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Authors: Laura Gallego García

Alas de fuego (10 page)

Pero se movían. Bran avanzaba delante, tanteando con las manos. Había estudiado atentamente el terreno desde uno de los ventanucos de la casa de Dag antes de escapar por la trampilla que se abría en el suelo de la cabaña, y que el anciano utilizaba a veces para poder pescar sin moverse de su refugio cuando la artritis no lo dejaba levantarse. Aunque el plan era arriesgado, Bran había calculado la distancia que debían recorrer hasta poder sentirse más o menos a salvo, y sabía también en qué dirección debían avanzar, y los posibles obstáculos que podían encontrar en su camino.

Con todo, no había previsto aquello.

Tras varios angustiosos minutos moviéndose bajo la capa de lodo, Bran alargó la mano para tantear el terreno y la sintió salir a la superficie. Perplejo, avanzó un poco más y la parte superior de su cuerpo quedó desprotegida. Se quitó el barro de los ojos, volvió la cabeza y vio las alas de Ahriel sobresaliendo por encima del fango. Inspiró hondo.

La
cabeza
del ángel salió también a la superficie. Los dos se miraron, desconcertados.

La capa de lodo ya no era lo bastante profunda como para ocultarlos.

—Corre —dijo Bran.

Se pusieron en pie. El barro les llegaba por debajo de las rodillas. Echaron a correr sin mirar atrás.

Oyeron tras ellos un grito de advertencia. Los habían visto. Les llevaban un buen trecho de distancia, y no había duda de que sus perseguidores encontrarían tantas dificultades como ellos a la hora de avanzar a través del barrizal, pero ellos eran un grupo numeroso y, por otro lado, no podían estar huyendo siempre...

Ahriel apartó de su mente aquellos pensamientos. Se limitó a seguir a Bran, que parecía correr en una dirección determinada. El humano podía ser flaco y algo neurótico, pero desde luego no le faltaba ingenio.

Ahriel vio que se dirigían hacia un promontorio. Oía a sus perseguidores cada vez más cerca, y se preguntó qué andaba tramando Bran.

Lo averiguó enseguida.

El joven se detuvo bruscamente, y Ahriel casi tropezó con él.

—¿Qué haces?

Bran no respondió. El ángel lo vio escudriñar la superficie de la ciénaga con un brillo calculador en la mirada.

—¿Están muy lejos? —preguntó. Ahriel miró por encima del hombro. —A menos de cincuenta pasos de distancia. Bran se mordió el labio inferior. Ahriel no lo consideró una buena señal.

—Se acercan —informó—. Menos de cuarenta pasos.

Bran tenía todavía los ojos fijos en el barro. Ahriel siguió la dirección de la mirada. Percibió una ondulación en la superficie del lodo, un poco más allá.

—Bran —dijo, estremeciéndose—. ¿Qué...?

—Cuando yo te diga, salta —dijo él.

—¿Qué...?

Pero en aquel momento los hombres de Gia irrumpieron en el lugar lanzando salvajes alaridos, que se confundieron con el grito de Bran:

—¡¡Ahora!!

Ahriel sintió que su compañero la agarraba del brazo y tiraba de ella hacia adelante. Instintivamente, trató de desplegar las alas, pero el cepo se lo impidió. Fue vagamente consciente de que ambos saltaban por encima de algo sinuoso y resbaladizo que emergía del barro con sorprendente rapidez, descubriendo un cuerpo espantosamente grande...

Ahriel chocó contra la base del promontorio y se sintió momentáneamente aturdida. Bran tironeó de ella con urgencia, y Ahriel se obligó a sí misma a ponerse en pie y trepar hasta lo alto del calvero mientras resonaban en sus oídos los gritos aterrorizados de sus perseguidores. Una vez allí, jadeando, se volvió para mirar.

Deseó no haberlo hecho.

