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Authors: Linda Howard

Tags: #Romántico

Amanecer contigo (13 page)

BOOK: Amanecer contigo
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¿Podría hacerlo?

Tembló al pensarlo, pero estaba tan trémula por lo que Blake le había dicho esa noche que no rechazó la idea, como habría hecho anteriormente. Por primera vez en su vida, decidió intentar atraer a un hombre. Hacía tanto tiempo que había prescindido del contacto sexual que no sabía si podría hacerlo sin parecer ridícula y desmañada. Tenía treinta años, y se sentía tan torpe e inexperta como una adolescente. Su breve matrimonio con Scott no contaba en absoluto; lejos de intentar atraer a Scott, tras la noche de bodas se había esforzado por evitarle.

Blake era un hombre maduro y mundano, acostumbrado a conseguir a cualquier mujer que se le antojara antes de que el accidente le privara del uso de las piernas. Su única ventaja era ser la única mujer disponible que le rodeaba de momento.

No sabía, sencillamente, cómo excitar a un hombre.

Aquel extraño problema, un problema que nunca había tenido que afrontar, era la razón de que, a la mañana siguiente, permaneciera de pie largo rato ante el espejo, sin saber qué hacer, pasada hacía rato la hora en que solía despertar a Blake. Ni siquiera se había vestido; se miraba en el espejo mordiéndose el labio inferior con el ceño fruncido. Sabía que a los hombres solía gustarles su físico, pero ¿bastaba con eso? Ni siquiera era rubia, como le gustaban las mujeres a Blake. El pelo, negro y abundante, se le rizaba sobre los hombros y por la espalda; había estado a punto de hacerse una trenza para que no la estorbara, pero se había detenido y se había quedado con la mirada clavada en el espejo. Todavía sostenía el cepillo en la mano, olvidado, mientras observaba la figura en sazón de la mujer del espejo. Sus senos eran grandes y firmes, coronados por pezones de color cereza, pero quizá tuviera demasiado pecho para el gusto de Blake.

Quizá fuera demasiado atlética, demasiado fornida. Quizás a él le gustaran las mujeres delicadas y ultrafemeninas.

Dejó escapar un gruñido y se giró para mirarse por detrás. ¡Cuántas incertidumbres! Quizá le volvieran loco las piernas. Ella las tenía bonitas, largas y elegantes, suavemente bronceadas. O quizá… Su trasero, cubierto sólo por fina seda rosa, era redondeado y muy femenino.

Su ropa era otro problema. Su vestuario de todos los días consistía sobre todo en prendas con las que le resultaba cómodo trabajar: vaqueros, pantalones cortos, camisetas. Eran prendas bonitas y prácticas, pero no provocativas. Tenía ropa buena, pero no para trabajar, ni para llevar una vida práctica. Sus vestidos tampoco eran sexis, y sus camisones parecían salidos de un convento, a pesar de que Blake le había dicho la noche anterior que «andaba por ahí con camisones casi transparentes».

Necesitaba ropa nueva, cosas sexis pero no abiertamente provocativas, y un camisón transparente de verdad.

Estaba tan absorta que no oyó los ruidos que hacía Blake en su cuarto.

Cuando su voz ronca de por la mañana temprano se abrió paso entre sus pensamientos con un malhumorado «¡Te has quedado dormida, holgazana!», se giró para mirar la puerta, que se abrió de pronto. Blake cruzó el umbral en su silla de ruedas.

Los dos se quedaron paralizados.

Dione ni siquiera pudo alzar los brazos para cubrirse los pechos; estaba tan sorprendida, tan ensimismada, que fue incapaz de regresar al presente de inmediato para hacer algo.

Blake tampoco parecía capaz de moverse, aunque la buena educación le exigía que saliera del cuarto. No lo hizo; se quedó allí parado, y el azul de sus ojos se fue intensificando a medida que una expresión sombría y tormentosa encendía su mirada, que resbaló por el cuerpo casi desnudo de Dione y luego volvió a ascender para posarse sobre sus pechos.

