vendrás conmigo y decidiremos qué hacer contigo. Cuando termines con los platos, sube a hacer tu cama.

Ana lavó los platos con bastante destreza, como pudo comprobar Marilla, que observaba con ojo crítico. Más tarde hizo la cama con menos éxito, pues no había aprendido el arte de luchar con un colchón de plumas. Pero se las arregló como pudo, y entonces Marilla, para verse libre de ella, le dijo que podía salir y divertirse hasta la hora del almuerzo.

Ana voló a la puerta, con la cara encendida y los ojos brillantes. Al llegar al umbral, se detuvo de improviso, se dio la vuelta, volvió y se sentó junto a la mesa, habiendo desaparecido de su cara la luz y la alegría.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Marilla.

—No me atrevo a salir —contestó Ana, con el tono de un mártir que renuncia a las glorias terrenas—. Si no puedo quedarme aquí, de nada sirve que quiera a «Tejas Verdes». Y si salgo y veo todos esos árboles, flores, plantaciones y el arroyo, no podré evitar quererlos. Ya es bastante duro ahora, de manera que no trataré de hacerlo todavía más. ¡Deseo tanto salir! Todo parece decirme: «Ana, Ana, sal a vernos, Ana, Ana, queremos un compañero de juegos», pero será mejor que no lo haga. De nada sirve querer algo de lo que te tienes que separar, ¿no es así? ¡Y es
tan
difícil evitar quererlas! Por eso estaba tan contenta de vivir aquí. Pensé que tendría muchas cosas para querer y nada que me lo impidiese. Pero el breve sueño ha pasado. Me resigno a mi suerte, de manera que no pienso salir por temor a perder la resignación. ¿Cómo se llama ese geranio del alféizar?

—Es un geranio injertado.

—Oh, no me refiero a esa clase de nombre. Quiero decir el nombre que le da usted. ¿No le ha puesto ninguno? ¿Puedo ponérselo yo? Puede llamarle… vamos… Bonny estará bien… ¿Puedo llamarle Bonny mientras esté aquí? ¿Puedo?

—No tengo inconveniente. ¿Pero qué sentido tiene ponerle nombre a un geranio?

—Oh, me gustan las cosas que tienen nombres propios, aunque sean nada más que geranios. Les hace parecer a los seres humanos. ¿Cómo sabe usted que no hiere los sentimientos de un geranio el que lo llamen geranio y nada más? A usted no le agradaría que la llamaran nada más que mujer durante todo el tiempo. Sí, lo llamaré Bonny. Esta mañana bauticé al cerezo que está frente a la ventana de mi dormitorio. Le puse Reina de las Nieves porque estaba tan blanco… Desde luego que no estará siempre en flor, pero uno puede imaginarse que sí, ¿no es cierto?

—En mi vida he visto u oído a nadie como ella —murmuró Marilla, batiéndose en retirada, bajando al sótano a buscar patatas—.
Es
interesante, como dice Matthew. Ya siento que estoy pensando qué diría. Me está hechizando a mí también. Ya lo hizo con Matthew. La mirada que me ha echado repitió todo cuanto me dijo o sugirió anoche. Quisiera que fuese como el resto de los hombres y dijera cosas. Podría contestarle y discutirle hasta hacerle entrar en razón. Pero, ¿qué se le puede hacer a un hombre que sólo
mira
?

Cuando Marilla regresó de su peregrinaje, Ana estaba absorta con las manos bajo la barbilla. Allí la dejó Marilla hasta que el almuerzo estuvo servido.

—Matthew, supongo que podré disponer esta tarde del coche y de la yegua —dijo Marilla.

Matthew asintió y miró a la niña pensativamente. Marilla interpretó la mirada y dijo secamente:

—Voy a ir hasta White Sands para arreglar esto. Llevaré a Ana conmigo, y la señora Spencer arreglará las cosas para mandarla de regreso a Nueva Escocia de inmediato. Te dejaré preparado el té y estaré de regreso para ordeñar las vacas.