Una gigantesca serpiente de pantano se cernía sobre los hombres de Gia, que huían aterrorizados. Su cabeza deforme parecía haber sido modelada por un bebé gigante que hubiese estado estrujando una bola de arcilla. Su cuerpo, lleno de bultos como enormes verrugas, se retorcía de dolor y de furia.

Ahriel contempló, sobrecogida, cómo la boca de la serpiente se cerraba sobre el último rezagado, que desapareció en su interior con un horripilante grito de pánico. —Ahí va mi pequeñuela —dijo Bran—. Justo a tiempo para sacar a papá de los líos en que se mete.

VII

—No te parecería tan «pequeñuela» si estuvieses en el lugar de esa gente —objetó Ahriel con frialdad.

—No seas tan dura conmigo, alitas. Creo que me merezco un premio. Acabo de demostrar que la astucia puede derrotar a la fuerza bruta y, por si eso fuera poco, te he salvado la vida...

—Yo no estaría tan segura —dijo una voz a sus espaldas.

Los dos se volvieron.

Gia estaba tras ellos. Su rostro estaba marcado por una mueca de odio.

—Gia... me alegro de verte —dijo rápidamente Bran—. Qué pena lo de esos tipos, ¿verdad? Traté de avisarles de que habíamos entrado sin darnos cuenta en el territorio de la Culebra, pero ya sabes, la gente no escucha y...

—He perdido a dos de mis hombres —cortó ella—. Me temo que vais a correr su misma suerte. Es lo justo ¿no?

Se abalanzó sobre ellos con un grito de furia. Ahriel alzó su bastón, y lo interpuso entre las dos Bran miró a su alrededor, nervioso, y comenzó a rebuscar en su morral cubierto de barro, mientras Ahriel bregaba con Gia. El ángel era más fuerte que la humana, y la lanzó hacia atrás. Pero Gia volvió a la carga. Algo brilló en su mano derecha. Ahriel se apartó, pero Gia pasó muy cerca de ella, y el ángel sintió un agudo dolor en el brazo. Cuando se miró, vio que la mujer la había herido. La miró, sin dar crédito a sus ojos. Y entonces lo vio.

—¡Un puñal! —murmuró — ¿De donde lo has sacado?

Gia no respondió. Alzó de nuevo la daga y cargó contra Ahriel por tercera vez. El ángel detuvo su brazo cuando ya lo descargaba sobre ella, y las dos forcejearon por el arma.

—¡Bran! —gritó Ariel—. ¡Bran, ayúdame! Descubrió entonces que el humano se había esfumado.

Su traición provocó una oleada de ira en su interior. Hizo acopio de fuerzas y dio un fuerte tirón. Logró arrebatarle a Gia el puñal, pero las dos perdieron el pie y cayeron de nuevo al lodazal.

Ahriel se incorporó a duras penas. Gia estaba ya dispuesta a lanzarse sobre ella de nuevo, cuando un movimiento tras ellas las hizo detenerse y mirar a su espalda.

A Ahriel se le congeló la sangre en las venas.

La enorme serpiente contrahecha alzaba la cabeza sobre ellos. Ahriel descubrió, sobrecogida, que no tenía ojos y que, al igual que el que la había atacado en la cordillera, todo su ser vibraba de dolor.

Con todo, la serpiente podía percibir su presencia, porque su cabeza descendió velozmente sobre Ahriel, que gritó y trató de retroceder... pero, de pronto, la cabeza se detuvo en seco, como frenada por alguna fuerza invisible. La aguda vista de Ahriel descubrió entonces que llevaba puesto una especie de arnés. Sorprendida, alzó la cabeza y miró por encima de la cresta de la serpiente. Y vio a Bran.

El humano estaba sentado a horcajadas sobre el lomo de la serpiente, y parecía muy satisfecho de sí mismo. Sostenía con firmeza unas riendas que, de alguna manera, había logrado pasar por la cabeza y el cuello del enorme reptil. Ahriel lo miró, estupefacta. También Gia se había quedado de piedra.

—¡No te quedes ahí parada! ¡Sube!