—Cielo santo —murmuró.

Dione tenía la boca seca, la lengua paralizada. La intensa mirada de Blake era tan cálida como una caricia física, y sus pezones se fruncieron hasta convertirse en minúsculos pináculos que apuntaban hacia él. Blake inhaló una sonora bocanada de aire y luego, muy despacio, dejó que sus ojos descendieran por la curva de su costado, por la satinada tersura de su vientre. Clavó los ojos en la pequeña rendija de su ombligo y por fin los posó sobre la juntura de sus muslos.

Una extraña sensación se agitó como un torbellino en el vientre de Dione, asustándola, y por fin pudo moverse. Se apartó de él con un gritito y levantó a destiempo los brazos para cubrirse.

Se quedó de pie, rígida, de espaldas a él, y dijo con voz acongojada:

—¡No, por favor! ¡Sal de aquí!

No se oyó el ruido del motor de la silla al ponerse en marcha, y Dione comprendió que seguía allí.

—Nunca había visto a nadie sonrojarse por entero —dijo Blake con voz profunda, con un deje de sorna viril casi palpable—. Hasta las corvas se te han puesto coloradas.

—Vete —gritó ella con voz estrangulada.

—¿De qué te avergüenzas? —murmuró él—. Eres preciosa. Un cuerpo como ése suplica que un hombre lo mire.

—¿Te importaría irte de una vez? —le rogó ella—. ¡No puedo quedarme aquí todo el día!

—Por mí no tengas prisa —contestó con exasperante regodeo—. La parte de atrás me gusta tanto como la de delante. Es una obra de arte el modo en que esas piernas tan largas se funden en ese culito perfecto. ¿Tienes la piel tan suave como parece?

La vergüenza dio por fin paso a la ira, y Dione golpeó el suelo con el pie descalzo, pero la gruesa alfombra amortiguó el sonido.

—Blake Remington, me las pagarás por esto —le amenazó con voz temblorosa por la rabia.

Él se echó a reír, y su risa profunda vibró en el aire apacible de la mañana.

—No seas tan sexista —repuso—. Tú me has visto en calzoncillos, así que ¿por qué te pones así porque yo te vea en bragas? No tienes de qué avergonzarte, aunque eso ya lo sabías.

Estaba claro que no iba a marcharse; seguramente se lo estaba pasando en grande, el muy caradura. Dione se giró hasta que pudo alcanzar su camisón, que había dejado sobre la cama. Tuvo cuidado de mantenerse de espaldas a él, y estaba tan concentrada en alcanzar el camisón que no oyó el suave murmullo de la silla de ruedas al acercarse a ella. En el momento en que tocó el camisón, una mano mucho más grande que la suya apareció por detrás y agarró la prenda.

—Estás muy guapa cuando te enfadas —dijo Blake con aire burlón, devolviéndole el cumplido que ella le había hecho el día que se enfadó al descubrir que levantaba pesas.

—Entonces ahora mismo debo de ser la mujer más guapa del mundo —replicó ella, ofuscada, y añadió—: porque estoy cada vez más enfadada.

—No malgastes energías —contestó él, y Dione se sobresaltó cuando, de pronto, le dio un azote en el trasero y dejó la mano sobre su nalga firme y redonda, hundiéndole los largos dedos en la carne. Acabó con una suave palmada y luego apartó la mano del camisón.

—Te estaré esperando para desayunar —dijo con suavidad, y Dione le oyó reír al salir de la habitación.