Tampoco ahora dijo nada Matthew, y Marilla tuvo la sensación de haber gastado palabras y aliento. No hay cosa más irritante que un hombre que no contesta, salvo una mujer que tampoco lo hace.

A su debido tiempo, Matthew enganchó la yegua al coche y Ana y Marilla partieron. Matthew abrió el portón y mientras cruzaba despacio, dijo, aparentemente sin dirigirse a nadie en particular:

—El pequeño Jerry Boute, de la Caleta, estuvo aquí esta mañana y le dije que espero emplearle para el verano.

Marilla no contestó, pero dio tal latigazo a la desdichada yegua, que ésta, poco acostumbrada a tales tratos, echó a andar por el sendero a una velocidad alarmante. Marilla miró hacia atrás y vio al irritante Matthew apoyado en el portón, mirándolas pensativamente.

CAPÍTULO CINCO
La historia de Ana

—¿Sabe una cosa? —dijo Ana confidencialmente—. Estoy resuelta a disfrutar de este paseo. Tengo una gran experiencia al respecto, y sé que se puede disfrutar de todo cuando uno está firmemente decidido a ello. Por supuesto, hay que estar
firmemente
decidido. Durante nuestro paseo no voy a pensar en que tengo que volver al asilo. Sólo voy a pensar en el paseo. Oh, mire, allí hay una temprana rosa silvestre. ¿No es preciosa? ¿No le parece que debe ser muy bonito ser una rosa? ¿No sería maravilloso que las rosas pudieran hablar? Estoy segura de que podrían contarnos historias fantásticas. ¿Y no es el rosa el color más fascinante del mundo? Lo adoro, pero no puedo usarlo. Las personas de cabello rojizo no pueden usar ropa color rosa, ni aun en la imaginación. ¿Ha sabido alguna vez de alguien que tuviera el pelo rojo de joven y que se le haya cambiado a otro color al crecer?

—No, no creo haberlo oído nunca —dijo Marilla sin piedad— y tampoco creo que sea probable que te ocurra a ti. Ana suspiró.

—Bueno, otra esperanza que se pierde. Mi vida es un perfecto cementerio de esperanzas muertas. Esta frase la leí una vez en un libro y me la repito siempre para consolarme cuando estoy desilusionada por algo.

—No veo dónde está el desconsuelo —dijo Marilla.

—Pues porque suena tan bello y romántico como si yo fuera la heroína de un libro. Me encantan las cosas románticas; y un cementerio lleno de esperanzas muertas es lo más romántico que uno pueda imaginarse, ¿no es cierto? Casi estoy contenta de que mi vida lo sea. ¿Vamos a cruzar el Lago de las Aguas Refulgentes hoy?

—Hoy no pasaremos por la laguna de Barry, si es eso lo que quieres decir. Vamos por el camino de la costa.

—«Camino de la costa» suena muy hermoso —dijo Ana soñadoramente—. ¿Es tan hermoso como suena? ¡En el mismo instante en que usted dijo «camino de la costa» lo vi como un cuadro en mi mente! Y también White Sands es un lindo nombre; pero no me gusta tanto como Avonlea. Avonlea es un nombre encantador. Suena como música. ¿Queda muy lejos White Sands?

—A unos ocho kilómetros; y como veo que estás resuelta a hablar, hazlo con algún beneficio, contándome todo lo que sepas sobre ti misma.

—Oh, lo que sé sobre mí misma realmente no vale la pena —dijo Ana ansiosamente—. Si me permitiera contarle lo que
imagino
, lo encontraría mucho más interesante.

—No, no quiero ninguna de tus fantasías. Atente sólo a la verdad. Comienza por el principio. ¿Dónde has nacido y cuántos años tienes?

—Cumplí once años en marzo —dijo Ana resignándose a la verdad con un pequeño suspiro—. Y nací en Bolingbroke, Nueva Escocia. El nombre de mi padre era Walter Shirley y era maestro en la Escuela Superior de Bolingbroke. Mi madre se llamaba Bertha Shirley. ¿No es cierto que Walter y Berth son nombres preciosos? ¡Estoy tan contenta de que mis padres tuvieran unos nombres tan bonitos! Sería una verdadera desgracia el tener un padre llamado… bueno, digamos Jedediah, ¿no es cierto?