Como en un sueño, Ahriel obedeció. Se acomodó sobre el lomo escamoso de la serpiente, justo detrás de Bran. Con un airoso movimiento, el humano tiró de las riendas e hizo retroceder un poco al engendro. Después, los dos se alejaron de allí, todavía montados sobre el lomo del animal, dejando atrás a una desconcertada Gia, que no tuvo ánimos ni valor para seguirlos.

Ahriel no guardaría muchos recuerdos de aquel extraño viaje de regreso a la Cordillera. El cuerpo de la serpiente describía sinuosas ondas sobre la superficie de la Ciénaga, y Bran parloteaba acerca de su hazaña. Pese a que el humano le había asegurado que no era la primera vez que embridaba a la gran serpiente, a Ahriel todavía le resultaba difícil de creer.

—Se requiere más habilidad, agilidad y rapidez que fuerza bruta —estaba diciendo Bran— y, por supuesto, reflejos y sangre fría. ¡Y cerebro! A excepción del Loco Mac, a nadie en Gorlian se le había ocurrido antes montar a un engendro. No, esos brutos sin seso sólo los matan o corren ante ellos como alma que lleva el diablo. Pero yo...

Ahriel lo escuchaba a medias. Bran siguió cacareando durante una buena parte del viaje, hasta que se cansó de no obtener respuesta. Entonces se volvió hacia el ángel.

—¿No me estás escuchando? ¿Qué te pasa? ¡Hemos burlado al Rey de la Ciénaga! ¡Somos grandes! ¡Nada podrá pararnos ahora!

Ahriel tardó un poco en contestar.

—Pero todo esto es... es tan extraño —pudo decir—. No comprendo este mundo...

—Porque no lo conoces. Pero eso se soluciona con el tiempo.

El ángel sacudió la cabeza.

—¿Qué voy a hacer ahora?

—Considerando que no puedes salir de aquí, y que el Rey de la Ciénaga te persigue para matarte, yo diría que no tienes muchas opciones —opinó Bran—. De momento, yo en tu lugar me conformaría en seguir con vida. No es tan fácil como parece, ¿sabes?

Ahriel no respondió. Se dio cuenta entonces de que todavía sostenía algo en la mano. Lo miró.

Era el puñal que le había quitado a Gia.

—Me pregunto... —dijo, pero no añadió nada más.

Cuando dejaron atrás la Ciénaga y el cuerpo de la serpiente, a la que Ahriel había sacrificado, el humor de Bran mejoró considerablemente, y más todavía al ver la daga que había conseguido su compañera.

—Guárdala bien —le aconsejó—. En Gorlian, eso es un auténtico tesoro. Ojalá supiera cómo diablos la consiguió Gia.

Ahriel no respondió. Los dos se internaron en el paisaje rocoso de la Cordillera.

Apenas medio día después de que abandonaran La Cienaga, Ahriel se percató de que Bran se había desviado de la ruta.

—Por aquí no se va a tu casa —le dijo.

—Ya lo sé. Es que tengo una sorpresa para ti. Estoy seguro de que te va a encantar.

Ahriel acogió la noticia con un ligero escepticismo, pero lo cierto fue que Bran la sorprendió gratamente apenas un par de horas después.

Trepaban por la falda de una montaña especialmente escarpada cuando el humano, que iba delante, se desvió por una ruta que parecía completamente impracticable. Se descolgó como un mono por la pared rocosa y, tras alcanzar una pequeña grieta, se introdujo por ella. No sin dificultades, Ahriel lo siguió.

Se encontró de pronto en una pequeña cueva natural. Un poco más allá, Bran le sonreía.

—¡Mira, ven a ver esto! —la llamó.

Ahriel se reunió con él. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, vio algo que brillaba en el suelo. Se agachó, temblando, sin poder terminar de creérselo.

—¡Agua! —dijo.

El humano asintió, mientras el ángel bebía con avidez.