Agarró el camisón y lo arrojó contra la puerta cerrada. Sentía la cara en llamas, y se apretó las mejillas con las manos frías. Pensó, furiosa, en algún modo de tomarse la revancha, pero el dolor físico estaba descartado, y eso dejaba fuera las tretas más deliciosas que podía imaginar. Seguramente sería imposible avergonzarlo de la misma manera; dado que ya estaba en mucho mejor estado, Dione dudaba de que le molestara que lo viera completamente desnudo. De hecho, por el modo en que había actuado esa mañana, seguramente le gustaría y la dejaría mirar cuanto quisiera.

Estaba furiosa hasta que se le ocurrió que su plan para atraerle no podía haber empezado mejor. Blake no había pensado en el sexo, en realidad. Sólo se había permitido un golpe de pura malicia, pero el resultado final era que se había fijado en ella como mujer. A eso había que añadir la ventaja de que toda la escena había sucedido de manera espontánea, sin la rigidez que probablemente resultaría de cualquier esfuerzo que hubiera hecho con ese fin.

Aquella idea le permitió pasar el día, que fue difícil.

Blake la vigilaba como un halcón, esperando que sus palabras o sus actos delataran que seguía azorada por el incidente de esa mañana. Ella se mostró tan fría e impersonal como pudo, y le hizo esforzarse tanto como le permitió su conciencia. Ese día, Blake pasó más tiempo en las barras que el anterior. Mantenía el equilibrio con las manos mientras las piernas sustentaban el peso de su cuerpo. Maldecía sin cesar por el dolor que sentía, pero no quiso parar ni siquiera cuando Dione decidió cambiar de ejercicios. Ella movió sus pies cuando dio los primeros pasos desde hacía dos años, y el sudor manaba de la frente de Blake a medida que el dolor se apoderaba de sus músculos, desacostumbrados a cualquier actividad.

Esa noche, los calambres de las piernas le tuvieron despierto durante horas, y Dione le dio masajes hasta que estuvo tan cansada que apenas podía moverse. No hubo confesiones íntimas al calor de la oscuridad. Blake estaba dolorido, apenas conseguía relajarse tras un calambre cuando otro contraía los músculos de sus piernas. Por fin Dionea le llevó al piso de abajo y le metió en la bañera de hidromasaje, que consiguió aliviar los calambres para el resto de la noche.

A la mañana siguiente sí se quedó dormida, pero había tomado la precaución de cerrar la puerta con llave antes de irse a la cama, así que no temía otra interrupción. Cuando se despertó, se quedó tumbada con una sonrisa en los labios mientras pensaba en cómo reaccionaría Blake cuando le informara de que pensaba hacer un alto en el camino.

Durante el desayuno dijo tranquilamente:

—¿Puedes prestarme uno de tus coches? Hoy tengo que ir a hacer unas compras.

El levantó la mirada, sorprendido, y luego entornó los ojos pensativamente.

—¿Es por lo que te dije la otra noche?

—No, claro que no —contestó ella, mintiendo con admirable aplomo—. Necesito unas cosas. No me gusta mucho ir de compras, pero como toda mujer tengo necesidades.

—¿Sabes algo de Phoenix? —preguntó él, y echó mano del vaso de miel que ya se bebía sin rechistar en cada comida.

—Nada —reconoció ella alegremente.

—¿Sabes siquiera cómo llegar al centro?

—No, pero puedo seguir las señales.

—No hace falta. Deja que llame a Serena. A ella le encanta ir de compras, y últimamente no tiene nada que hacer.

Al principio, la idea de ir de compras con Serena aguó el entusiasmo de Dione, pero luego se dio cuenta de que probablemente necesitaba la opinión de otra mujer, y aceptó su sugerencia. Serena también. Blake se lo dijo por teléfono, colgó enseguida y una sonrisa irónica se dibujó en su boca labrada a cincel.

—Viene para acá —la sonrisa dio paso a una mirada penetrante y escrutadora—. No parecías muy entusiasmada —comentó—. ¿Tenías otros planes?

¿Qué quería decir con eso?