—Creo que lo que tiene importancia no es cómo se llame una persona, sino cómo se comporte —dijo Marilla sintiéndose obligada a inculcar una moral sana y útil.

—Bueno, no sé —dijo Ana pensativamente—. Leí una vez en un libro que si la rosa tuviera otro nombre su fragancia sería la misma, pero no puedo convencerme de que sea cierto. No puedo creer que una rosa
fuera
tan linda si se llamara cardo o calabaza. Supongo que mi padre podría haber sido un buen hombre aunque se hubiera llamado Jedediah, pero estoy segura que tal nombre habría sido una carga para él. Bien; mi madre también era maestra en la Escuela Superior, pero cuando se casó conpapá abandonó el magisterio. Un marido ya es suficiente responsabilidad. La señora Thomas dijo que eran un par de criaturas, y tan pobres como las ratas. Fueron a vivir a una pequeña casita amarilla en Bolingbroke. Nunca la he visto, pero me la he imaginado miles de veces. Estoy segura de que tenía madreselvas sobre la ventana de la sala, y lilas en el jardín y lirios del valle a la entrada. Sí, y cortinas de muselina en todas las ventanas. Las cortinas de muselina dan un aspecto muy bonito a una casa. Yo nací en esa casa. La señora Thomas dijo que yo era la niña más fea que había visto, toda huesos y ojos, pero que para mamá era guapísima. Yo debería pensar que una madre sería mejor juez que una pobre mujer que servía para fregar, ¿no le parece? De cualquier modo me alegra el que mamá estuviera satisfecha conmigo. Me sentiría muy triste si supiera que había sido una desilusión para ella, porque no vivió mucho después de aquello, ¿sabe? Murió de fiebre cuando yo tenía tres meses. ¡Cuánto deseo que hubiera vivido más tiempo para poder recordar el llamarla mamá! Pienso que debe ser muy dulce decir «mamá», ¿no es cierto? Y papá murió cuatro días después, de fiebre también. Me quedé huérfana y los vecinos no sabían qué hacer conmigo, según dijo la señora Thomas. Verá usted, nadie me quería, ni aun entonces. Parece ser mi destino. Mamá y papá habían llegado de lugares muy distantes y era sabido que no tenían parientes. Finalmente la señora Thomas se hizo cargo de mí, a pesar de que era pobre y tenía un marido que estaba siempre borracho. Ella me crió con biberón. ¿Sabe usted si las personas criadas con biberón deben ser por esa razón mejores que las otras? Porque cada vez que la desobedecía, la señora Thomas me preguntaba, como reprochándome, cómo podía ser una niña tan mala, cuando ella me había criado con biberón. El señor y la señora Thomas se mudaron de Bolingbroke a Marysville, y viví con ellos hasta que tuve ocho años. Yo ayudaba a criar a los niños de los Thomas —había cuatro menores que yo— y puedo asegurarle que daban muchísimo trabajo. Luego el señor Thomas murió al caer bajo un tren, y su madre se ofreció a hacerse cargo de la señora Thomas y los chicos, pero no de mí. Así que le tocó a la señora Thomas verse en apuros, como decía ella, respecto a mí.Entonces llegó la señora Hammond, que vivía aguas arriba, y dijo que me acogería, al ver que tenía práctica con los niños; y remonté el río para vivir con ella en un pequeño claro entre los bosques. Era un lugar muy solitario. Estoy segura de que nunca hubiera podido vivir allí de no tener imaginación. El señor Hammond tenía un pequeño aserradero y la señora Hammond tenía ocho hijos. Tuvo mellizos tres veces. Me gustan los niños con moderación, pero mellizos tres veces seguidas es
demasiado.
Así se lo dije a la señora Hammond cuando llegó el último par. Era terrible lo que cansaba el llevarlos en brazos.

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