—Toda tuya, preciosa. Nadie más que yo conoce este lugar. La lluvia se filtra por las rocas y llega hasta aquí razonablemente limpia. Puedes bañarte si quieres y quitarte de encima todo ese barro. Cuando vuelva a llover, el agua del pozo se renovará.

Ahriel se zambulló en aquella pequeña piscina natural. Bran se sentó en la boca de la cueva, de espaldas a ella, para dejar que disfrutara del baño.

—Hay una cosa que no entiendo —le dijo desde allí—. ¿Por qué tuviste que matar a la serpiente? No sé, comprendo que, si un bicho de ésos te ataca, instintivamente le devuelvas el golpe... o des media vuelta y eches a correr, que es lo que haría yo. Pero matarla así, a sangre fría, cuando ya la habíamos dominado... ¿por qué?

—Porque sufría —respondió ella.

—¿Sufría? —repitió Bran, volviéndose.

—¡Eh, no mires!

—Lo siento —dijo él, girando la cabeza de nuevo—. ¿Qué has querido decir con eso de que sufría?

—Todos esos engendros soportan un dolor físico y espiritual espantoso. Puedo sentirlo en su aura. Y canalizan ese dolor transformándolo en furia asesina.

—¿Y eso te da derecho a matarlos sin más?

—Es un acto de piedad. Para que dejen de sufrir.

—No estoy de acuerdo —bajó la voz—. Sabes, yo tenía un hermano. Se llamaba Tobin. Nació débil y con un pie deforme, y la comadrona decía que había que abandonarlo, porque no sobreviviría y, si lo hacía, sería un desgraciado toda su vida. Mi madre no quiso escucharla...

—¿Y qué pasó? —preguntó ella desde el interior de la cueva.

—Tobin sobrevivió. No era el más rápido ni el más fuerte. Pero era listo.

Bran calló, sumido en sus pensamientos. No oyó a Ahriel hasta que ella se sentó junto a él.

—Comprendo —dijo—. Pero Tobin era así por naturaleza. En cambio, esos engendros son una creación humana. No deberían existir. Ni siquiera los quieren sus creadores, ya que los abandonaron aquí como a desechos.

Bran la miró. Ahriel se había lavado a conciencia. Sus alas volvían a ser blancas, si bien seguían mostrando un ligero tono color pardo. Se había soltado el pelo, que caía en ondas sobre sus hombros.

—Creo que te he ensuciado el baño —dijo ella—. Lo siento.

—No importa, estoy habituado a estar sucio... espera, ¿qué has dicho? ¿Me has pedido perdón, alitas?

—Pero no te acostumbres.

Al caer la tarde llegaron a la casa de Bran.

—¡Por fin en casa! —canturreó él mientras trepaba por la falda de la montaña—. Cuando llevas tanto tiempo en Gorlian, hasta una pocilga como la mía parece un palacio de...

Se interrumpió de pronto y miró frente a sí, sin dar crédito a sus ojos. Ahriel se detuvo junto a él y siguió la dirección de su mirada.

La chabola de Bran ardía por los cuatro costados.

Los dos sabían que era inútil tratar de salvar algo, de modo que se quedaron allí, mirando en silencio, esperando a que el fuego terminase de consumirse. Ahriel echó un vistazo al rostro de Bran. El humano había utilizado la daga de Ahriel para afeitarse la barba y recortarse el pelo, y ahora mostraba un aspecto completamente diferente. O tal vez no fuera sólo eso, sino también la expresión, extraordinariamente seria, que se leía en su rostro, y que no era propia de él. Las llamas se reflejaban en sus ojos, y al ángel le pareció que estaban ligeramente húmedos.

Por fin, cuando el techo se derrumbó con estrépito, Bran despegó los labios. —Miserables —dijo.

—¿Quién ha sido? ¿Y por qué?

—Apostaría por el grupo de Yuba. Las noticias corren rápido; seguro que todo el mundo sabe ya que el Rey de la Ciénaga nos ha desahuciado.

—Es culpa mía. Lo siento —dijo Ahriel de corazón. Bran la miró, y sus ojos brillaron, maliciosos.

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