—No, es sólo que tenía pensada otra cosa. Me alegra que se te haya ocurrido decírselo a Serena. Me vendrá bien su opinión para algunas cosas. La mirada escrutadora desapareció para ser reemplazada por una de viva curiosidad.

—¿Qué cosas?

—Nada que a ti te incumba —contestó al instante, consciente de que su respuesta le sacaría de quicio. Blake siempre quería saber el cómo y el porqué de todo. Seguramente de niño desmontaba todos los juguetes que le regalaban, y ahora intentaba hacer lo mismo con ella. Quizá lo hiciera con todo el mundo. Era una de las características que lo convertían en un ingeniero innovador.

Mientras se vestía rápidamente para su salida, Dione cayó en la cuenta de que últimamente Blake mostraba indicios de interesarse de nuevo por su trabajo. Hablaba con Richard por teléfono más a menudo, y el diseño del sistema de poleas de la piscina y el gimnasio había picado aún más su interés. Todas las noches, después de cenar, hacía misteriosos garabatos en un cuaderno, en su despacho; azarosos dibujos que a Dione no le decían nada, pero que una noche movieron a Richard a hacer un comentario al ver el cuaderno. Los dos se habían enfrascado entonces en una conversación técnica que duró hasta que Dione le puso fin indicando con un gesto que era hora de que Blake se fuera a la cama. Richard se había dado cuenta al instante y le había guiñado un ojo.

El bochorno de Phoenix la impulsó a ponerse la menor cantidad de ropa posible: un vestido blanco de verano, la ropa interior necesaria, que no era mucha, y unas sandalias de tiras. Las semanas habían pasado volando, llevándose con ellas el verano pero el cambio de estación no se dejaba sentir aún en el descenso de las temperaturas. Cuando bajó para encontrarse con Serena, Blake le lanzó una rápida mirada que pareció hacer inventario de todo lo que llevaba puesto. Dione se estremeció al notar la expresión que cruzó sus ojos. Blake sabía ya cómo era, y cada vez que la veía se la imaginaba sin ropa. Seguramente ella debería alegrarse, pues eso era lo que pretendía, pero aun así se sentía turbada.

Serena se encargó de conducir, ya que Dione no conocía ni Scottsdale ni Phoenix. Su Cadillac azul claro se deslizaba tan sigilosamente como la seda mientras pasaban por la hilera de lujosas mansiones de millonarios que decoraban Mount Camelback. Allá arriba un destello plateado en el azul purísimo del cielo, uno de los innumerables reactores de las bases aéreas de la zona de Phoenix, pintaba una blanca pincelada sobre la carretera.

—Blake me ha dicho que tienes que hacer unas compras —dijo Serena distraídamente—. ¿Qué clase de compras? No es que importe. Si existe, seguro que conozco alguna tienda donde lo tengan.

Dione le lanzó una mirada cautelosa.

—De todo —reconoció—. Vestidos, ropa interior, ropa de dormir, bañadores…

Serena enarcó sus cejas finas y oscuras, sorprendida.

—Está bien —dijo lentamente—. Tú lo has querido.

Varias horas después, cuando almorzaron, Dione estaba firmemente convencida de que Serena conocía todas las tiendas de Arizona. Habían estado en tantas que no recordaba dónde había comprado cada cosa, pero eso carecía de importancia. Lo que importaba era el montón cada vez más nutrido de bolsas y paquetes que, de cuando en cuando, iban guardando en el maletero.

Dione se probaba sistemáticamente vestidos que realzaban el color de su pelo y su figura alta y de largas piernas. Se compró faldas abiertas a un lado para enseñar sus piernas, auténticas medias de seda y zapatos delicados. Los camisones que eligió eran tan finos que se sostenían sobre su cuerpo más por optimismo que por cualquier otro medio. Se compró bragas y sujetadores de encaje, bodys perversamente seductores, pantaloncitos cortos y camisetas que se le ceñían al cuerpo, y un par de biquinis que estaban a un paso de ir contra la ley.

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